Por: Arody Rangel

Oscar Wilde, esteta y dandi

“En cuanto a ser envenenado por un libro, no existe semejante cosa. El arte no tiene influencia sobre la acción. Aniquila el deseo de actuar. Es magníficamente estéril. Los libros que el mundo llama inmorales son libros que muestran al mundo su propia vergüenza. Eso es todo”.

El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde

Dublinés, hijo de un médico y de una militante socialista. Joven prodigio, fue educado hasta los 8 años en casa y durante su vida académica –estudió en las mejores escuelas de su época- destacó en prestigiosos certámenes y en las más exigentes pruebas. Amante de las letras, cultivó a los clásicos grecolatinos al igual que las lenguas francesa y alemana. Publicó poesía, cuento, ensayo, una novela, pero la fama y el reconocimiento que tuvo en vida se lo debió sobre todo al teatro: sus obras se presentaban en los mejores recintos y él se codeaba con la aristocracia de la época. Desde joven adoptó su propio estilo de vestir, extravagante y discorde con la etiqueta del momento, pero consecuente con su temperamento cáustico, ingeniosa ironía y elocuente encanto.

Esteta por donde se lo mirase, Oscar Wilde personificaba el ideal artístico que profesaba: su personalidad, su atavío, sus costumbres, su obra… Incluso viajó a Estados Unidos para dictar conferencias sobre esteticismo, el ideario artístico al que estaba adscrito, el cual continuaba la sentencia de la bohemia francesa de “l’art pour l’art” y defendía la inutilidad del arte en una época en que la producción fabril era ya el paradigma de la riqueza y del sentido de la vida humana; a través del arte, el artista hace posible para los otros experimentar emociones que de otra forma no les serían accesibles y esto no está cifrado en una lógica mercantil o al servicio de un interés práctico, ni siquiera moral, el arte es amoral. Aquí y allá, en la obra de Wilde resuenan ecos de estas convicciones, son testamento de ese ideal estético y de una vida consagrada al ideal.

Sin embargo, el genio de Wilde fue eclipsado en un momento cumbre de su carrera: La importancia de llamarse Ernesto, dramaturgia de 1895 se presentaba con éxito en el teatro y hacía unos años su debut novelístico, El retrato de Dorian Gray (1890), había causado revuelo entre la crítica. En ambas historias hay un mordaz señalamiento a la sociedad victoriana de la época y una apuesta vital contraria del todo a sus valores hipócritas y faltos de vitalidad. No obstante, de Wilde, lo más conocido es el escándalo: el marqués Queensberry, padre de lord Alfred Douglas Bosie, con quien Oscar mantenía un romance, se oponía en absoluto a la relación y acosaba constantemente al escritor; un día dejó para él una nota en la que lo señalaba como sodomita, confiado en su reputación y empujado por Bosie, Wilde demandó a Queensberry por difamación, pero aunque ganó aquel primer juicio, fue llamado a comparecer en dos litigios en los que la defensa de del marqués había recolectado pruebas y testimonios contundentes para probar que Sir Oscar Wilde era culpable del inmoral delito de homosexualidad. Aquella sociedad que el poeta criticara en su propia cara en el teatro lo hizo pagar con dos años de trabajos forzados en prisión por su falta a la moral victoriana.

Lo destruyeron. En prisión escribió la extensa misiva De profundis y los versos La balada de la cárcel de Reading, pero después nada más. Tan pronto como dejó la cárcel, Wilde se reunió con Bosie, vivieron juntos algunos meses y tuvieron que separarse por la presión de sus familias. Oscar se mudó a París, entregado a una vida decadente con apenas lo suficiente para emular su anterior exquisitez, languideciendo de a poco por una meningitis, el hombre que otrora señalara ante un oficial de aduana que no tenía nada qué declarar salvo su talento, hacia el final de sus días confesó que estaba muriendo por encima de sus posibilidades.

En la actualidad, el hombre del clavel verde es uno de los íconos y mártires del movimiento LGBT+; de entre su obra suelen destacarse los cuentos, algunas dramaturgias y aquella única novela, pero casi no se hace hincapié en sus ideas estéticas. A 166 años de su nacimiento (16 de octubre de 1854), dedicamos este Librero a rastrear las convicciones artísticas de Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray; esta novela, pero sobre todo su protagonista, son referentes de la denominada cultura popular, sin embargo, la famosa maldición de Gray ha logrado opacar el ideario estético y la crítica cultural que el autor vertió en sus páginas.


El falso pacto con el diablo

A pesar de que la creencia común señala que Dorian Gray hizo un pacto con el diablo para lograr que su pintura envejeciera en lugar suyo y que en ella hicieran mella las marcas del vicio y el pecado, en realidad Wilde ni siquiera insinúa que una cosa así tuviera lugar, de hecho, no hay ninguna explicación de cómo Gray y la pintura trocaron posiciones de esa manera. Sucede solamente esto: en casa de su amigo, el pintor Basil, Gray conoce a Lord Henry Wotton, un aristócrata amigo de Basil de humor incisivo e ideas subversivas, quien lo hace notar y lamentar que el cuadro que Basil está pintando -una verdadera obra maestra- conservará la belleza y juventud que a él le arrebatará el paso del tiempo; afectado gravemente por caer en cuenta de esto, Dorian lanza el arrebatado lamento:


"Tengo celos de todo aquello cuya belleza no muere. Tengo celos de mi retrato. ¿Por qué ha de conservar lo que yo voy a perder? Cada momento que pasa me quita algo para dárselo a él. ¡Ah, si fuese al revés! ¡Si el cuadro pudiera cambiar y ser yo siempre como ahora! ¿Para qué lo has pintado? Se burlará de mí algún día, ¡se burlará despiadadamente!"


Pasará un tiempo considerable antes de que Gray descubra que este intenso deseo se volvió realidad: luego de aquel primer encuentro con Lord Henry, Dorian se alejará de Basil y se avendrá mejor con Wotton, quien maravillado tanto de su belleza como de la maleabilidad de su carácter, lo instruirá en sus ideas hedonistas; no será hasta después de su primera decepción amorosa y de que actúe como un verdadero patán con la joven actriz Sibyl Vane, de quien estaba enamorado, que note el primer cambio en el cuadro, la mueca inefable de su indolencia. Ahora bien, si esta novela es o no una fábula sobre la vanidad, el vicio y el pecado es algo que trataremos a continuación.


El arte y el artista

El prólogo que Wilde escribió para la novela lanza una alerta sobre la lectura en clave moralina y señala que “No existen libros morales o inmorales. Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo”. Asimismo, advierte que, en todo caso, es el lector quien se encuentra a sí mismo en el texto y que en esto no hay un propósito moral ni morboso de parte del artista, eso sería un “imperdonable amaneramiento de estilo”. De modo que hemos de cuidarnos de despachar esta historia en clave de aleccionamiento moral, pero entonces, ¿qué es lo que está puesto en escena?

Pues bien, en esta historia hay un artista, el pintor Basil Hallward, y lo que le sucedió a este hombre fue que un día se encontró cara a cara con la belleza en persona, un joven Adonis que dotó de vitalidad sus lienzos. Modelo e inspiración, el joven Dorian Gray ejercía en él un arrebato e influjo tales que la relación entre ambos se ha interpretado como un amor homosexual, con todo, lo cierto es que gracias a Gray, Basil pinta su gran obra maestra, aquel cuadro que por la sola voluntad de Dorian terminará por convertirse en el nefasto retrato de su alma decadente. Entre los crímenes que Gray irá acumulando en su bajada en picada hasta el oscuro abismo de sí mismo, está el asesinato del artista: después de obligarlo a ver la putridez de su alma en el cuadro, lo apuñala en un acceso de odio por creerlo responsable de su atroz destino. Pasado un tiempo, Gray le insinúa a Henry que él podría haber asesinado al desaparecido Basil, a lo que Wotton, burlón, le responde que alguien como él no podría cometer un acto tan vulgar, pero que en caso de que fuera cierto, Hallward habría tenido un final verdaderamente romántico: ser asesinado por la encarnación misma de su ideal de belleza, del único motivo realmente artístico que tuvo su producción pictórica. Ese romanticismo se hará eco cuando Gray, el prototipo por excelencia de la época, como lo denomina Wotton, al tratar de terminar con la maldición que lo une al cuadro, acabe en realidad consigo mismo.


Hallward, Wotton y Gray, los otros de Wilde

Los personajes principales de la novela encarnan los ideales del escritor, es en ellos, en sus caracteres, discursos y acciones donde hay que identificar las venas de la narración. Presumiblemente, Oscar declaró en una carta: “Basil Hallward es lo que creo que soy; Lord Henry lo que el mundo piensa de mí; Dorian lo que me gustaría ser en otras edades, tal vez”.

Hallward representa al verdadero artista, un hombre insignificante en sí mismo pero capaz de verter en su arte la belleza, entregado a su ideal, convencido de que no hay nada que el arte no pueda expresar. Por su parte, el aristócrata Wotton, es un dandi del discurso, entregado a placeres refinados pero crítico de la hipocresía de la sociedad en la que está inmerso, un hombre que teje encantadores excursos sobre el hedonismo y la voluptuosidad pero que se cuida bien de que, con todo, sus escandalosas extravagancias quepan dentro de la misma sociedad que tanto se empeña en vituperar. Y Gray, un hombre de encanto innato y suma belleza, refinado e irresistible, quien, llegado un punto, puede entregarse sin mácula a todos los placeres posibles, incurrir en terribles delitos, experimentar sin consecuencias, erigirse en referente de la moda entre los caballeros y consultor del buen gusto entre las damas, es el dandi que ha llevado algo más lejos la premisa hedonista de la búsqueda del placer y la felicidad. Sí, Wilde era todos, esteta y dandi, creyente ferviente de la vida y la belleza.