“Renuncia a la idea del otro mundo, no lo hay, pero no renuncies al placer de ser feliz y de hacer la felicidad en este. Esta es la única manera que te ofrece la naturaleza para duplicar o extender tu existencia. Amigo mío, la voluptuosidad siempre fue el más querido de mis bienes, le he ofrecido incienso toda mi vida, y quiero terminarla en sus brazos.”
Divino o maldito, libertino o liberto, crítico o perfecto hombre de su tiempo, Donatien Alphonse François de Sade, mejor conocido como Marqués de Sade, ha pasado a la historia como el voluptuoso y perverso por excelencia, gurú de todos los excesos, principalmente de la lujuria. Sus lúbricas novelas fueron censuradas en su tiempo, él mismo estuvo en prisión durante años y sólo por el favor de algunos adeptos se ha rescatado su obra de las oscuras fauces de la censura; esos discípulos, con el paso de los años ‒los poco más de 200 que nos separan de la muerte de El divino marqués‒ han pasado de confesar su afición con cierto rubor trémulo a declararse con orgullo y sin vergüenza sus semejantes.
Desde el inconfeso Gustave Flaubert, pasando por el rescatista Guillaume Apollinaire, cultivado con desmesura por Breton y los surrealistas, hasta llegar a la crítica filosófico-literaria de Maurice Blanchot ‒quien hiciera un estudio comparado entre Sade y otro maldito, el conde de Lautréamont‒, de Pierre Klosowski ‒autor del potente Sade mi prójimo‒ y de Georges Bataille, el pensador por excelencia del erotismo, quien dedicó un especial lugar al marqués a lo largo de su obra. A ellos debemos el carácter del personaje que ha llegado hasta nuestros días, ese Sade, fornicador locuaz, encarnación misma del demonio, subyugador de cuerpos, del bien y la moral, reaccionario del sistema que enseña a practicar el mal y buscar el placer, un apologeta del egoísmo y la maldad, su perfecta fotografía.
Por supuesto, un vistazo en la biografía de Sade sería suficiente para confirmar los cargos. Donatien nació en el seno de una familia aristócrata, recibió una educación ejemplar y desde joven, además de cultivar las fragantes flores de la cultura, se entregó a los excesos de la vida libertina. Fue obligado a casarse porque sus padres estaban al borde de la ruina y como se puede esperar, no sentía una particular afición hacia su esposa, como sí hacia otras mujeres, entre las que se contaba su cuñada. Se dice que aquella mítica orgia orquestada por Sade, en la que varias prostitutas terminaron intoxicadas, fue la excusa perfecta para escapar con su cuñada al tiempo que evadía a la ley; esta sería también la razón por la que fuera encarcelado: su suegra, de los Montreuil, agraviada por el escandaloso romance con su otra hija, hizo cuanto pudo hasta lograr encerrarlo, eso, un despecho por haber atentado contra las santas apariencias más que la bacanal o la intoxicación de las muchachas ‒cargo del que, por cierto, fue encontrado inocente‒.
Es escandaloso pensar que la vida que llevaba Sade era escandalosa, en realidad y como bien se constata en sus obras, la tiranía aristocrática tenía esa otra cara sádica ‒que a él debe el nombre‒: al sometimiento en la esfera pública de todas las voluntades al poder de los soberanos correspondía un sadismo que en la esfera de lo privado, detrás de las grandes puertas de palacios, conventos y monasterios, sometía los cuerpos también a la violencia, pero de un erotismo dejado a su propia voracidad, saltimbanqui entre el dolor y el placer, destructor de todos los límites puestos por la moral y fiel escucha del llamado de la naturaleza.
A Sade no lo encerraron por su alma y vida corrompidas, por un supuesto escándalo moral, sino por desafiar a la aristocracia de la que provenía, por pasársela literal y figuradamente por donde mejor le cupo. Si atendemos a este hecho, aquel personaje de ficción que nos han heredado, un Marqués de Sade que se refleja en los mismos demonios de sus obras: De Curval y Blangis de Los 120 días de Sodoma o Saint Fond, verdugo implacable de Juliette; éste parece no ser del todo el caso. Sade escribió estas novelas en prisión, son hijas de una desazón, la de constatar, como subrayan los subtítulos de Justine y Juliette, que en el mundo la virtud sufre los más diversos infortunios y es víctima de las más atroces vejaciones, en tanto que el vicio rampante suele salir airoso e impune de todos sus crímenes; la apología del placer y de vicio hay que reconocerlas en otra parte, pues en lo que atañe a esa horda de aristócratas y también burgueses lujuriosos, lo que habría que reconocer es una franca crítica a su hipocresía doblemoralina, esa misma sociedad prohibió sus obras porque no soportaba el descarnado y fascinante retrato, prolijo en detalles, que ofrecían de su sadismo.
La filosofía hay que buscarla en otro lado, en el tocador o en la alcoba de Mme. Delbène (primera amante y mentora de Juliette), o en el lecho del moribundo que dialoga con el sacerdote. Allí, el escupitajo en la cara de la sociedad –tanto la aristócrata como después la burguesa‒ es apenas la antesala de un grito que abjura de dios, esa quimera por la que el hombre se ha sometido a sí mismo al más violento sadismo: negar la naturaleza de sus pasiones, ir contra ellas y por tanto contra sí mismo, minándose por la contrariedad, sofocando su propia vida, errando su única existencia. Si hay en Sade una apología del placer y del vicio hay que entenderlos fuera de un maniqueísmo que confronta a dios con el demonio, se trata de salir de esa dualidad complementaria del bien y del mal de la que se sirve la moral para construir todas sus arbitrarias normas y escalas de valor; renegar de dios no es ir a ampararse en el diablo, su perfecto aliado, es desenmascarar la gratuidad de esos dos inventos, desoír el perverso adoctrinamiento de la moral y atender las voces de la naturaleza que hablan a la conciencia, que la despiertan en el contacto con el mundo y le muestran que no vive de otra forma que como cuerpo, que es ahí donde hay que buscar y cultivar el placer de vivir.
Sade pasó 27 años en la cárcel, de los cuales 14 se los debió a su suegra ‒y al Antiguo Régimen‒, de 1774 a 1791, poco después de la Revolución francesa, y luego, otra vez, de 1801 hasta su muerte, en 1814. Asienta Guillaume Apollinaire, aquel maldito poeta, en La obra del marqués de Sade (1909), que mientras éste se encontraba prisionero en La Bastilla, al escuchar de fuera el murmullo de la gente que aún se debatía entre tomar o no las armas contra la corona, comenzó a hablarles a través de un tubo de cañería y los exhortó a acabar con esos sádicos represores del pueblo, ‒¡Sade fue también un instigador revolucionario!‒. Una vez derrocado el Antiguo Régimen, Sade se enroló en las filas de los republicanos y escribió vivaces líneas en las que defendía el ideal revolucionario de ¡Libertad, igualdad y fraternidad! Quienes no han visto en él más que a un perfecto aristócrata de su tiempo, libertino y egoísta, señalan que esos pronunciamientos los hizo por conveniencia, para no ser guillotinado como otros de la nobleza o el clero; lo cierto es que tampoco cupo en el nuevo régimen, quien lo encerró tras las rejas de un manicomio.
Los infortunios de Sade no fueron y no son los de la virtud, pero tampoco los del vicio, sino los del genio que una época sofoca cual víctima sacrificial para asegurar una paz y un orden hipócritas, y que otra época, incluida la nuestra, cree recuperar como apologeta de la desmesura y de la “libertad sexual” o el “libertinaje”, lo mismo da: se nos pierde en la inmoralidad un pronunciamiento que era más bien amoral, no demoniaco sino ateo, una oda amorosa al cuerpo y a la vida, al placer de existir.