Don Emilio siempre viste de negro y una copiosa capa de pelo de gato. Cualquiera que haya platicado con él sabe que además de dedicar sus días a ver todo el cine que puede, también alimenta a la población felina callejera del antiguo pueblo de Xoco, de gran parte de Tlatelolco y seguramente de muchos otros lugares de la ciudad. Él es ante todo un cinéfilo acérrimo. Está presente en todas las retrospectivas, grandes estrenos, conferencias de prensa y muestras internacionales. Siempre está buscando hacer preguntas y conversar con los cineastas extranjeros que acuden a los festivales e inauguraciones, esquivando a todos los séquitos que sean necesarios. En las funciones especiales de las películas más experimentales y extrañas, a las que casi nadie acude o en las que todo mundo termina abandonando la sala, ahí se encontrará él, siempre curioso de las tendencias y nuevas olas.
Cuando ya has conversado con Don Emilio sobre su travesía diaria por la ciudad, sus días viviendo entre gatos y películas, cuando le saludas después de las funciones más populares y terminas haciendo una lista de todas las cintas que él ya vio y te recomienda de tal o cual ciclo y retrospectiva, sabes que tú has pasado a ser también visitante asiduo de la Cineteca Nacional. Ya conoces los atajos a la Plaza del Cubo y tienes tus lugares favoritos en cada sala. Ubicas a esos intocables críticos de cine que permanecen en los asientos más alejados de la pantalla. Y, sobre todo, como el de Don Emilio, muchos otros rostros te resultan familiares.
Porque la Cineteca Nacional tiene esa cualidad de vecindario. Sus áreas verdes han visto historias de amor más dramáticas e imposibles que Casablanca, y desenlaces más dramáticos que los de El Indio Fernández. Si no te has enamorado o desenamorado en la Cineteca Nacional, ¿en verdad has amado como todo un citadino? Y entre los vecinos que te haces ahí, encontrarás a uno que otro personaje salido de una de Fellini.
Este lugar renació de sus cenizas en varias ocasiones. La historia del turbio incendio que acabó con su sede original en 1982 aún despierta la sospecha. Y las distintas remodelaciones que ha tenido, sobre todo la más reciente en 2011, no fallan para inspirar polémicas y desencuentros. Siempre hay quien dice añorar alguna época muy distinta, una cara pasada, una tranquilidad de antaño. Lo cierto es que seguimos asistiendo a sus salas, las originales y las nuevas, a su foro al aire libre y deambulamos por sus terrazas y exposiciones. Cuando menos lo esperas, también te sientes parte del vecindario.
Este Top #CineSinCortes está dedicado a celebrar un aniversario más de este espacio que alberga muchas más historias que las que vemos en sus películas.
Recordamos que un 17 de enero de 1974 sucedió la primera función de su sede original en Churubusco, y un 27 de enero de 1984 en la sede a la que asistimos hoy, en el corazón de Coyoacán. Para ello, quisimos rememorar tan sólo tres de las películas que se volvieron acontecimientos en las salas de la Cineteca Nacional y que siguen alimentando la nostalgia en las conversaciones de quienes las presenciaron.
La película con la que se inauguró la vida de la primera Cineteca Nacional, en 1974, fue en realidad El compadre Mendoza (1934) de Fernando de Fuentes, un clásico de la época de oro del cine nacional, pero la que comenzó con esta tradición de asistencias en multitudes, boletos agotados y grandes reacciones en torno a un autor, fue Naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) de Stanley Kubrick. Las crónicas de ese entonces cuentan que eran interminables las filas para poder verla, incluso hubo golpes por alcanzar boletos, y que la trifulca acabó en un portazo para poder entrar a como diera lugar a ver esta película. Naranja mecánica fue un suceso verdaderamente escandaloso además por la violencia que describe con crudeza Kubrick en esta historia sobre Alex De Large y sus tres drugos, los viajes nocturnos que emprenden, en los que golpean a un vagabundo, se pelean con una banda rival e invaden la casa de un escritor y violan a su mujer. Este fue también uno de los primeros grandes acontecimientos cinematográficos que sólo se viven en la Cineteca Nacional, que ya es un hogar compartido para los que buscan acercarse a esos autores extranjeros que difícilmente podrían verse en pantalla grande en cualquier otro lugar del país.
Para este caso, ya en la nueva sede, después de su gran remodelación de 2011, más que la película en sí, el acontecimiento fue la visita del narrador, que vino a presentarla. Los boletos se acabaron en minutos y hubo un alboroto en las taquillas por la gente que se formó durante horas para alcanzar uno desde días antes. De repente todos los que trabajaban en las oficinas de la Cineteca eran los amigos más preciados. El 3 de octubre de 2016 la Sala 1, Jorge Stahl, lució repleta, pero no tanto de cinéfilos como de rockeros, ansiosos por ver y escuchar nada menos que a Roger Waters. The occupation of the american mind (Loretta Alper y Jeremy Earp, 2016), documental a favor de reivindicar el derecho de Palestina por habitar sus tierras, prácticamente vetado en Estados Unidos, fue presentado por Waters cuando se encontraba en México para dar aquel par de conciertos en el Foro Sol y luego ese multitudinario encuentro en el Zócalo. Esta película arroja luz sobre la situación entre Israel y Palestina, sobre la ocupación israelí, sobre la guerra del 67 y fundamentalmente, arroja luz sobre el hecho de que no se permite la exposición de esta historia en Estados Unidos. En su introducción, Waters aseguró que los mexicanos podíamos crear conciencia y lograr que el mensaje de la película ganara mayor difusión, hasta alcanzar al público estadounidense.
Eventos de este tipo también definen a la Cineteca Nacional, que cuenta con una larga tradición de proyectar filmes considerados prohibidos en otros países o sitios de nuestro país. Ya sea por las polémicas que despierte el contenido experimental o erótico o político. En Cineteca se han exhibido filmes particularmente sensibles en su exhibición y distribución luego de la Matanza del 2 de octubre de 1968 y de la del Jueves de Corpus de 1971, e incluso proyecciones de corte guerrillero provenientes de Nicaragua.
Finalmente, esta película quizá no haya resultado para muchos un gran acontecimiento, más que para quien escribe y la menciona aquí como un atrevimiento muy personal. En diciembre de 2015, para inaugurar el ciclo Joyas del cine suizo, se proyectó El beso de Tosca (Il Bacio di Tosca, Daniel Schmid, 1984), un documental sobre un lugar muy especial que se encuentra sobre la Plaza Buonarroti de Milán, Italia; una casa de retiro fundada por el compositor Giuseppe Verdi en 1896. En esa Casa Verdi habitan los cantantes, coristas, músicos, técnicos y muchos otros trabajadores retirados de la ópera italiana. Todos los personajes de este documental son espectaculares y cuentan grandes historias cuando abren para el director sus maletas llenas de recuerdos y anécdotas. Pero ninguna como la cantante Sara Scuderi, una gran diva que actuó en las salas más importantes de Italia y el mundo en grandes óperas, pero que entonces se negaba a ser olvidada entre las habitaciones de Casa Verdi. Para Scuderi, los años no habían pasado cuando se encuentra frente a la cámara, extiende los brazos hacia el techo y se pone a cantar. Saca del baúl sus hermosos vestuarios y viste alguno que aún le queda para lucirlos como si las décadas no hubieran mermado su rostro ni la potencia de su voz. Y para esta que escribe, el ánimo de Scuderi no hizo más que recordar la muerte de mi propia abuela unos días antes y la misma gloria con que ella compartía conmigo sus recuerdos de juventud.
Eso sucede en las salas de Cineteca, es posible encontrar sin esperarlo joyas como El beso de Tosca, que le hablan directamente a una y le inspiran llorar los amores y las pérdidas, películas que para siempre nos recordarán a ciertas personas y momentos. Por eso, por tanto más, que sea larga la vida del lugar de nuestros encuentros y desencuentros cinematográficos, el vecindario cinéfilo, hogar de gatos, amores y extraños deambulantes. Larga vida a la Cineteca Nacional.