Imaginemos que somos invitados a una fiesta en casa de un amigo ‒claro, en medio de este interminable confinamiento no podemos más que imaginarlo‒; una vez que llegamos al convite están ahí nuestros amigos y quizás alguno que otro amorío o examorío perteneciente al mismo círculo. Después de la comilona, el anfitrión nos ofrece alguna bebida espirituosa y pronto comienzan a llenarse y vaciarse las copas, los ánimos se exaltan y la atmósfera con una tenue música de fondo invita a todos a charlar. Quizás por propuesta de alguien o tan sólo porque sí, la conversación gira en torno al amor y cada cual habla de lo que piensa sobre el tema, de sus aspiraciones amorosas o de sus desencantos, hasta puede que se ventile alguna intimidad de examantes presentes en la reunión; probablemente alguno compartirá una reflexión que deje a todos boquiabiertos, pero lo más seguro es que aquello terminé en borrachera y fandango, que apenas unos cuantos permanezcan de pie para recibir la aurora y que lo hablado durante la velada tome pronto su lugar en el recuerdo o en el olvido.
Y es que ese suele ser el destino de las intensas reflexiones que compartimos entre copas, por alguna razón de la que no nos ocuparemos aquí son conversaciones a las que se les resta valor o seriedad. El filósofo griego Platón, harto famoso por el malentendido amor platónico, escribió varias obras sobre el amor ‒y cómo no, si la filosofía lleva en el nombre la penitencia: una actividad que se define como amor a la sabiduría algo tendrá que decir sobre el amor‒, la más famosa, considerada su obra maestra y una de las obras más importantes de toda la literatura universal, acontece precisamente en una borrachera o para decirlo griegamente, en un banquete, que no era el momento en que se servía la comida sino en el que, una vez satisfecho el apetito, comenzaba a circular el vino en los vasos y en los cuerpos.
El Banquete de Platón, como se conoce a este texto, está escrito en diálogo y su personaje estelar es Sócrates, quien fue maestro del filósofo, pero aparecen también otras personalidades de la época, como el poeta trágico Agatón, quien organiza la fiesta para celebrar su victoria en un certamen de poesía; el cómico Aristófanes, que ridiculizó a Sócrates en su obra Las nubes; Fedro, un discípulo del sofista Lisias que da nombre a otro famoso diálogo platónico; Alcibiades, importante personaje de la política ateniense y amante de Sócrates; entre otros. Y así como en nuestra ficticia proposición inicial, a los convidados de este Banquete se les propone hablar y hacer discursos sobre el amor, específicamente en honor al dios del amor, Eros; eso sí, a diferencia de nuestras fútiles pláticas de beodos, las cosas que Platón expuso ahí han atravesado los tiempos y hasta forman parte de los mitos e historias que hoy por hoy nos contamos sobre el amor.
Sea que en el panteón griego, Eros, el amor, pueda considerarse uno de los dioses más viejos como señala Hesíodo en la Teogonía, o que podamos pensarlo antes bien como el más joven de todos los dioses por su afinidad con la belleza y los tiempos en flor; lo cierto es que cuando se habla del amor, todo mundo concuerda en que al estar poseídos por este dios somos capaces de las acciones más bellas, nobles y dignas de alabanza, que cuando uno se enamora busca ser mejor y que, por su puesto, nadie se resiste a la fuerza del amor. Como se ve, mucho debemos los mortales a este dios que nos impulsa a la virtud y a la felicidad, y aunque en estos tiempos no creamos más en dioses, sí que pensamos que el amor nos hace mejores y que por él somos realmente felices.
Nos pasó a todos: nos dimos de bruces por aquella pueril e ilusa aspiración de hacerlo todo por amor, nos dimos cuenta de que podemos ser engañados y terminar con el corazón partido. Sucede así porque Eros es inseparable de Afrodita, diosa de la belleza, pero hay muchas clases de belleza, por ejemplo, la belleza del cuerpo tan distinta de la belleza del alma, la belleza interior; y de cuál de las dos bellezas quedemos prendados dependerá el tipo de amor que experimentemos: un amor ordinario y fugaz si vamos tras la apariencia física, o un amor estable y excepcional si lo que nos atrae del otro es su forma de ser. ¿Cómo saber si el amor es o no del bueno? El texto, tal como reza la sabiduría de nuestros padres y abuelos, indica que hay que someter al enamorado a la prueba del tiempo, no dejarse conquistar rápidamente, no entregarse con facilidad, pues quien te quiere bien sabrá esperar…
El amor lo gobierna todo, ejerce su influencia no sólo en nuestros triviales asuntos humanos, sino que es la fuerza que mantiene la armonía en el cosmos y la naturaleza, fuerza creadora por la que todo surge y permanece. Este pensamiento que hoy suele identificarse con la verborrea new age, en la Antigüedad fue uno de los pilares de la filosofía que se formuló antes de Sócrates y Platón (llamada por eso presocrática), Empédocles, su autor, explicaba que todas las cosas que hay se conforman por el ajuste de dos fuerzas: el amor y la discordia, creación y destrucción. Como se puede ver, el amor no es el único ingrediente del equilibrio universal, la inclinación de las cosas hacia la discordia y la destrucción es también fundamental para explicar el todo, algo que solemos pasar por alto en nuestra obstinada búsqueda del amor, de la plenitud, de la realización, de la felicidad y de tantos otros ideales.
Hablando de aspiraciones románticas, nada hay más instalado en nuestra cultura que la creencia en que el amor es ese impulso que nos lleva a buscar a nuestro complemento, nuestra media naranja. ¿Y eso de dónde salió? Pues bien, se le conoce como el mito del andrógino y es quizá el discurso más famoso sobre el amor de todos los que se encuentran en el Banquete platónico. Cuenta que en el principio de los tiempos la naturaleza humana era muy distinta, había tres sexos: el que participaba sólo de lo masculino, el que era sólo femenino y el andrógino, conformado por lo masculino y lo femenino; además, estos seres eran redondos, con cuatro pares de extremidades y dos cabezas, tan plenos y perfectos eran ‒aunque con esa morfología parezca difícil de creer‒, que un día quisieron subir al Olimpo e igualarse a los dioses; como castigo, Zeus los cortó a la mitad y los pobres corrieron a buscarse, hombre con hombre, mujer con mujer y hombre con mujer según el sexo de su original procedencia; el amor es el nombre que damos al deseo y persecución de aquella integridad perdida.
Entendemos por amor platónico un amor ideal en el sentido de aquello que cumpla todas nuestras expectativas, que sea idéntico a lo que imaginamos; por esa carga de fantasía también se dice que el amor platónico es un amor imposible, pues ¿quién se topa realmente con alguien hecho a su medida? No obstante, así lo queremos creer, que alguien debe ajustar perfectamente en nuestro ideal amoroso ‒¿y es eso amar o tan sólo la cristalización de nuestra profunda egolatría que no mira en el otro más que lo que nosotros deseamos y necesitamos?‒.
Ahora bien, no va de eso la concepción platónica del amor. Cierto que somos seres faltos y carentes, como bien acierta en señalar el mito anterior, cierto que el amor, Eros, es ese impulso que nos lleva a buscar la plenitud, pero para Platón no se trata de encontrar a la otra mitad sino de alcanzar la belleza y de crear en ella. El amor es el deseo que nos impulsa hacia aquello de lo que estamos faltos y más allá de las carencias personales que nos vengan a la mente, la nota distintiva de nuestra imperfección es la mortalidad; si el amor es el deseo de aquello que estamos faltos, lo será radicalmente de la inmortalidad: si miramos cómo actúa el amor entre los seres vivos observamos que es gracias a él que las especies se conservan, que burlan un poco a la muerte; sucede así también con nosotros, somos descendencia y testamento de nuestros padres y abuelos, y en caso de que decidamos reproducirnos contribuiremos igualmente a la perpetuación del género humano.
Pero seguro que no es esa la inmortalidad que anhelamos y nadie como el filósofo para guiarnos en las cuestiones del amor: Eros nos mueve hacia la belleza, pero hay que pasar de contemplar las bellezas mundanas y corpóreas a reconocer la belleza de orden superior, la que habita el alma de las personas y se manifiesta en sus acciones; no hay que buscar engendrar sólo en el cuerpo sino también en el alma y conseguido esto, aún podemos remontar hacia una belleza más elevada, la belleza de bellezas, la Belleza por antonomasia; sólo el contacto con esta Belleza perfecta, única y eterna puede asegurar que lo que creemos por su cercanía participe en algo de la inmortalidad… para muestra Platón, quien escribió sus Diálogos por amor a la sabiduría y grabó así su nombre en la posteridad.