Sor Juana Inés de la Cruz, Décima musa y Fénix de América, murió un domingo 17 de abril de 1695, en su celda del convento de San Jerónimo, a causa de la peste que asoló la Ciudad de México en aquella época.
Los epítetos con los que conocemos a Sor Juana hoy, se le dieron en vida para celebrar su genialidad y talento; pero Margo Glantz señala que con ellos también se la aíslo del mundo, volviéndola de algún modo imposible e inaccesible.
La suya era una época donde había pocas instituciones educativas, destinadas principalmente a los hombres, debido al prejuicio y normativa que confinaban a las mujeres exclusivamente al espacio doméstico.
De pequeña, despertó en Juana Inés el afán por saber, muestra de esto es que aprendió a leer a los 3 años y que, ante la imposibilidad de recibir instrucción formal, siguió cultivándose de forma autodidacta, como ella misma lo describe en su “Respuesta a sor Filotea”.
Debido a su genialidad, Sor Juana encontró en la escritura una aliada para poder ser ella misma, sin importar las presiones sociales y culturales que pesaban sobre su género.
Pero también contó con sus amadas y veneradas amigas, las virreinas Leonor Carreto y María Luisa Marique, y María de Guadalupe, condesa de Aveiro en Portugal, mujeres a quienes admiraba y reconocía como sabias.
A la par de sus amadas hermanas en la fe, las monjas jerónimas con quien compartió el hábito y la vida del claustro, que ella eligió para poder ser y hacer.
Entre todas las obras que escribió, las cuales forman parte del Barroco novohispano, la poeta y filósofa reconoció como más propia y personal el “Primero sueño”.
“Piramidal, funesta de la tierra / nacida sombra, al cielo encaminaba / de vanos obeliscos punta altiva, / escalar pretendiendo las estrellas”.
A Juana Inés hay que recobrarla en sus letras, pues fue madre e hija de sus textos, en ellos se dio su propio linaje.