“Si existe un poder oscuro que, traicionero, enhebre su hilo dentro de nosotros y nos arrastre por un camino pernicioso que nunca habríamos emprendido…, si existe un poder así, tiene que formarse dentro de nosotros, tiene incluso que transformarse en nosotros mismos, pues sólo así creemos en él y le ofrecemos el espacio que necesita para llevar a cabo su misteriosa obra”.
De Ernest Theodor Amadeus Hoffmann a Alexandre Dumas, y de Dumas a Piotr Ilich Tchaikovsky una historia de la literatura infantil pasó a convertirse en uno de los clásicos del ballet y de la Navidad: El cascanueces. La historia original fue publicada por E. T. A. Hoffmann en 1816 bajo el título de El cascanueces y el rey de los ratones y la adaptación que hizo Tchaikovsky se basó en la versión de Dumas de este cuento sobre aquel gallardo joven convertido en cascanueces por un hechizo, la batalla librada entre el ejército de ratones y el de juguetes debajo del árbol de Navidad, y la feliz unión de Marie con su príncipe en el palacio de mazapán.
También de Hoffmann al Romanticismo alemán y de ahí a los análisis de Heine, Freud y Todorov sobre lo siniestro se traza un camino, ni más ni menos. No debe asombrar que el autor de un clásico navideño sea a su vez el principal referente de lo siniestro en la literatura, la cuestión es en realidad que aquel cuento nos ha llegado bastante reducido en fantasmagoría, de cierto halo de terror. La fantasía, término utilizado de ordinario para referir a un feliz mundo mágico e infantil, tiene en realidad un sentido más amplio, es todo aquello que proviene de la imaginación, de esa facultad mental tan distinta al raciocinio que incluso son consideradas opuestas: por un lado, está la imaginación y lo fantástico, y por otro, la razón y la realidad. He ahí el meollo de la cuestión.
Precisamente, es a partir de esta oposición que suele caracterizarse al Romanticismo, la corriente artística que erigió sus valores contra el Clasicismo ilustrado, en él pasamos del reino de la luz de la razón, la verdad y la belleza al oscuro imperio de la imaginación, la fantasía y todo un catálogo de afectos, pulsiones, sentimientos y emociones, eso otro que no es racional. El amplio espectro de cosas que salen de las miras de la razón nos impide despachar la cuestión en términos maniqueos: el camino va de la belleza a lo sublime, y de lo sublime a lo siniestro, esto es, del ojo que se recrea ante la perfección al que se ve excedido ante la inmensidad del caos, y de ahí, al ojo que se extravía y sale de órbita ante su propio reflejo.
La oscuridad es la noche, pero también la sombra, la de las cosas y la nuestra propia. El miedo, el terror y el horror, tan comúnmente asociados a una amenaza exterior, a algo o alguien diferente del propio sujeto, se retroyectan hacia dentro en lo siniestro: el anverso de la razón y el orden en lo anímico, de forma radical, son el caos de la locura y el desvarío, el obligado extrañamiento de quien reconoce en sí mismo a eso o ese otro que lo amenaza y tortura, un abismo que emerge desde el fondo y quiebra las fronteras de la conciencia y la cordura, que termina por hacer indistinguibles la fantasía y la realidad.
Nocturno: lo que es de la noche o en ella transcurre, como algunas fiestas, por esta razón se llaman nocturnos a esas piezas musicales escritas para piano que solían tocarse en los salones cuando los convidados se reunían de noche; en principio, estas composiciones no evocan necesariamente la oscuridad ‒como los del romántico Chopin‒ sino que son alegres y hasta vivaces. Jurista, pintor, dibujante y músico antes que escritor, el alemán Hoffmann publicó en 1817 sus Nocturnos, una compilación de cuentos que son un referente obligado del romanticismo negro y de los cuales Sigmund Freud partió en su famoso texto Lo siniestro de 1919, pues encontró en aquellas historias el meollo mismo del asunto; esto resulta particularmente interesante de cara a la sentencia goethiana de que calificar la obra de los románticos no era cosa de críticos, sino de médicos, Goethe mismo creó el mito del fantasmagórico Hoffmann que ensombreció la recepción de la obra de este escritor romántico en vida –y a lo que hay que sumar que comenzó a escribir en sus últimos años‒.
En lo siniestro tiene lugar un desgarramiento al interior del individuo, pero esto puede acontecer de diversas formas: interiorización del horror por obra de un ominoso inconsciente o un monstruoso desdoblamiento del yo. En los Nocturnos de Hoffmann, lo primero sucede en El hombre de la arena, y lo segundo, en Ignaz Denner (si bien, es en su novela Los elixires del diablo de 1815 donde la premisa del doppelgänger, el doble fantasmal, es llevada con toda fatalidad).
El hombre de la arena comienza con tres misivas: una de Natanael, el protagonista, a su amigo Lothar; otra de Clara, hermana de Lothar y prometida de Natanael, a éste; y la última, de Natanael a Lothar nuevamente. Por esta correspondencia sabemos que el joven estudiante Natanael vive turbado por la reaparición de un personaje de sus pesadillas de infancia: el hombre de la arena, con el que su madre le infundía miedo para que se acostara temprano, quien resultó ser el viejo abogado Coppelius que se reunía con su padre algunas noches, involucrado de hecho con la extraña y terrible muerte de su progenitor y a quien Natanael no veía desde entonces; ese hombre de la arena se le ha vuelto a aparecer ahora bajo el disfraz de un vendedor de barómetros llamado Giuseppe Coppola.
Es Hoffmann mismo quien retoma la historia en este punto y nos explica cómo se han conocido Natanael y los hermanos Lothar y Clara, cómo nació el amor entre Clara y Natanael, cómo son los caracteres de cada uno, por qué Natanael está estudiando fuera y su desventurado final. Algo se quiebra dentro de sí mismo catalizado por la visión de Coppola, a partir de ese momento no importa qué tanto se esfuercen sus amigos o él mismo por entrar en razón: el límite entre realidad y fantasía está franqueado, incluso en sus recuerdos de infancia es imposible decir qué fue verdad y qué fue obra de su imaginación; la lectura misma de los hechos que se agolpan después del incidente con Spalanzani, su profesor de física, cuando el hombre de la arena ha sustraído los ojos de la autómata Olimpia, se tambalea entre la realidad y la imaginación. Lo cierto es que Natanael pierde sus ojos, es decir, su razón, por la visión del hombre de la arena; descentrado, pero girando sobre sí mismo ‒pues todo lo que ve no es otra cosa que la proyección de su hondo inconsciente‒ terminará con la cabeza hecha añicos, literal y metafóricamente.
En Ignaz Denner, el doble fantasmal ‒al que ya remite la dupla Coppelius/Coppola en El hombre de la arena‒ adquiere protagonismo. Denner se aparece un buen día en la casa de la familia Revierjäger, formada por Andrés, cazador personal del conde Von Vach, su esposa Giorgina, quien cayó enferma después de dar a luz a su primer hijo y este pequeño. El misterioso hombre ofrece varios ducados al matrimonio al notar que viven en la miseria y además cura con un misterioso brebaje rojo a Giorgina; como pago por estos favores, pedirá asilo ocasional a los Revierjäger, que guarden una caja suya y hasta que le den a su hijo. Este misterioso Ignaz Denner, según se nos cuenta, es hijo del Doctor Trabacchio, un hombre que asesinaba a sus infantes hijos y preparaba medicinas con su sangre, de los cuales sólo salvó a Ignaz.
Debido a la comprometedora relación entre Andrés y Denner, el cazador será inculpado de formar parte de la banda de malandros de Ignaz, quienes irrumpieron en la propiedad del conde Von Vach, lo asaltaron y asesinaron. Ambos se librarán de sus condenas a muerte, Andrés por el favor de un comerciante, mientras que Denner logra escapar. Tiempo después volverán a encontrarse, Denner confesará ser el padre de Giorgina y al colarse de nuevo en casa de los Revierjäger, raptará a su hijo. Al salir en su búsqueda, Andrés encuentra a Denner y al mismísimo Trabacchio en el momento preciso en el que están por abrir el pecho de su hijo, entonces dispara hacia ellos y el Doctor Trabacchio se esfuma. Ese fantasmal Doctor Trabacchio, presunto padre de Denner, es realidad su propia sombra, la identidad que cobra el siniestro mundo interior del sujeto, perpetrador de infames crímenes y bajezas, quien al manifestarse franquea también el límite entre la realidad y la fantasía.