“el cine es capaz de observar la vida sin intervenir, con crudeza u obviedad, en su continuidad. Es ahí en donde veo la verdadera esencia poética del cine”.
Verdes algas en las aguas de Solaris, el verde sobre el que todo está puesto en El espejo, el verde de la Zona al que el Stalker se une en idilio, el verde en las paredes ruinosas de Nostalgia, un verde de pastizal que rodea la casa ideal a la que en Sacrificio se hubo de prender fuego… El fuego consume las casas y también los cuerpos, es el índice, la señal inequívoca del consumirse las vidas y las cosas humanas todas; ese elemento con el que un rebelde dios regaló a los mortales su sino aparece en pleno contraste con el agua, el agua de un planeta que es enteramente eso, el agua estancada en charcos o dentro de las casas, neblina, nieve o plena lluvia, ¡cómo llueve en las películas de Andréi Tarkovski! Las mujeres flotan en su cine y la fantasía, el sueño, la memoria y la revelación aparecen en la plenitud monocroma de su propio tempo, tiempo, he ahí el ver-de Tarkovski.
Poeta cineasta, el más afamado realizador ruso después de Serguei Eisenstein, autor de siete filmes -el número perfecto según antiguas sabidurías-, artista incomprendido y también perseguido: un severo régimen se cuidó mucho de vigilar su obra, de prohibirla e incluso logró que el artista se exiliara a raíz de estas desavenencias; a esa persecución hay que achacar las largas pausas entre una y otra creación, y a su prematura muerte el haberles puesto punto final. Pero por encima de esto, incluso de lo cabalístico que pueda ser el número y sobre todo de los signos dentro de sus obras, esas siete películas son testimonio de una búsqueda artística, de una fe en el arte y de una convicción en que el cine puede ser arte en el más alto sentido de la palabra y de pleno derecho.
Para Andréi Tarkovski el arte tiene que dar respuesta a las más hondas inquietudes humanas, o bien, señalarlas, plantear las preguntas que apuntan hacia el sentido de la existencia, que trazan el camino de esa búsqueda humana por antonomasia, la de conocerse a sí mismo. Pero no es través del lenguaje, como medio del raciocino, que el arte logra esto, sino a través de la conmoción, de una comunicación de los sentidos, las emociones y las pasiones; no la palabra, que no puede ser aliada cuando se está tras de lo inefable, sino la imagen, la imagen evoca y convoca, es portadora de una verdad que es imposible articular, ante ella no hay más que un llenarse los ojos de lágrimas, apurar un grito o un entrecortado aullido. La del cine también es una imagen, pero para Tarkovski, su esencia no es el movimiento, sino el tiempo, el tiempo que es nuestra existencia, el tiempo que somos como consciencia, como subjetividad; el cine captura y da forma a esa duración, el arte del cine es esculpir el tiempo.
Pocos cineastas son teóricos del cine, Tarkovski comenzó a escribir sobre su arte y oficio desde su primera película, La infancia de Iván (1962), y a esas notas se sumaron las que siguieron a uno y otro filmes hasta el último, y al final, esas reflexiones fueron editadas bajo el título de Esculpir el tiempo, un libro en el que Tarkovski habla de su particularísima forma de entender el cine y de hacer cine, palabras que dan cuenta de la propia búsqueda del artista y de su necesidad de explicarse al público, pues el arte puede ser muchas cosas, pero ninguna sin comunidad.
Pero más que teórico, Andréi Tarkovski era un poeta, un creador. Este Top #CineSinCortes está dedicado a su cine, a las películas que siguieron a Andrei Rublev (1966), esa cinta por la que fue galardonado con el Premio de la Prensa en Cannes en 1969, que a decir de Bergman fue la mejor que hubiera visto y que no se exhibió en la URSS hasta 1971 en una versión censurada, pero que para Tarkovski da cuenta de la relación del artista con su arte y de lo que el arte debe lograr: "un artista no puede expresar el ideal moral de su tiempo a menos que haya experimentado en carne propia todas las llagas de ese tiempo, a menos que las haya vivido y resistido"; a esa búsqueda y a ese ideal están consagrados el resto de su obra.
Se dice que después de la censura de Andrei Rublev, Tarkovski se vio obligado a filmar algo para sobrevivir y aceptó realizar la adaptación a la pantalla grande del ya consagrado libro de Stanislaw Lem, Solaris de 1961, la suya es de hecho la segunda versión fílmica del clásico de ciencia ficción y al parecer, ni él, ni su autor quedaron conformes con la película. Podríamos aducir, del lado de Andréi, algunas de sus razones, por ejemplo, su rechazo al cine como simple espectáculo o producto de consumo, o bien, el llamado que hace en las primeras líneas de Esculpir el tiempo a separar de una vez por todas literatura y cine, en aras de dotar al cine de su propia musa artística.
Sea como fuere, Tarkovski dio un giro al tradicional género de ciencia ficción para convertirlo en un drama, podríamos decir, psicológico y existencial. En este filme, el psicólogo Kris Kelvin viaja hasta la estación espacial que se encuentra frente al planeta océano Solaris para atender los casos de alucinación que se han reportado en la tripulación de la nave; al llegar, encuentra indicios de que hay más personas a bordo que las reportadas y que uno de los tripulantes se suicidó. Poco tiempo después, Kelvin se topará con Hari, su esposa muerta, quien resulta ser una creación hecha por Solaris a partir de sus recuerdos. Así, el viaje al espacio exterior se convierte en un viaje hacia los fondos de sí mismo, a la confrontación con los propios fantasmas, los deseos y los anhelos, los cuales terminan por confluir en esa agua planetaria que es pura memoria interestelar.
El tiempo vivido es tiempo de la memoria y es el único que poseemos en plenitud, pues el presente es una vorágine que se nos escapa siempre hacia atrás mientras el futuro nunca es, pues si acontece lo hace siempre en esa vorágine del presente. De ese tiempo propio, del pasado y recuerdos propios del cineasta está hecho El espejo. El recurso usual del cine para mirar al pasado es el flashback, pero en el caso de Tarkovski el pasado y sus imágenes tienen vida propia, son la vida misma, de ahí la aparente confusión con los tiempos que el filme transcurre; tener en cuenta los índices de la monocromía y policromía a veces no alcanza para señalar qué cosas pertenecen al ayer, pues incluso la distancia se borra entre ellas y lo onírico, son precisamente los reflejos recíprocos del espejo. En el filme, la misma actriz hace de madre y esposa del protagonista, el mismo niño actúa como él y como su hijo, es el mismo el actor que hace de su padre y de sí mismo las pocas veces que aparece, todos reflejos del espejo, de ese portal que aguarda la otra cara del presente, que es tanto la memoria como la imaginación. Los versos recitados en la película son del padre de Andréi, Arsieni Tarkovski, poeta que fue medianamente famoso, y su madre es la anciana que aparece al final del filme.
En su libro Tarkovski señala “Creo que es siempre a través de una crisis espiritual que uno se cura. Una crisis espiritual es el intento de encontrarse uno mismo y de adquirir una nueva fe”. Stalker es precisamente eso: una cuestión de fe. El Stalker es un hombre que guía a otros a la Zona, a hombres que han perdido la ilusión y la esperanza para que en ese lugar se encuentren consigo mismos, pero esto puede tener por precio la cordura o la vida misma. En el filme acompañamos la excursión que toman un escritor y un científico hacia este lugar, ante el que se muestran escépticos y recelosos de las indicaciones que les da su guía; esos personajes bien podrían cristalizar la racionalidad del presente y su temor a entrar a aquella habitación que concede los más profundos deseos, el rechazo de nuestra época a mirar hacia sí misma. El fiasco de aquella jornada se disuelve ante la fe del Stalker, quien a pesar del quebranto y la desesperación, cuenta con el amor de su mujer y el amuleto que es su hija.
La cinta, al igual que Solaris, está basada en un relato de ciencia ficción: Picnic al lado de la vera de los hermanos Arkadi y Borís Strugatski, quienes de hecho colaboraron en el guion del filme junto a Tarkovski. La música es electrónica, cosa curiosa, pues para el cineasta este tipo de música comunicaba de forma pura los sonidos de la naturaleza. También se recitan poesías de Arsieni Tarkovski y además de Fiódor Tiúchev. Pero lo que más destaca de este filme es que en él Andréi buscó que el tiempo y el paso del tiempo se revelasen en cada toma, de hacer justicia a sus convicciones artísticas.
La primera película hecha en el exilio, en Italia, aunque bajo vigilancia soviética. En Nostalgia el poeta ruso, Andréi Gorchakov, viaja en compañía de una traductora italiana a la Toscana para indagar sobre la estancia de un músico compatriota suyo, que en el siglo XVIII tras su estadía en aquel país, al regresar a su natal Rusia se quitó la vida. Gorchakov es un hombre atormentado e indiferente del mundo que lo rodea, incluso se abstiene de entrar a mirar la Madonna del Parto de Piero della Francesca al convento donde él había solicitado ir. Para su acompañante, Eugenia, el poeta representa una conquista perdida, en tanto él sólo muestra interés por el loco Domenico, un hombre que temeroso de un cataclismo mundial, se encerró por años junto a su familia. Nostalgia no es sólo eso, la añoranza de la matria que el cineasta comparte con el músico y el poeta de la ficción, es también un viaje de autoconocimiento en el que Gorchakov se reconoce en Domenico y logra realizar aquella pequeña hazaña de fe que éste le encomendara: atravesar con una vela encendida las aguas del Bagno Vignoni. En el cine de Tarkovski, las imágenes desplazan al lenguaje como portadoras de sentido y sea quizás la secuencia final de este filme la de mayor potencia poética de toda su obra, por lo que se señala a esta como su obra maestra.
Igual que sucede con el poeta de Nostalgia, Andréi dejó en su obra hasta el último de sus alientos: Sacrificio fue rodada en Suecia y la edición del filme la llevó a cabo ya internado en el hospital. Exiliado y desahuciado por un cáncer de pulmón, la última dicha del creador que no pudo regresar a su país fue la de recibir a su hijo en su lecho de muerte. Es a él a quien Tarkovski dedica este último filme, en el que un padre que no tiene más adoración que la que siente hacia su hijo, de cara al fin del mundo, lo ofrece a él para que dios -si es que lo hay- salve al mundo. Fe, salvación y sacrificio, preocupaciones humanas, sin importar las ropas que han llevado con el paso de los tiempos, y en tanto que asunto humano, asunto del arte: “El artista es siempre un servidor perpetuamente en deuda por el don que le fue dado como un milagro. El hombre moderno, sin embargo, no quiere hacer ningún sacrificio, aun cuando la verdadera afirmación del ‘yo’ sólo puede ser expresada a través del sacrificio”. Alexander, aquel padre y actor que dejó de comprender el sentido del lenguaje, lo incendia todo en un acto reprendido como locura, pero que es en realidad el ofrecimiento necesario para acceder a la otra verdad, a la que precede al lenguaje, la orilla que roza el arte y que en el cine de Andréi Tarkovski pone a arder la realidad al contacto con su imagen: el tiempo.