Ella no es una actriz. Es más, le incomoda que la califiquen de ese modo y jamás se describe a sí misma desde esa profesión, no porque ella crea que se trata de una etiqueta negativa o menor, sino porque considera que se dedica a algo distinto. Lo repite constantemente en sus entrevistas, Tilda Swinton no vive de interpretar a otras personas y actuar como ellas, porque lo que en realidad le interesa es construir junto a otros artistas los personajes y las historias que va a personificar, y ese es un proceso al que en ocasiones invierte décadas de trabajo.
Proviene de una antigua familia anglo-escocesa que de alguna manera esperaba que ella se convirtiera en una aristócrata más. Educada en los internados más prestigiosos —como en el que fue compañera y amiga de Diana Spencer, luego princesa de Gales— Tilda bien podría haberse convertido en una típica y reluciente esposa de la alta sociedad británica. Pero apenas llegada a la Universidad de Cambridge, no sólo se puso a estudiar ciencias políticas y sociales, y se inscribió al partido comunista, también cambió los compromisos de los círculos familiares por las bulliciosas fiestas londinenses repletas de jóvenes artistas de todo tipo con los que formó sus primeros lazos creativos.
No pensó que lo suyo era actuar, incluso cuando experimentó con el teatro durante sus años universitarios. Pero se encontró más entusiasmada que nunca cuando identificó en sus nuevos amigos cineastas a las mentes y los proyectos ideales para expresar y desarrollar su sensibilidad, además de esa facilidad para hurgar en su propia experiencia y mundos interiores con el fin de vivir en la piel de alguien distinto, frente a la cámara.
Tilda Swinton no es una actriz. En cambio, habría que describirla como una artista involucrada por completo en el proceso creativo de la obra colectiva que es hacer una película; así como la compañera entrañable e imprescindible para muchos de los autores más brillantes de las últimas décadas. Estas cualidades son las que la convierten en una rara avis en la industria cinematográfica; no su belleza peculiar o la flexibilidad de género de su aspecto, su capacidad de transformación vocal y física, ni siquiera su estilo avant-garde para vestir hasta la pijama, sino el rol crucial que juega en la concepción, desarrollo y realización del cine en el que ha colaborado.
En más de 30 años de carrera cinematográfica Tilda Swinton ha participado en casi 80 películas, entre las cuales se hallan buena parte de las filmografías de los cineastas que la han considerado más que amiga o musa, un par creativo y la fuente de varias ideas esenciales en la forma en que conciben su cine. Aquí mencionamos tan sólo tres de esos directores, sin duda los más influyentes en la carrera de Swinton, que durante décadas trabajaron en varias ocasiones fascinados en la órbita de la etérea rara avis del cine que este 5 de noviembre cumple 60 años y tiene a más consagrados cineastas formados para trabajar con ella que ninguna veinteañera.
La primera, la más fructífera —hicieron juntos nueve largometrajes— y cercana relación que estableció Swinton fue con el cineasta británico siempre independiente, audaz, político y queer, Derek Jarman. Ella lo definió una vez como "una perenne mente de principiante", descripción que fácilmente también puede aplicarse a ella. Y esa permanente curiosidad, espíritu anárquico y el instinto para coleccionar conspiradores, tan características de Tilda Swinton, se forjaron en la colaboración intensamente creativa que compartió con Jarman desde su primera obra juntos, el debut de ella en el cine, Caravaggio (1986), hasta la muerte del director en 1994. Muchas de esas películas nacieron de las conversaciones que mantenían y que giraban sobre todo en torno al activismo político de ambos. Por ejemplo, Edward II (1991), basada en la obra de teatro de Christopher Marlowe, abundante en anacronismos y toques hilarantemente poco sutiles de homoerotismo, fue una salvaje respuesta a los tiempos, cuando a finales de los años ochenta el gobierno británico conservador intentaba introducir todo tipo de leyes restrictivas horribles como la llamada Cláusula 28, que trataba de reestructurar la vida cultural de los homosexuales.
Jarman fue quien vio por primera vez cómo el rostro de Swinton podía paralizar una pantalla de cine y cómo sus rasgos blanquecinos exudaban la misma incertidumbre temporal que expresó a través de sus contribuciones fundamentales al movimiento del Nuevo Cine Queer. 26 años después de fallecido, Swinton continúa siendo una de las principales promotoras de la obra de Jarman, así como del resto de su legado.
Mucho antes de ser el famoso director de Call me by your name (2017) o Suspiria (2018) un joven Luca Guadagnino se lanzó a la caza de Tilda Swinton hace casi 25 años, en Roma. Swinton ya era una estrella y Guadagnino un estudiante 11 años menor que ella. Él le había escrito meses antes para preguntarle si participaría en una adaptación que estaba planeando de The Penny Arcade Peep Show de William Burroughs. Pero no hubo respuesta, así que en una recepción oficial prácticamente la arrinconó para preguntarle por qué. Ella estaba arrepentida y encantada, y se convirtió en su amiga desde entonces. Nunca adaptaron aquel Burroughs pero ya han trabajado en cuatro filmes, desde la ópera prima del director, The Protagonists (1999), hasta la mencionada adaptación del clásico de Darío Argento. En todas estas colaboraciones, Tilda ha aportado elementos muy personales a sus personajes y contribuido esencialmente a las distintas tramas desde sus propias experiencias. Para muestra, A bigger splash (2015), un proyecto que Swinton pensó en dejar pasar pues se encontraba indispuesta luego del reciente fallecimiento de su madre. Pero ella ya había invertido interminables conversaciones con su amigo sobre esta película que basarían muy libremente en un sexy thriller francés de 1969, La Piscine. Finalmente el entusiasmo por volver a trabajar con Guadagnino le ganó pero decidió fundir su propio duelo con una propuesta: que su personaje no hablara, ni fuera una actriz objeto de la lujuria y los celos de los hombres como en la original, sino una estrella de rock que ha perdido la voz.
Cuenta Swinton que la primera película independiente estadounidense que vio fue Stranger than paradise (1984) de Jim Jarmusch. Más tarde se conocieron, de todos los lugares, detrás del escenario en un concierto de música dark. Desde entonces ha estado conectada de cerca con el universo de este escritor y director ferozmente independiente que ha pasado más de tres décadas siendo el cronista de los marginales urbanos, viajeros por carretera, turistas rockabilly, sicarios zen y, ahora, vampiros: Jarmusch desarrolló Only lovers left alive (2013) con, y hasta cierto punto para Swinton, después de trabajar con ella en Broken flowers (2005) y The limits of control (2009). Y desde las primeras ideas de esta cinta, para Jarmusch Swinton siempre fue su Eva, porque al igual que este personaje encuentra en ella un inacabable sentido de asombro y apreciación de su propia conciencia. Para Tilda Swinton, quien vive en sus personajes y se funde constantemente con ellos, esta vampira milenaria le sirvió para depositar el amor y la tristeza que vivía a flor de piel mientras alternaba las grabaciones con los cuidados a su madre que agonizaba. Swinton no actuaba la ternura y el desasosiego del personaje que observa frágil y moribundo a su mejor amigo, un vampírico Christopher Marlow, sino que tomó su proceso personal para hacer esta fascinante exploración sobre la inmortalidad, y la muerte, así como el entusiasmo interminable por el amor, la creación artística y la vida.