Por: Arody Rangel

El poeta del cocodrilismo: Efraín Huerta

A decir de José Emilio Pacheco, Efraín Huerta, es, en el sentido más literal y descarnado, hijo de la Revolución mexicana y de la Primera Guerra Mundial; epíteto que comparte con Octavio Paz y José Revueltas, nacidos también en 1914. Ese año belicoso recibió en nuestro país al primero, un 31 de marzo, y al segundo, un 20 de noviembre; Efraín, entre ambos, nació el 18 de junio en Silao, Guanajuato. Esos hijos de la beligerancia se hicieron amigos luego: a Paz, Huerta lo conoció en la Prepa 1 y juntos crearon la revista Taller, en la que publicaron sus primeros versos; con Revueltas asistía a múltiples manifestaciones y gracias a sus habilidades de corredor, libró la cárcel que marcó al escritor de Los muros de agua.

Efraín, por cierto, no se llamaba de este modo, sino Efrén: él mismo cambió su nombre a los 18 años y así, en aquella temprana juventud se dio su identidad de escritor, de poeta, porque durante aquellos años de formación, entre la preparatoria y después las clases de leyes, entre las causas sociales y la lucha ‒que no dejó jamás‒, Efraín Huerta escribía versos. En él, las letras mexicanas tienen una de sus cúspides, pero lo suyo no era la solemnidad ni el estatismo de un arte relamido, lo suyo era caer alto, con humor, con una sonrisa franca ante la vida y el mundo, a pesar de y por todos sus enveses y reveces.

No hay un origen preciso, unos dicen que eso de ser cocodrilo tenía que ver con imitar la actitud del viejo saurio: envolverse en una dura piel y mantenerse impasible en las atmósferas viciadas de la cotidianidad aplastante; otros buscan un sentido psicoanalítico y quieren ver en el cocodrilo algo así como el signo del reptil que habita en lo profundo de nuestras mentes; hay quienes dicen que Efraín, pues, simple y sencillamente se asemejaba físicamente a los cocodrilos y que de ahí venía el chiste. Sea como fuere, él era El gran cocodrilo y con una bola de amigos suyos con los que echaba el café o el trago, la francachela y el relajo, fundó el cocodrilismo.

El cocodrilismo, por cierto, no es un movimiento artístico de vanguardia y no hay algo así como el manifiesto cocodrilista; en clara burla hacia todos esos artificios artísticos y sectarios, el cocodrilismo era una actitud, puro humor, un gesto sostenido contra la inmovilidad y quietud del mundo artístico: “Una escuela lírica y social que en mucho se opone al existencialismo, extraordinaria escuela de optimismo y alegría”. Así, El gran cocodrilo y los cocodrilistas se juntaban por las tardes en una galería que estaba en Reforma para admirar las traseras curvas de La Diana ‒que tenía su pedestal frente a la Puerta de los leones en Chapultepec‒ y echar el chisme o prorrumpir contra el sacro academicismo artístico. La memoria de esas juergas queda en los recuerdos y anécdotas de sus convidados, pero el cocodrilismo es muy de Huerta, está en su poesía.


La Ciudad y los hombres del alba

Porque estar enamorado, enamorarse siempre
de una vaga ciudad, es andar como en blanco;
conjugar y padecer un verbo helado;
caminar la luz, pisarla, rehacerla
y dar vueltas y vueltas y volver a empezar…

Circuito interior



Huertadrilo no nació en la Ciudad de México, pero la supo amar y estrujar a fuerza de caminarla, de recorrerla; él de ella y ella en él encontró a su poeta, antes de Efraín la Ciudad no había sido motivo poético. Con la publicación en 1944 de Los hombres del alba el poeta le declaró en versos su pasión ambivalente de amor-odio, retrató el trajinar por sus calles, apoteósico a veces y otras fulminante; esas andanzas en las que favorece el júbilo y la alegría, o impone el penar de hambre y de trabajo; hizo crónica del folclore de la Avenida Juárez o San Juan de Letrán, de los viajes agazapados en autobuses de ruta o en los vagones del Metro; la Ciudad es para el poeta laguna devenida verde pantano que devora hombres sin piedad y también inmensa ubre que alimenta amorosa a sus vástagos.

Lugar de contradicciones, vida y muerte, pero pura luz: para Huerta, la de la Ciudad es la luz del alba y, como no hay urbe sin hombres, los de la Ciudad de México son, pues, los hombres del alba: demonios viciosos de fechorías nocturnas, decadentes trasnochados de bullicio, sexo y alcohol; pero también los que madrugan y están prestos a ganarse el pan de cada día antes de salir el sol; aunque, ante todo, son los hombres por venir, emancipados futuros posibles, seres “con la cabeza limpia / y el corazón blindado”.


La patria que duele y las causas

Todo parece morir, agonizar,
todo parece polvo mil veces pisado.
La patria es polvo y carne viva, la patria
debe ser, y no es, la patria
se la arrancan a uno del corazón
y el corazón se lo pisan sin ninguna piedad.

Avenida Juárez


La Declaración de odio, ese anticanto a la Ciudad, la Declaración de amor y Los hombres del alba representan hitos de la lírica mexicana, atrevimientos sin parangón con una arista de marcada denuncia social. El Efradrilo sabía reírse a carcajadas de las desgracias de todos los días, del conservadurismo y la moralina, pero fue también un hombre con fuertes convicciones sociales. Se adscribió al comunismo, fue miembro de la Federación Estudiantil Revolucionaria (FER), de las Juventudes Comunistas y del Partido Comunista Mexicano; simpatizó con los regímenes comunistas en América Latina, y en 1956, recibió el Premio de la Paz Joseph Stalin; incluso escribió poemas panfletarios y tiene por ahí unos versos a Stalin. Adhesiones por las que fue cuestionado y criticado.

Él creía ante todo en la lucha y la organización social, seguía de cerca y denunciaba las vejaciones que el poder cometía contra las causas justas ‒quién sabe, quizás el alba verdadera venga con la justicia social. Se lee en ¡Mi país, oh mi país! de 1959: Porque al granadero lo visten / de azul de funeraria y lo arrojan / lleno de asco y alcohol / contra el maestro, el petrolero, el ferroviario, / y así mutilan la esperanza / y le cortan el corazón y la palabra al hombre— / y la voz oficial, agria de hipocresía, / proclama que primero es el orden / y la sucia consigna la repiten / los micos de la Prensa, / los perros voz-de-su-amo de la televisión, / el asno en su curul, / el león y el rotario, / las secretarias y ujieres del Procurador / y el poeta callado en su muro de adobe, / mientras la dulce patria temblorosa / cae vencida en la calle y en la fábrica. Y en La raíz amarga de 1962: La libertad con su cara de perro / cara de policía / danza una negra danza / (soy libre para decir como esclavo lo que me da la gana) / desde el mármol de Juárez, tan libre, / hasta la libertad de Lecumberri. Ante los hechos que anunciaban el terror de un Estado represor y asesino.


La poesía máxima de los poemínimos

LA CONTRA

Nomás
Por joder
Yo voy
A resucitar
De entre
Los
Vivos


Cuando se los presentó a su pequeña hija Raquel, ella le dijo que eran bromas; luego se los mostró a Paz y éste dijo que eran chistes. Nada más propiciatorio, a entender del poeta, para esas composiciones mínimas, ácidas, eróticas y soeces. Padre de un género único, con sus poemínimos Efraín Huerta desbordó la poesía y a su sabiduría burlona le da lo mismo si se la compara con el aforismo o se la acerca al haikú. Los poemínimos son la poética máxima del cocodrilismo, inimitable e insuperable obra a través de la cual El gran cocodrilo patentó la astucia de oponerse al dolor con el humor.

El poemínimo está, como dijo su Huertadrilo, a la vuelta de la esquina o en la siguiente parada del Metro, es una mariposa loca con camisa de fuerza que deambula la Ciudad; susurra al oído de la amada versos de contenido sexual de aquel buen poeta de segunda del tercer mundo; siempre por encima del nivel del mal, alarde de un cinismo que también ayer tiene ganas de emborracharse, que sufre bellamente y está presto a venderse al mejor pastor; poesía del demonio público que entiende bien que el hambre es la medida de todas las cosas o que el respeto al complejo ajeno es la paz; dardos que atinan decir que hay monumentos para quienes cometen crímenes con todas las de la ley y que es una mandamentada amar a la patria como a uno mismo.