"La madurez es una impostura inventada por los adultos
para justificar sus torpezas y procurarle una base legal
a su autoridad […]. Es falso, pues, decir que los niños
imitan los juegos de los grandes: son los grandes los
que plagian, repiten y amplifican, en escala planetaria,
los juegos de los niños".
Con la inocencia y valentía propia de la niñez, Octavio Paz trepaba a la higuera de su jardín en Mixcoac; encaramado en el árbol, como el capitán de una gran navegación, el pequeño Octavio imprimía al vuelo un nuevo orden al mundo, imaginaba un mundo nuevo, en orden.
De acuerdo con un acta exhibida en una notaría de Ciudad Victoria, Tamaulipas, el Día del niño se instauró el 8 de mayo de 1916; sin embargo, a partir de 1924 la celebración se llevó a cabo el 30 de abril.
Así, para festejar a los “más pequeños”, en esta Gaceta haremos un recorrido por la niñez a través de algunas obras de la literatura mexicana.
Un niño es símbolo de esperanzas y promesas en el porvenir; en contraposición, la vida adulta implica certezas, hechos concretos, planes concluidos. Quizás, también, alguna que otra ilusión. Pero una vez posicionados en la madurez de la edad, ¿adónde van las memorias?
En Fiera infancia Ricardo Garibay hace una narración en retrospectiva de sus anhelos, vicisitudes, aventuras y primeros amores de infancia, etapa que transcurrió en las calles terregosas de San Pedro de los Pinos, cuando aún no había fábricas y “todo era verde, empapado de aguas de la noche”.
Entonces, como Don Quijote ―que quería hacer realidad todo aquello que leía―, escribir acerca de la niñez es, quizá, sólo un pretexto del autor para vivirla nuevamente, aunque sea por un momento.
Lo interesante de la obra no sólo radica en el revestimiento infantil por parte del narrador, sino en los cuestionamientos que este hace de su situación familiar, a pesar de lo inútil que resulta por un motivo: su niñez es pasado, pertenece a un tiempo que solo cabe en la memoria.
José Emilio Pacheco fue uno de los autores mexicanos que más exploró este tema en su obra literaria. Para muestra de ello, la novela corta El principio del placer (1972) narra, en forma de diario, la vida de Jorge, un niño ansioso por disfrutar los inigualables frutos que promete la vida adulta.
Sin embargo, en su mundo infantil la crueldad, la malicia y la violencia son un preámbulo de lo que viene; los anhelos del primer amor desgajan la mirada frágil del pequeño y, poco a poco, lo moldean, lo deforman en un adulto:
“Qué metida de pata mi supuesta venganza. Pensé que si hoy seguía en la calle me iba a aplastar un aerolito, ahogarme un maremoto o cualquier cosa así. Vine a pie hasta la casa, con ganas de llorar pero aguantándome, con deseos de mandarlo todo a la chingada. Y sin embargo dispuesto a escribirlo y a guardarlo a ver si un día me llega a parecer cómico lo que ahora veo tan trágico… Pero quién sabe. Si, en opinión de mi mamá, esta que vivo ‘es la etapa más feliz de la vida’, cómo estarán las otras, carajo”.
Por su parte, Las batallas en el desierto (1982) plantea una situación similar: Carlos, un infante de la colonia Roma, narra su niñez en paralelo a la incipiente modernización de la ciudad: “empezábamos a comer hamburguesas, pays, donas, jotdogs, malteadas, áiscrim, margarina, mantequilla de cacahuate. La cocacola sepultaba las aguas frescas de jamaica, chía, limón. Los pobres seguían tomando tepache. Nuestros padres se habituaban al jaibol que en principio les supo a medicina. En mi casa está prohibido el tequila, le escuché decir a mi tío Julián. Yo nada más sirvo whisky a mis invitados: hay que blanquear el gusto de los mexicanos”.
A pesar de vivir en un escenario aparentemente amable, el personaje está condenado a crecer con dolor y amargura. El único salvavidas es la ilusión de su primer amor, Mariana, la madre de Jim, su mejor amigo. ¿Cuál es el desenlace? El que todos conocemos: un fracaso, qué más. ¡Hombre al agua!
Pero no todo es malo. La inteligencia infantil es superior en muchos sentidos. Ricardo, Jorge, Carlitos, tú y yo intuimos algo desde antes. Esperamos, involuntariamente, el turno correspondiente, la entrada a un mundo insatisfactorio y cruel, cimentado en las primeras frustraciones amorosas, familiares y emocionales.
Esta novela de José Agustín es un retrato del sinuoso camino que transita de la infancia a la adolescencia.
El personaje, que se identifica con el lector gracias a la narración en primera persona, es un muchacho oculto tras una gran piedra en el jardín de su casa, y cuya preocupación fundamental es conseguir cigarros a hurtadillas, beber a escondidas en casa de algún amigo y, “aunque el sexo no le interesa mucho”, hojear revistas de mujeres desnudas:
“Perfectamente aburrido, y aún no ebrio, me encaminé hacia el baño, para burlarme de Pascual, a quien esperaba encontrar en pésimas condiciones.
No me molesté en tocar la puerta, para sorprenderlo. Fue un error: Pascual se hallaba sentado sobre la taza, haciéndose una, mientras echaba ardientes miradas a la revista que puso en el suelo. Se quedó de una pieza al verme y sólo alcanzó a musitar:
―Quihubo
―Quihubo ―respondí antes de cerrar la puerta. Yo también, y no entiendo por qué, me quedé de una pieza”.
Con el cuerpo oculto entre las ramas, Octavio se iba convirtiendo en un “adolescente feroz: el hombre que quiere ser, y que ya no cabe en ese cuerpo demasiado estrecho”.
Como él, todos los adultos fuimos niños. Pero la cosa se acompleja cuando intentamos modificar el tiempo verbal: pocos adultos son niños.