Por: Geovanny Villegas

Jaco Pastorius: el genio errante

“Nadie puede dudar de que las cosas recaen. […] Hay quienes recaen al llegar a la cima de una montaña, al terminar su obra maestra, al afeitarse sin un solo tajito; no toda recaída va de arriba abajo, porque arriba y abajo no quieren decir gran cosa cuando ya no se sabe dónde se está”

Julio Cortázar

En el Festival Internacional de Jazz de Montreal en 1982, Jaco Pastorius salió a escena ataviado como indio navajo: una tela azul, sujeta con cintas de colores, cubre su larga cabellera castaña de puntas doradas; dos líneas rojas delinean sus pómulos claros; una playera blanca tejida con motivos rojos, azules y amarillos abriga su delgado torso; pantalón blanco, al igual que su calzado. La escena es atípica; la indumentaria parece anacrónica de acuerdo con el contexto. Por supuesto, a Jaco no le importa: se planta en el escenario y comienza a tocar. Y cuando sus largos dedos empiezan a moverse sobre el mástil del bajo –como los tentáculos del pulpo se posan sobre una pequeña presa–, Pastorius ya está en otra parte; ahí, en el llano desértico de Arizona o Nuevo México, donde la tierra se pega a la piel como ventosa, el navajo atemporal tiende, desde un acantilado, una cuerda para devolvernos la alegría y el gozo; la vida y la muerte, así como todo lo que vive más allá de la muerte.



El bajo eléctrico se comercializó por primera vez en 1951, en el mismo año en que nació John Francis Anthony Pastorius III en Norristown, Pennsylvania. Desde su infancia este monstruito dio muestras de una capacidad inaudita y un carácter rebosante de seguridad. Por ejemplo, era el número uno en el beisbol y el futbol americano, hecho que le granjeó la envidia de sus pequeños compañeros, quienes, cegados por la ira y la desesperación, urdieron un plan para herir a la astuta criatura. Así, una lesión en la muñeca izquierda obligó al damnificado a olvidar sus pretensiones de ser baterista; sin embargo, tiempo después encontraría en el bajo eléctrico otra posibilidad para desarrollarse en la música.

Por su propia cuenta, Jaco dominó el instrumento y, poco a poco, fue abriéndose paso en la escena musical que transitaba por un proceso de cambios: a partir de los 60 el jazz asimiló diversos recursos del rock –que estaba en pleno apogeo–; en algunos casos, por elección deliberada del artista y, en muchos otros, por supervivencia en un mundo cada vez más orientado a la cultura pop. De este modo, la encrucijada abría una mina de posibilidades para bandas de fusión como Weather Report, una de las bandas favoritas de Jaco Pastorius, y a la que se incorporó en 1976.



Su innovadora técnica y el sonido único de su bajo Fender – que él mismo modificó para conseguir un sonido más cercano al contrabajo –, aportaron a la banda un sonido singular. Aunado a esto, Pastorius tenía en mente revolucionar el papel del bajo: en ese momento, los instrumentos agudos tenían mayor libertad que los graves, que, a menudo, quedaban relegados a ser apoyo rítmico.

Sin embargo, el momento de mayor resplandor en la carrera del bajista fue en solitario: con plena libertad, Jaco le dio al bajo su propia voz y personalidad; en piezas como Donna Lee –clásico del bebop consagrado por Charlie Parker– interpretó no como bajista, sino como el instrumento protagonista, como el mismo saxofón de Bird.




Y es que Pastorius echó sobre sus hombros una titánica labor: construir un puente entre el Rythm and Blues, el rock, el jazz, la música clásica y la caribeña. Como ejemplo de ello tenemos Chromatic fantasy, obra para clavecín escrita por Johann Sebastian Bach.




Otra de las principales características de su música es el empleo de los armónicos –múltiplos de la frecuencia fundamental de una nota–, tanto naturales como artificiales. Con ellos elaboró Portrait of Tracy y Okonkole y trompa, dos melodías que son más que un prodigio del uso de este recurso: en el caso de la primera pieza, también es un brillante ejemplo de composición para bajo solista.






El vuelo invertido

En sus momentos de lucidez, Pastorius podía prescindir de todo y de todos. Con su bajo, únicamente, era capaz de complacer al enardecido público, que, entre aplausos y gritos, lo escuchaba hacerse y deshacerse una y otra vez.



Con sus alas artificiales, Ícaro logró elevarse a alturas inimaginables, pero su desmesura y temeridad lo derrumbaron. De igual manera, la fama y el éxito de Jaco Pastorius trajo consigo la caída inminente: diagnosticado con trastorno bipolar, y aunado a las dificultades que acarrea el reconocimiento público, el músico entró, poco a poco, en declive irremediable. Las presentaciones eran un latente peligro para sus compañeros: en cualquier momento Jaco podía sabotearlo todo, cambiar abruptamente el ritmo, tocar fuera de tono o aventar el bajo a cualquier parte. Los riesgos fuera del escenario eran aún mayores: su adicción a las drogas y al alcohol acrecentaba los problemas; podía ser un querubín y un diablo al mismo tiempo: con frecuencia asistía a los centros nocturnos con la intención de provocar conflictos. Así, finalmente, el 21 de septiembre de 1987 fue asesinado a golpes por un empleado del club nocturno Fort Lauderdale al intentar ingresar al recinto.

“Ya, para no caerme, estoy colgado de tu clavo, alegría”

En la última fase de su vida, Jaco dormía en el parque, cubierto de andrajos. Por las mañanas daba conciertos a los vagabundos, a los perros y transeúntes; entonces, recordaba: se miraba parado frente a la multitud que lo aclama, con sus extravagantes atuendos – que cambiaron innumerables veces a lo largo de su carrera–.

Durante su concierto en Tokio en 1984, Pastorius se presentó con el rostro y el torso cubiertos de lodo. Así, asumía frente a todos su condición de hombre común; exhibía sus entrañas, hechas de la materia primordial.

Jaco salió del barro –como toda la humanidad– y dio sus primeros pasos en este mundo en marcha hacia quién sabe dónde. Pero antes de su partida construyó para todos nosotros un paraíso en medio de lo más abyecto, y tras la puerta de salida colocó una segunda puerta que es, a su vez, una entrada.