Con el mundo en la palma de la mano a través de nuestro teléfono móvil, podemos tener acceso al acontecer político, deportivo, social y cultural. Por el lado de la información, todo está bien, tenemos derecho a estar informados, sin embargo, hay un virus que nos invade y se apodera de nosotros: el de volvernos críticos acérrimos de todo cuanto se encuentre en un posteo de Twitter, Facebook o Instagram. Desde el black mirror podemos hacer fortísimos y severos juicios respecto —por ejemplo— a religión, feminismo, política o arte.
Este último es quizá la cúspide del esnobismo digital. Tomando como referencia las artes plásticas contemporáneas, cada que una obra es montada en espacios varios las redes sociales se vuelven escenario de batallas campales en las que los “eruditos” defienden a capa y espada lo que para los “incultos” es un mal chiste ocupando un espacio.
Pero ¿cómo discernimos entre lo bello y lo feo?, ¿quién dictamina qué es una u otra cosa? En medio de las controversias que generan la “invasión” del arte callejero sobre murales hechos por artistas gráficos; obras destruidas —literal y figurativamente— por la crítica; y el surgimiento de plataformas que sirven para exponer el arte de y para las altas esferas, no estaría de más preguntarnos quién dice qué es arte y qué no lo es. Para revelarnos un poco más acerca del lugar que ocupa la fealdad en el mundo del arte en nuestra actualidad, nadie mejor que el filósofo y escritor italiano Umberto Eco quien, por cierto, este 19 de febrero cumple cuatro años de haber fallecido. Algunas de las estructuras para el encasillamiento de lo bello y lo feo descritas por Eco en su Historia de la fealdad (2007), son las siguientes:
Tal vez quede claro que el arte es siempre elitista, pensado para ser comprendido y apreciado. Esta facilidad de aceptación del arte no es gratuita ni mucho menos espontánea. Pues responde a ciertas inquietudes que son aprendidas de manera ya sea formal o de la mano del grupo al que se pertenece. Ya sea a nivel cultural, político o social, lo cierto es que estos pensamientos corresponden a un tiempo y espacio y obedecen a la perspectiva de quienes infunden esos parámetros, casi siempre labor de los mismos artistas y de los filósofos, por lo tanto, cualquier tipo de estas construcciones evolucionan a través del tiempo.
Como construcción cultural, podemos asegurar que la percepción de fealdad está delimitada incluso por la geografía; lo que para el mundo occidental y el hombre blanco puede parecer feo, para alguien de una tribu africana puede parecer hermoso. Lo que para unas regiones es arte sacro, para otras puede ser hasta ofensivo, por ejemplo.
Como construcción política y social, la fealdad como tal puede dejar de existir y mutar en belleza con los medios suficientes: el dinero. Dicho en otras palabras, Eco explica que lo que carece de belleza puede ser adornado con lo que el dinero pueda comprar, puede ser una pierna para un tullido, una mujer bella para un hombre feo o una corona de piedras preciosas para un calvo, pues al fin el dinero hace eso, volver las carencias objetos de valor.
Al mismo paso que aquello que puede comprar el dinero puede volcarse en belleza, está la fealdad del cuerpo humano. No es novedad que los estándares de belleza apelen a un prototipo específico que es impuesto por quién domina. Es feo lo que no se asemeja a lo que se dicta. El perfil griego, que pocos pueden presumir poseer fue cambiando según la época también; la voluptuosidad de las mujeres es siempre tema cuestionable; la piel oscura que muchos repudian, para otros lo que es tan negro como la brea es más bello; para la cultura oriental el estándar del occidental dominante puede no ser tan atractivo; para la antigüedad, los monarcas cuyos rostros fueron inmortalizados por grandes pintores, pueden estar llenos de deformidades, sin embargo, el estatus quo señalaba esos defectos como virtudes: una nariz grande y ancha, una quijada chueca, una frente muy amplia, u ojos asimétricos no eran más que rasgos que si resaltaban, podían ser aminorados en un retrato. En conclusión y tras citar a Karl Marx, Eco comparte que la fealdad no es de un individuo. No hay personas feas o bellas, en sí mismas, lo que un día es feo, puede ser reconsiderado por ciertos valores o apreciaciones siempre cambiantes.
“Lo bello es feo y feo es bello…” Si esa sentencia de Macbeth es cierta habría que discernir entre la fealdad natural, la espiritual y la artística. En ésta última, que es la que nos atañe a principio del texto, sí existen los dos contrapuntos: entiéndase como belleza lo que es agradable a la vista y como feo sinónimo no sólo de grotesco o desagradable, sino de lo mezquino, lo banal o lo vulgar. Sin dejar de considerar que las representaciones feas de algo no quieren decir que ese algo sea feo y viceversa –no ahondaremos en las corrientes que realizan este tipo de representaciones como el vanguardismo, lo kitsch o lo camp–, al fin y al cabo, las aristas que determinan lo feo y lo bello siempre están en constante rotación.