Por: Geovanny Villegas

Héctor Lavoe: mis mejores pregones

El hombre se halla encerrado en un
palacio de espejos cuyos juegos lo
desorientan para conducirlo mejor
hacia sí mismo.

Jean Rousset

Antes de comenzar su última entrevista, Héctor Lavoe observa, taciturno, una pared blanca de su apartamento en Queens, Nueva York, donde una serie de fotografías enmarcadas exhibe una vida de cuya historia fue protagonista, pero que, sin embargo, ya no le pertenece: en ésta, sonríe, junto a Willie Colón, cuando recién emprendieron el ascenso a la fama; en otra, abraza a su esposa Nilda Puchi Román, y en ésta, besa en la tierna mejilla a su pequeño hijo, Héctor Jr., quien falleció a los 17 años tras recibir un disparo de manera accidental.

Ahora, sentado en el sillón, frente a la cámara que graba sin detenerse, un asistente lo afeita, maquilla y peina. Mientras tanto, un segundo ayudante reproduce El día de mi suerte, y Héctor exclama, tras dar una bocanada, “¡Pronto! ¡Muy pronto!”.

Cuando comenzó su carrera en la década de los 60, al puertorriqueño le sobraban motivos para superar las adversidades que se atravesaron en el camino hacia sus sueños. Así, obstinado en su tarea de representar a su natal Ponce a través de la música, en 1967 el músico y productor Johnny Pacheco lo presentó con Willie Colón, un hombre de cejas ralas y prolijo talento.

En este mismo año grabaron su primer álbum con Fania Récords, El Malo, donde se vislumbra el sonido característico de la dupla: trombones que fungen como segunda voz, piano disonante, percusiones caribeñas y un cencerro que asemeja el tic-tac del reloj.

Para recordar los 29 años de la muerte de Héctor Juan Pérez Martínez -un 29 de junio de 1993 a causa del SIDA-, mundialmente conocido como Hector Lavoe, una de las grandes estrellas de la salsa neoyorquina y de Fania, dedicamos este Pantalla Sonora a recordar sus más grandes éxitos.




A partir de esta producción, Héctor y Willie ocuparon un sitio privilegiado en la escena musical, tanto en Latinoamérica como en Estados Unidos. Y no es para menos: en su obra se condensa el sabor agridulce de la tierra ignota, donde los cronistas de Indias creyeron balancearse en un columpio que oscila entre el sueño y la razón.




Aunque el éxito fue casi inmediato, los problemas surgieron: no es lo mismo admirar a una figura demencial como Lavoe que convivir con ella. Así que, después de siete años de colaboración, en 1974 Colón decidió emprender su camino como solista. Probablemente, éste fue uno de los primeros golpes que Héctor sufrió durante su carrera.

Para este momento, la música ya no era su único motor, sino también la devoción a la heroína y la cocaína. De algún modo debía continuar: en los mejores momentos, podía consumir hasta la sobredosis, si así lo deseaba; pero cuando la situación no marchaba del todo bien, acudía a los muladares o edificios abandonados, donde se reunían los yonquis a compartir la jeringa.

Por ello, después de la partida de su Sancho, realizó algunos ajustes en la orquesta y continuó su carrera como pudo. En esta segunda etapa, Lavoe conservó el interés por la figura del mafioso, misma que está presente en el álbum La gran fuga, Cosa nuestra y Lo mato si no compra este LP:




En el caso de Juanito Alimaña, uno de sus éxitos más reconocidos, no sólo retrata la imagen del malandro, sino que también está presente la esencia que hermana, lamentablemente, a una larga lista de países latinoamericanos: injusticia, violencia y precariedad.

Pero esto no implica que la obra musical de Héctor Lavoe se pueda encasillar en un solo rubro: lo mismo cantó al amor, a la desdicha, a la alegría y la locura. Incluso, más allá de eso, cantó a la vida: a todo aquello que, por naturaleza, está destinado a torcerse.

Después de los arreglos requeridos, Héctor acomoda su frágil cuerpo para mostrar a la cámara, si es posible, su mejor cara. Ahora, por fin comienza la entrevista, pero Lavoe ya no tiene nada que decir. Es, tan sólo, un testigo; el títere de una obra cuya poética consiste en destruir lo que previamente edificó.