El joven de Montreal entró en la librería buscando un libro de poesía, su vocación. Su instinto lo llevó hacia el estante donde eligió un tomo que para él emitía un fulgor especial entre el resto. El libro se titulaba Diván del Tamarit, un poemario de Federico García Lorca que marcaría definitivamente la vida y obra de aquel muchacho que aún desconocía su futuro brillante como escritor, compositor y cantante de culto y, ante todo, como poeta del desasosiego, su futuro como Leonard Cohen.
Muchas décadas después, Cohen habló de este encuentro con esa poesía que le guiaría a encontrar su propia voz, durante su emotivo discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras donde también dijo que “la poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista”.
No se consideraba ningún conquistador, pero su vasta obra nos deja una impresión distinta. Para cuando tuvo veintitantos años, Cohen ya era un poeta y novelista consumado con varias publicaciones. A los treinta años, un poco cansado de lo mal pagado de ser escritor, otro poco por su perpetua ansia de transformarse, utilizó estos planos literarios para crear una música que parecía ser obra de un artista ya establecido.
Su carrera abarca medio siglo, y en cada década parece haber encontrado la forma de reinventarse a sí mismo: después de ser escritor y poeta en la década de los 50, músico en los años 60, se le consideró obsoleto en los años 70, pero resurgió como una figura de culto en los años 80, y en los 90 se convirtió en monje budista. Como compositor, pocos pueden alcanzar la sorprendente intensidad de sus letras, hechas a base de un fervor espiritual que eleva temas tan comunes como el amor y el sexo a un nivel sobrenatural. Esas canciones intensamente personales que exploran temas de amor, fe, muerte y anhelo filosófico lo convirtieron en el artista de la búsqueda incansable por excelencia.
En el mismo discurso por el Premio Príncipe de Asturias, en lugar de hablar sobre su proceso creativo, sus numerosos éxitos, todos sus legendarios amores, Leonard Cohen dio gracias a las personas que le dieron raíces a su arte. Primero, profundamente, al García Lorca que halló en su Diván del Tamarit; luego, al muchacho español que cuando joven le enseñó sus primeros acordes, la base de toda su música. Así de simple, así de íntimo y hondo, como su obra entera.
Este mes en el que se cumple un tercer año de su partida a la inmortalidad, simplemente nos proponemos enlistar —arbitrariamente y de acuerdo con el egoísmo de quien escribe— un puño mínimo de canciones y un poco de los lazos que sostienen con este hombre que sobre todo persiguió la belleza, y fue antorcha de quien lo escuchó detenidamente en el camino.
“Now so long, Marianne, it’s time that we began / to laugh and cry and cry and laugh about it all again”
Desde su primer disco, Songs of Leonard Cohen (1967), Cohen se presentó al mundo con sus canciones profundamente personales. En plena efervescencia de la psicodelia y el rock, él ofrecía una desnudez instrumental y una apertura estremecedora para hablar de la pérdida y la búsqueda de cualquier gracia salvadora incluyendo a la religión, al sexo y, sobre todo, al poder creativo que le ofrecía el amor. Entre estas piezas clásicas se encuentra So Long, Marianne, la canción de separación más amorosa jamás escrita. Inspirada en su propia ruptura de Marianne Ihlen, la primera de sus musas, con quien compartió una breve pero legendaria e idílica vida en Grecia a principios de la década de 1960.
“And what can I tell you my brother, my killer / What can I possibly say? / I guess that I miss you, I guess I forgive you / I'm glad you stood in my way”
Esta canción jamás tuvo el impacto mediático de otras obras de Leonard Cohen, pero sí cosechó un halo de misterio y de culto que permanece en esta arrebatadora letra que a manera de carta habla de un triángulo amoroso entre una mujer llamada Jane, el propio Cohen y un amigo de éste.
“In the rings of her silk, in the hinge of her thighs / Where I have to go begging in beauty's disguise / Oh goodnight, goodnight, my night after night”
Los años 70 no fueron tan amables con Leonard Cohen como lo había sido la década anterior, en gran parte porque se empeñó en explorar otras formas de instrumentación más en tono con la época. Sin embargo, lanzó el ahora mítico New Skin for the Old Ceremony (1971), que incluye la célebre Chelsea Hotel #2, inspirada en su encuentro con Janis Joplin. De este disco también se desprende esta canción sobre su visión de la ajetreada vida del cantante y su representación.
“I'm just a fool / A dreamer who / Forgot to dream / Of the me and you / I'm not alone / I've met a few / Traveling light like / We used to do”
Tal era su vocación a la poesía, que Cohen logró hacer de su propia muerte un acto poético a través de su último disco You Want It Darker (2016), en el que logra contener su vida. Por ello vuelve a las dudas, algunas resueltas, a los amores, jamás olvidados. A mitad del disco, suena Traveling Light donde entre guitarras y melodías griegas se refiere nuevamente al amor de su vida, Marianne Ihlen, “my falling star”. Y habla de su propia partida “I’m travelling light / It’s au revoir”.
“Oh my love, oh my love / Take this waltz, take this waltz / It's yours now, it's all that there is”
De aquel libro que le atrajo por su fulgor en la librería de Montreal cuando joven, años después Cohen reelaboró el poema Pequeño Vals Vienés de García Lorca para construir su gran homenaje a quien le ayudó a ubicar su voz poética. Take This Waltz, una de las joyas que conforman su álbum I’m Your Man (1988).