En un famoso libro se habla de un niño que tenía la peculiar virtud de no renunciar a una pregunta una vez que había logrado formularla. Es peculiar si caemos en la cuenta de que muchos de nosotros renunciamos a un montón de cosas, situaciones y hasta a personas sin antes haber preguntado, e incluso, habrá quien señale que hemos renunciado a preguntar. Y es una virtud, pues las preguntas tienen el poder de hacer que lo evidente deje de serlo y aparezca lo extraordinario, lo cual no significa ni bueno ni malo o mejor o peor, sino sólo extra-ordinario, esto es, distinto de lo de siempre. Este niño del famoso libro sabe, además, qué es lo que nos sucede a nosotros que hemos dejado de hacernos preguntas, se trata de un mal que viene con la edad, lo que se dice ser adulto.
Él descubrió esto un día que salió de su hogar en busca de respuestas: amaba a una persona en extremo vanidosa, superficial y engreída, y a pesar de que ella lo quería y él a ella, con ternura y cuidado, ambos concluyeron que eran demasiado jóvenes y/o tontos para saber amarse… En fin, el chico se fue entonces de ahí y en su trajinar conoció sitios extraordinarios, como un planeta tan pequeño que a cada minuto se sucedían el día y la noche, pero salvo una excepción, encontró personas bastante ordinarias, adultos que, en los casos más penosos hemos sido alguna vez todos nosotros: uno que se creía rey y le iba la vida en estar en posición de dar órdenes a los demás; un vanidoso que buscaba hacerse notar siempre y conseguir el halago de todos; y otro más, estaba tan enajenado en conseguir montones de cosas, que no reparaba en el hecho de no disfrutar de ninguna de ellas por estar enajenado en conseguir siempre más.
También se encontró a otro tipo de pobres diablos, quienes, a pesar de parecerle más poéticos, no dejaban de ser patéticos: un hombre prisionero de sus vicios y culpas, se emborrachaba para olvidar que le daba vergüenza emborracharse; y otro desdichado vivía fiel a una consigna que se había vuelto absurda con el correr de los tiempos, y él lo sabía, pero no sabía renunciar. Mención aparte merece un erudito, no porque lo fuera realmente, sino porque presumía de conocimientos que él no investigaba sino sólo se dedicaba a validar o invalidar…. Con todo, el pequeño advirtió que algo extraño sucedía con esas personas adultas, algo que quizá tenga que ver menos con dejar de ser niños y más con olvidarnos de hacer preguntas o renunciar a hacerlas.
No obstante, lo que se cuenta en ese famoso libro es que aquel pequeño extranjero se encontró un día con un amigo de quien aprendió cosas muy importantes sobre la vida y las personas: que nuestros vínculos se forman y estrechan con el tiempo y cuidados que dedicamos unos a otros, y que es precisamente esto lo que nos hace tan especiales unos para otros, a pesar de ser, por lo demás, tan comunes y corrientes todos; a esto lo llamó domesticar y le advirtió que cada cual debe hacerse responsable de los vínculos que forma con las personas y que eso a veces implica también marcharse. Le dijo, en fin, que “No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”.
Y ahora que ha salido la cita citable, ya se sabe bien qué libro famoso es ese, lleva el mismo nombre que el pequeño personaje del que hablábamos: El principito. Lo escribió Antoine de Saint-Exupéry en 1943, poco más de un año antes de su presunto deceso: Antoine era además de escritor, piloto aviador, y por aquellos años logró servir a la Francia ocupada por la Alemania nazi como piloto de reconocimiento de las fuerzas enemigas; se presume que Saint-Exupéry fue derribado por una nave contraria en 1944, pues no regresó de su última misión ni hubo más noticias de él, y aunque se sabe que un cuerpo con insignias francesas fue hallado en las costas de Marsella días luego de que lo dieran por muerto y que varios años después se encontraron partes de su avión también en esa región, su desaparición y muerte siguen siendo un misterio.
Se dice que el piloto francés se inspiró para su famoso relato ‒quizás el único por el que se le conoce a pesar de haber escrito un puñado más de obras‒ en un accidente que sufrió sobrevolando por África: él y su acompañante quedaron varados en el Sahara, sin comida ni agua suficientes y lejos de cualquier indicio de civilización; se deshidrataron al punto de la alucinación y fueron rescatados por un beduino que pasaba por donde se encontraban… Es precisamente en ese desierto que Antoine situó su obra, un lugar que no obstante su aridez hizo posible el más afortunado de los encuentros: él, varado una vez más y sin refacciones para su avión, conoció ahí al pequeño príncipe proveniente del asteroide B 612.
Se ha dicho todo sobre ese jovencito: que si tenía los cabellos dorados como el trigo; que si su planeta-asteroide tenía tres volcanes, dos activos y uno apagado (aunque nunca se sabe); que si se enamoró de una rosa pretenciosa; que si deambuló por los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330 antes de llegar a nuestro planeta; que si el zorro, la domesticación y la importancia de los rituales; y también todo aquello sobre los dibujos de un sombrero que en realidad es una serpiente que se ha comido a un elefante o el de una caja que lleva dentro al cordero ideal.
Y de todo lo que se ha dicho, aún cabe hacer hincapié en esa lección sobre las despedidas y las ausencias. Había pasado un año desde que el principito dejó su planeta y se hacía hora de volver, pero no podía lograrlo con su cuerpo que, aunque pequeño, era muy pesado para el viaje. Fue así que, una serpiente astuta le ofreció el remedio de su mortal mordedura para poder dejar su corteza corporal y regresar a las estrellas. Antes de esto ocurrió su encuentro con Antoine, el piloto, con quien compartió las valiosas lecciones de su amigo el zorro, una de ellas, que hacernos cargo de nuestras reciprocas domesticaciones es también poder decirnos adiós y saber encontrarnos en los campos de trigo o en el cielo estrellado a pesar de nuestras ausencias mutuas.
Regresar al presunto libro para niños que escribió el piloto francés más famoso de todos los tiempos, hoy, tan crecidos como parecemos estar muchos de nosotros, es abrazar las lecciones del zorro rojo, pero también recuperar el ímpetu de aquel jovencito proveniente de las estrellas: recobrar la pregunta, no renunciar a formularla, sobre todo la que tiene que ver con nosotros mismos, tener el valor de marchar cada cual a nuestros desiertos para encontrar nuestras respuestas, espabilarnos un poco de los patéticos adultos que estamos siendo e ir en busca de lo que nos es esencial.