“Es propio de un hombre dotado de razón comportarse ante la muerte no con hostilidad, ni con vehemencia, ni con orgullo, sino aguardarla como una más de las actividades naturales”.
Entre aquellos misterios que rondan la historia de la humanidad, está el de la muerte y en conciso, qué hay después de ella. Como animales sentimentales y sociales que somos, la especie humana ha tratado de conciliar con ese enemigo irremediable que es la muerte; trata de buscar respuestas y hacer conjeturas, pero al rehusarse a lo inevitable se ha dado a la tarea de concebir sus propias revelaciones.
La religión, en cualquiera de sus presentaciones, es parte medular en el entendimiento de la vida y la muerte, y aporta el ingrediente que le da sentido a esta contienda interminable: el alma. Lo que nos llena de dudas y preocupaciones es, más que el qué ocurrirá con nuestra carne, qué sucederá con nuestra esencia y espíritu, eso que creemos está más allá del bien y del mal y que no nos pertenece. El miedo a una condena eterna y no de una eternidad plácida o, incluso, a una reencarnación infortunada, nos lleva a temerle a ese gran día de dejar este mundo. La religión es entonces, en el mejor de los casos, una suerte de bálsamo al final de la vida. Pero cuando hablamos de religión lo hacemos en el sentido más amplio de creencias y fe en las que descansa nuestro entendimiento.
La ciencia, la filosofía y la religión han tratado por años de darle sentido a ese eterno dilema de la vida después de la muerte y/o sus posibles significados, desde su respectiva trinchera. Para los antiguos estoicos, por ejemplo, no había mejor manera de hacerle frente a la muerte que siendo indiferentes ante ella y no darle más importancia de la que aparenta tener, pues al igual que la mayoría de las cosas que transcurren en nuestra vida, está fuera de nuestro control. Entonces, ¿por qué preocuparse por ella?; por el contrario, para los teólogos como Santo Tomás de Aquino, la muerte es la peor de las desgracias humanas, la privación de la vida (dada por el supremo) y su perpetua antagonista. La ciencia, por su parte aún no ofrece una respuesta que parezca reconfortante.
La muerte significa algo en las diversas culturas del mundo porque nos importa trascender, y ya sea con ofrendas milenarias que reciben cada año a quienes ya “descansan en paz” o que se despida a los difuntos con profesionales que danzan con un ataúd en hombros, esta sigue representando un enigma. En este Con-Ciencia indagamos sobre algunas de las tantas concepciones antiguas sobre la muerte y, por supuesto, la importancia del alma en este suceso que, más allá de cualquier creencia, se encuentra dentro del orden natural del cosmos mismo; esa dualidad vida y muerte tan contradictoria como que se sirven una de la otra.
Los egipcios, una de las culturas más antiguas de la historia desarrollada a orillas del largo río Nilo y entre el mar Mediterráneo y el Rojo, creían, al igual que el cristianismo, en un paraíso esperando después de la muerte. Para ellos, la muerte no era un final, sino una escala hacia otro sitio. A pesar de que el cuerpo en su estado de letargo, propio de la muerte, era acompañado de objetos que aumentaban según el poder adquisitivo —los lujosos sarcófagos donde las momias eran enterradas con bienes preciosos, por ejemplo— y del infaltable Libro de los muertos, un compendio de hechizos y rezos para sortear los obstáculos en el camino al inframundo, ese limbo por el que todos los muertos debían pasar para llegar al más allá al lado del dios sol, Ra, y poder coexistir con él en la bóveda celeste. Todas las almas debían navegar por el inframundo acompañadas de Anubis, el dios con cabeza de chacal, quien, además, realizaba la prueba final de cada alma frente a al resto de los dioses, en especial ante Osiris, el jefe del tribunal divino y dios de la resurrección. El ritual final consistía en una medida democrática: posar el corazón (órgano y lugar donde residía el alma o esencia del difunto) en el lado de una balanza; en el otro extremo, como contrapeso, estaba la pluma de Maat, diosa de la verdad y la justicia. Si el corazón y la pluma estaban en equidad, significaba que la persona había tenido buenas acciones en vida, pero si el corazón se hallaba más pesado, el alma sería consumida por Ammyt, el devorador de los muertos.
Para los mexicanos, los rituales aztecas son la representación por excelencia de la muerte. Sin embargo, estos encuentran su semejanza en la cultura maya. Homónimo del Mictlán azteca lo es el Xibalbá maya, casi siempre pensado en un mundo subterráneo que los muertos deben atravesar durante años. Para los aztecas el viaje terminaba en llegar frente a Mictlantecuhtli-Mictecacihuatl, los señores del Mictlán, y así poder ser enjuiciados y liberados. Para los mayas, la muerte y atravesar el Xibalbá, era un viaje aterrador y los señores de Xibalbá no eran seres benévolos, sino los responsables de los males que llevaban al hombre a la muerte. Sin embargo, había algo en lo que coincidían ambas culturas, que dentro del cuerpo se hallaban entidades anímicas y etéreas. Para ellos, separados del cuerpo había dos principales: teyolía (azteca) y óol (maya) residen en el corazón; y el tonalli (azteca) y pixan (maya) son la esencia de la individualidad, la personalidad, y viven en la mollera, y por ende el cabello o cuero cabelludo tienen una especial importancia, pues creían que parte de este elemento se adhería a él haciendo que el cuerpo siguiera teniendo relevancia aún después de la muerte.
Varanasi, poblado ubicado a orillas del río Ganges, en la India, es por excelencia el lugar para un funeral hindú. En este lugar sagrado, se dan cita cientos de personas para una quema colectiva de cadáveres. Para llevar a cabo este rito, se ofrendan los cuerpos, apilados si se es de pocos recursos e individualmente si se es rico, para ser puestos a las llamas con madera de la más barata hasta la más lujosa, cuyas cenizas son arrojadas al río. Sin embargo, se puede observar algo poco respetuoso y ceremonioso respecto a los cuerpos, y es que son apilados y abandonados por los familiares entre mugre, insalubridad, perros callejeros en busca de alimento y cazadores de tesoros entre los restos humanos; y es porque el cuerpo deja de tener importancia tras la muerte, pues significa un paso hacia la liberación del alma. Para los hindús la muerte es parte de un ciclo infinito donde ésta da paso nuevamente a la vida a través de la reencarnación. Sin embargo, hay un medio para liberar para siempre al alma y romper con ese ciclo infinito condicionado por el muchas veces malinterpretado karma: la cremación a orillas de Ganges.
Saltando a la actualidad, buscamos algo que contraponga por completo estas creencias ancestrales sobre la muerte: los hechos. Para el biólogo evolutivo y divulgador científico Richard Dawkins, no existe tal cosa como el alma o la vida después de la muerte. Sin embargo, ofrece una alternativa para el pensamiento racional. Se sabe que nuestro ADN está compuesto por un 50% de información genética de parte de nuestra madre y otro 50% que viene de nuestro padre y quienes su vez están compuestos por el 50% de cada uno de sus padres; así podríamos llegar a entender que en nuestros genes se encuentra una micro parte de un pez prehistórico. Dawkins propone que en nuestros cuerpos existe algo de inmortalidad: nuestros genes, pues vienen de un pasado remoto y llegarán a un futuro remoto a través de nuestra descendencia, siendo estos una manera de trascender físicamente: quizá no es una idea reconfortante como la que nos ofrece la fe, pero el hecho de saber que nuestros genes perpetúan nuestra existencia después de la muerte es una certeza, al igual que el hecho de que moriremos.