"Estoy seguro que si algún mérito tengo, es saber servirme de mis ojos, que conducen a las cámaras en la tarea de aprisionar no sólo los colores, las luces y las sombras, sino el movimiento que es la vida".
Si conocemos México sabemos que es vastedad de paisajes claroscuros, llanuras y sierras tapizadas de maguey y ríos, territorios de nubes inacabables sin principio ni final visibles en el horizonte; lugar poblado de gente de largas sombras y figuras férreas. Si conocemos ese México en blanco y negro, mítico país que ha rondado en el imaginario colectivo, es porque hemos visto alguna película fotografiada por Gabriel Figueroa.
Responsable de una importante cantidad de imágenes que saltan a la memoria cuando pensamos en la Época de Oro del cine mexicano, Figueroa alcanzó gracias a la maestría de su oficio una influencia visual que se extiende hasta nuestros días y que en su tiempo le otorgó un estatus de artista que ningún otro cinefotógrafo había tenido hasta entonces.
En una trayectoria que se extendió por seis décadas y alrededor de 200 películas, y que acumuló más de 50 premios, él demostró no sólo que dominaba la técnica y las posibilidades de recursos visuales como la luz, el encuadre y el claroscuro; también que estaba en sintonía con la estética de otros creadores, como pintores y artistas plásticos; y que además era capaz de adaptarse a las transformaciones del cine, un arte que es al mismo tiempo espectáculo, industria y medio de comunicación.
El cine tomó a Figueroa por fortuna, mientras se ganaba la vida trabajando en un estudio de fotografía en la Ciudad de México, donde hacía desde fotos de pasaporte y postales de chicas en traje de baño, hasta retratos promocionales de estrellas del espectáculo. Su buen ojo era evidente desde esos pequeños trabajos y pronto se relacionó con gente de cine, como el que fue su gran amigo, Alex Phillips, uno de los cinefotógrafos estadounidenses que colaboraba en la naciente industria del cine mexicano. Recomendado por él fue como Figueroa comenzó su carrera en la industria tomando foto fija en los rodajes (el stillman), también haciendo de iluminador, operador de cámara y asistente de cinematografía.
A la distancia de 113 años de su nacimiento (24 de abril de 1907) y 23 de su partida (27 de abril de 1997), la mirada en movimiento de Gabriel Figueroa sigue siendo uno de los patrimonios artísticos más importantes para el cine mexicano y del mundo, en gran medida porque su talento no se detuvo simplemente en retratar imágenes bellas. Las herramientas más comunes de la cinematografía no fueron suficientes para él, así que se convirtió en inventor: a partir de experimentos tanto mecánicos como plásticos logró nuevas fórmulas de composición de cuadro que resultaron en varios de los visuales más conmovedores e inolvidables de la gran pantalla. Aquí revisamos una pequeña muestra de esa inventiva sin igual y algunas de las obras que mejor la ilustran.
Figueroa tenía sólo 25 años cuando comenzó a trabajar en el cine mexicano, pero el talento de su ojo destacó pronto y para 1936 ya hacía su debut como cinefotógrafo con Allá en el Rancho Grande (1936) de Fernando de Fuentes, un éxito taquillero que le valió su primer premio en la Muestra Internacional de Cine de Venecia por Mejor Fotografía. A partir de entonces realiza poco más de 40 películas hasta 1943, año en el que comienza una fructífera relación con Emilio “El Indio” Fernández, un dúo infalible durante 24 películas que representan la consagración de Figueroa y sus inconfundibles claroscuros. Entre estas obras, la que nos dejó varias de las imágenes más representativas del cine nacional es Enamorada (1946), una película que más allá del famoso romance en su trama, visualmente cuenta con una emoción plástica muy fuerte. Para observar esto basta volver a escenas como esa marcha de los soldados cruzando el pueblo, con todas sus sombras alargadas proyectadas en la casa de Beatriz Peñafiel, y ella corriendo en medio de esas sombras. Y por supuesto, el maravilloso close up de María Félix en que toda la pantalla es cubierta por su rostro y sólo vemos sus ojos y su nariz en un plano ligeramente inclinado.
Además de todo lo que aprendió de cine en la industria nacional y la de Hollywood, Figueroa aplicó a sus películas ideas y técnicas de la pintura y el grabado mexicanos. Disfrutaba del intercambio de ideas con muchos de los artistas del momento y romper esas barreras entre las artes. Por ejemplo, con el muralista, y su amigo, Diego Rivera, aprendió sobre el color y la composición. De David Alfaro Siqueiros, cómo acortar sus objetivos (a quién o qué está filmando), un efecto que logró con la ayuda de la técnica de enfoque profundo. Con Dr. Atl, conocido por sus estudios del paisaje, exploró los efectos del espacio curvilíneo: comenzó a usar una lente de 25 mm (a la que luego agregó un vidrio que hacía de lupa) para dar una ligera curva al horizonte y generar una sensación de movimiento al cielo. De hecho, una vez, de acuerdo con el propio Figueroa, copió directamente una obra de José Clemente Orozco (El réquiem, 1928) para una escena en Flor silvestre (1943), historia de orgullos, idealismos y desigualdades. Figueroa fue el único director de fotografía que tenía esa conexión con estos artistas, y no es casualidad, ya que antes de dedicarse al cine, de joven estudió un tiempo pintura en la Academia de San Carlos. De ahí que sus trabajos en cine tengan ese espíritu de ser murales en movimiento.
Otra de las asociaciones más fructíferas de Figueroa fue la que tuvo con el gran Roberto Gavaldón. Y Macario (1959) es sin duda uno de los momentos más brillantes en la relación entre estos genios. Esta fue una de las películas mexicanas más exitosas de su tiempo y la primera en ser nominada al Oscar por Mejor película en lengua extranjera, además Figueroa obtuvo en 1960 un premio técnico a la mejor fotografía en el festival de Cannes. Él filmó los ritos de la vida y la muerte de esta historia con un estilo visual que le dio a la película su sensación de cuento y un toque surrealista bastante oscuro para el estilo que dominaba. Aquí es imposible no mencionar la escena final de la gruta de la muerte en la que a Macario se le revelan tanto sus errores como su destino. Esta fue filmada por Figueroa en las grutas de Cacahuamilpa iluminando la acción únicamente con la luz de cientos de velas, un logro de composición e iluminación que no fue emulado hasta varios años después tan solo por Stanley Kubrick en Barry Lyndon (1975).
El México que Figueroa plasmó visualmente en su trabajo no se limitó a los paisajes del campo y la naturaleza. También nos dejó varias películas donde el entorno urbano es el oscuro escenario de las historias. Entre estos ejemplos destaca Distinto amanecer (1943) de Julio Bracho, uno de los primeros ejercicios de cine negro en México. La trama, enmarcada en la denuncia de la clara desigualdad en el país, gira en torno al reencuentro de una mujer con el amor de su vida, un sindicalista perseguido por los hombres de un gobernador corrupto; esto parece suficiente para comunicar una noche inacabable, pero la dupla Bracho-Figueroa se volcó en una estética radical para ese entonces: la oscuridad total. En la mayoría de las escenas predomina una negrura que parece tragarse a los personajes que rondan las calles de la Ciudad de México donde apenas son visibles sus figuras, o en los interiores donde poco se disciernen los rasgos de los rostros. Pero el efecto es más que efectivo y la estética de Distinto amanecer se equipara, y hasta supera, a los mejores ejemplos del género noir.