“¿De dónde a mí tanto elogio?
¿De dónde a mí a encomio tanto?
¿Tanto pudo la distancia
añadir a mi retrato?
¿De qué estatura me hacéis?
¿Qué Coloso habéis labrado,
que desconoce la altura
del original lo bajo?
No soy yo la que pensáis,
sino es que allá me habéis dado
otro ser en vuestras plumas
y otro aliento en vuestros labios,
y diversa de mí misma
entre vuestras plumas ando,
no como soy, sino como
quisisteis imaginarlo”.
Las inimitables plumas, Sor Juana Inés de la Cruz
Décima musa, Fénix de América, rara avis in terra, rara mujer: estos y otros epítetos se usaron para celebrar en vida la genialidad y el talento de Juana de Asbaje, Juana Inés, cuyo nombre ha pasado a la historia por el hábito que eligió de monja jerónima, Sor Juana Inés de la Cruz. Con estos mismos epítetos cruzó su figura a través de los siglos que nos separan de ella y es con ellos que hoy nos hacemos una idea de la cumbre que representó nuestra pensadora y poeta.
Al lado de estos nobles títulos están también los momentos re sabidos de su biografía: que aprendió a leer a los tres años, que su inclinación por el estudio se sació primero en la biblioteca de su abuelo, que le tomó apenas unas cuantas lecciones aprender gramática y latín, que rogó a su madre la vistiera de hombre para poder hacer estudios universitarios, que cortaba su cabello si no aprendía alguna cosa en determinado tiempo -pues “no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias”- o que optó por el retiro del claustro para poder ser y hacer, opción que encontró más digna que la del matrimonio en la disyuntiva que demarcaba su margen de elección vital. Son lugares comunes, cierto, pero hay que recordar que todo esto lo sabemos por la pluma misma de Juana Inés cuando escribió esa defensa de sí, de la libertad y del saber que es su carta en Respuesta a Sor Filotea de la Cruz.
Imposible e inalcanzable se nos presenta las más de las veces a la monja, ¿cómo así? Sor Juana vivió en el siglo XVII, tiempo de la Colonia y el Virreinato en la otrora Nueva España, la joya del imperio español en América. Eran los tiempos de la monarquía, de un orden político, económico, social y cultural de marcadas diferencias entre los que poseían y los desposeídos, y de una vivisección superespecífica de los desclasados en eso que fue el sistema de castas; en este contexto, los roles de las mujeres estaban dados y las posibilidades de ser para sí mismas eran nulas: madres y esposas, santas, locas o pecadoras, pero jamás sujetas de instrucción, mucho menos doctas o artistas, antes bien, vigiladas y castigadas siempre por las instituciones sociales, empezando por la familia hasta el extremo desdichado de caer en manos del Santo Oficio.
Así las cosas, cabe preguntarnos cómo pudo Juana Inés, en este contexto tan desfavorable, ser y hacerse a sí misma. De pequeña, la décima musa buscó arrebatar tiempo a los quehaceres y acaeceres cotidianos para tomar a hurtadillas un libro y devorar lo que le ofrecían sus páginas. De jovencita, la esperanza de poder acceder a muchos más acervos y hasta a las mentes mismas de su época y nación, la llevaron a mudar sus pasos de sus natales Nepantla y Amecameca a la capital. Lo suyo era nato, algo que ella misma definía como un don divino y a veces un castigo: su sed de conocimiento y su habilidad insuperable de aprender. Ya en la Ciudad, como parte de la corte de su amiga y benefactora la virreina Leonor Carreto, sucedió el otro célebre pasaje de su vida: que opacó a todos los hombres sabios reunidos ahí, instruidos en tantas escuelas y materias, ella, una jovencita de 14 años que sólo contaba con ser autodidacta.
La corte, por supuesto, era un lugar privilegiado, pero no a salvo de la insidiosa distinción de género y la presunta superioridad de los hombres sobre las mujeres. Para poder lidiar con ella, a Juana Inés se la etiquetó bien pronto de sinigual, algo que hizo justicia de su genialidad, pero que también la arrebató de la realidad: mujer imposible, que no puede ser alcanzable, es decir, que no se puede igualar, entreléase: que no se debe emular. Margo Glantz ha dicho que, al poner, en vida, a Juana Inés en el “museo mexicano”, repositorio figurado de seres excepcionales, rarezas y monstruos, se la hacía digerible y aceptable para una sociedad en la que, en tanto que mujer, todo lo suyo era inadmisible. Por eso hubo de ser musa y fénix, un ser mitológico colocado detrás de una vitrina prístina para ser admirada con recato y a distancia, entonces y aún ahora.
Serie de la vida de Sor Juana Inés de la Cruz, Jorge Sánchez Hernández
Mas, a la monja hay que recobrarla en sus días terrenos, esos que pasó en la hacienda de su niñez, el palacio al que arribó en su juventud o en el convento de San Jerónimo entre sus amadas hermanas, entregada como cualquiera de ellas a los quehaceres eclesiásticos y domésticos, yendo del atrio o el confesionario al despacho o la cocina. Juana Inés misma, nos lo recuerda Sara Poot, jamás se escindió de su rol de monja ni de sus obligaciones, fue esa la vida que eligió y, antes bien, supo entregarse a ella con ojos y oídos atentos para leer y aprender hasta de las más mundanas cosas como freír un huevo, a tal grado que no vaciló en señalar que “Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”. Hay que recobrarla también entre sus amadas y veneradas amigas, las virreinas Leonor Carreto y María Luisa Marique, y María de Guadalupe, condesa de Aveiro en Portugal, mujeres a quienes Sor Juana admiraba y reconocía como sabias, con quienes compartía letras e ideas, cómplices fundamentales que hicieron posible la publicación y difusión de su obra a ambos lados del Atlántico.
Nadie hay que se haya hecho de la nada y sin ayuda de nadie. Juana Inés, hija de un padre del que poco se sabe, tuvo en su familia materna el regazo propicio a su talante: desde el permitirle aprender a leer hasta el poner la dote para entrar al convento. Madre y hermanas de sangre, amigas y hermanas en la fe, todas forman parte del linaje que Juana Inés rastrea y que va de la antigua Minerva hasta la santa Paula, estirpe de mujeres ilustres que prueban que “no es el sexo de la inteligencia parte”. Cabe señalar que Sor Juana se vio impelida a hacer esta genealogía frente al señalamiento de un tal Sor Filotea que reprobó en la monja lo impropio de su inclinación al saber siendo mujer. Así las cosas, su vida y obra son testimonio de cómo se enfrentó a su propia época, supo hacerse presente y consiguió ser ella misma su linaje.
Escribió poesía antes de ordenarse monja, llegó a cultivar todos los géneros literarios de la época, fue publicada, leída y comentada en vida, mujer fulgurante entre los nombres del Siglo de Oro y el Barroco novohispano. Ella, que fue pluma nocturna, genia que hizo de las noches el tiempo y espacio propicios para su afán de saber y su verterse en líneas y versos. De todos ellos, son los del Primero sueño los que ella reconoció como más propios, más suyos, y es que, la loada escritora fue ante todo filósofa. En ese poema monumental de 975 versos en los que Juana Inés da cuenta de su arte poética de complejas construcciones y preciosas figuras, del conocimiento que tenía de ciencias tan diversas como la astronomía o la fisiología, de su erudición en las mitologías clásicas y europeas, ante todo, nos comparte su más honda intuición: que por muy alto que se eleve el entendimiento humano, le es inaprehensible el todo.
Funesta intuición para una que, como ella, no otra cosa anhelaba que de todo saber y se asumió ignorante, ella que fue tan docta. A Sor Juana Inés de la Cruz hay que recobrárnosla mujer filósofa, defensora de la libertad y la sabiduría humanas, sin potestad de ningún género; recobrarla mujer terrena, madre e hija de sus textos. Tomar para nosotras eso que aconsejaba a su Lysi “los pies de amiga son para enseñarse a correr” e ir sobre sus pasos para continuar el docto ultraje.