“Aquel sueño era una tierra. Probablemente se caminaba por encima -¿quién?-.
Se iba y se venía por aquella quimera. Aquel centro conjetural de una creación diferente de la nuestra era un recipiente de vida. Quizás se nacía y se moría allí.
Aquella visión era un lugar para el cual nosotros éramos el sueño.”
La Luna imanta la visión del hombre cuando mira los cielos nocturnos, deidad primordial o anhelo moderno, nuestro astro satelital resguarda en sus caprichosos parajes toda nuestra ensoñación, desde las manifestaciones más elevadas del genio hasta los sombríos pozos de la locura. O al menos eso fue lo que se reveló a los ojos de Victor Hugo, el romántico padre rebelde de Los miserables, una noche de 1834 cuando, vagabundeando por las calles de París, se encontró en el Observatorio de la ciudad y su amigo, Dominique François Arago, lo invitó a mirar aquella enigmática roca.
Hacia apenas dos siglos que el italiano Galileo Galilei había observado la luminosa esfera con las lentes que él mismo fabricó, y entonces descubrió que su superficie estaba plagada de accidentes, montañas, por ejemplo. Hoy, en aquel terreno parcialmente conquistado distinguimos montes, cordilleras, lagunas, mares, cráteres, y a todos les hemos puesto nombre, recordemos el famoso Mar de la tranquilidad que recibió a los astronautas de la misión Apolo en julio de 1969. A un siglo de distancia del Alunizaje, Victor Hugo miraba la oscuridad inaccesible del territorio seleno y su guía Arago, cual Virgilio moderno, le advertía que había recorrido sin moverse un buen trecho de los cientos de kilómetros que nos separan de la “hija de la tierra”.
Ese privilegiado viaje le deparaba una revelación: el escritor se encontraba por primera vez ante la Luna, la verdadera, no la que han cantado los poetas ni la que han teorizado los científicos, tampoco la que cada pueblo en su fugaz paso por el planeta ha erigido en deidad; no obstante, durante su estancia en ella, el poeta descubrió la razón de ser de todas esas lunas: la oscuridad cedió paso a la aurora y ante sus ojos se alzó una montaña, el promontorio del sueño, una cima, la cúspide de la imaginación, el arte o la locura. Si alcanzar la Luna ha sido el sueño de sueños es porque lo onírico habita en ella, ella es sueño.
Más de dos décadas después de aquella visión, Victor Hugo escribió un breve ensayo, El promontorio del sueño, en él nos relata su viaje de la Tierra a la Luna y los hallazgos que hizo del alma humana entre sus sinuosidades y sombras. La Luna es aquí la materia de la que están hechos todos los sueños, quepa señalar que de este vertiginoso escrito abrevaron los surrealistas, los mismos que luego hicieron metáfora en el cine entre un ojo y la Luna. El autor se pregunta ¿Los fenómenos del sueño ponen en comunicación la parte invisible del hombre con la parte invisible de la naturaleza? Andar en la luna, ser un lunático es lo propio de los soñadores y soñadores somos todos, señala el poeta, para esto no hace falta estar efectivamente dormidos, mejor que no lo estemos, lo que sí que es cierto es que no todos soñamos lo mismo.
Para la mayoría, el sueño es descanso reparador, la pausa necesaria que sigue a la vigilia y permite continuar con una vida penosa, ordinaria y fatigosa; sueña también la mayoría con montones de cosas que, se las consiga o no, en su persecución no hacen más que ajustar las cadenas de la esclavitud mientras su añoranza plaga la fantasía de quimeras que hacen la vida más llevadera. Están también las quimeras colectivas, en todas las religiones, sean paganas o no, mono o politeístas, opera la imaginación: se teme y se adora el influjo de invisibles fuerzas que actúan sobre los destinos individuales, con rituales precisos esas fuerzas pueden hacerse propicias o desfavorables; así, este quimerismo también permite hacer soportable el breve tránsito de los mortales.
Por otro lado, es por la ensoñación que los hombres se hacen filósofos o poetas. Son ambos lunáticos, pero en distinto grado: la sabiduría y la ciencia, son impulsadas por la imaginación, mas si sucede que el hombre deja de buscar y se conforma con el conocimiento que ha conquistado, entonces se vuelve un sonámbulo. En cambio, en el artista la imaginación es creadora, este hombre habita el mundo onírico y de él extrae las formas; por sus quimeras, sean bellas, sublimes, cómicas, grotescas o siniestras, el poder de la imaginación irrumpe en la realidad, ilumina y da forma a nuestra imaginación, nos hace accesible una verdad que, como la cara oculta de la Luna, normalmente nos está vedada. Y por supuesto, está también el lunático en sentido literal, el loco, aquel hombre que ha perdido todo control frente a sus ensoñaciones y es devorado por ellas.
No importa quienes seamos, todos soñamos, “vivimos de preguntas hechas al mundo imaginario”. Puede ser una trivialidad o la utopía, el paraíso o la más terrible de las pesadillas, es por el sueño que vivimos. “En su casa el hombre está en las nubes. Le parece muy sencillo ir y venir por el azul y tener las constelaciones a los pies”, en su visita a la Luna, Victor Hugo descubrió la verdadera patria humana, la ensoñación, y el único destino humano, ser un lunático.