Yo, Dínamo, esperanza de las letras, te lo voy a decir:
yo fui un cabrón desde niño. Un niño maravilloso,
con el arcoíris en las manos, con el cielo y
el viento en la carrera, pero
un cabrón bien hecho.
Agustín Lara es un referente musical del siglo XX. En torno a su vida hay una densa cortina de humo que él mismo procuró: aseguraba que había nacido el 30 de octubre de 1900 en Tlacotalpan, Veracruz. Sin embargo, en realidad nació en la Ciudad de México en 1897; la cicatriz en su mejilla izquierda es otro misterio, pues no está claro el motivo que la ocasionó. La hipótesis más difundida es que una mujer, en reclamo a su infidelidad, lo cortó con una navaja de barbero, aunque otros sugieren que fue con una botella quebrada.
Naturalmente, esta serie de ambiguos hechos no menguaron la figura de Agustín; al contrario: su leyenda comenzó a forjarse desde el inicio de su carrera y se acrecentó tras su muerte. Por ello, no resultaría extraño imaginar al pianista arrabalero en este momento, a 122 años de su nacimiento, satisfecho de la situación, ansioso de contribuir a la causa e inventar algo nuevo para confundir a la gente.
Para entender sus composiciones hay que situarse en contexto. En el Porfiriato, periodo no muy distante del entorno de Agustín, llegó de Cuba el bolero, género mezclado con ritmos africanos y caribeños, guitarras y congas. En general, a través de sus letras se difundía la educación sentimental –dictada por los varones, según la costumbre de la época–.
Es preciso comentar que gran parte de la vida de la élite de esa época transcurría en burdeles y casas de citas. En este rubro, México contaba, al principio del siglo, con 10 937 prostitutas registradas y 368 mil habitantes. La cifra exhibe la vitalidad de esta actividad y el papel que las meretrices ocuparon entre los habitantes: como apuntó Monsiváis en Amor perdido (1977), “Para la sociedad porfiriana las putas son un gran elemento estabilizador. Dos por el mismo precio: el desahogo físico y moral”. Sin embargo, posteriormente se alzó alrededor de su figura la idea de la mujer portadora del mal. En este sentido, es indudable que la música de Agustín Lara liberó a las mujeres de las presiones y estigmas sociales.
En la figura de la prostituta, ángel caído, Lara reconoció un motivo poético: al igual que los poetas románticos, El flaco de oro eleva y glorifica a este ser degradado ante la mirada ajena.
En consecuencia, Agustín Lara alumbró, con un caudal de notas sensuales y una letra que exalta a la perversión, la figura femenina, dotada de nobleza espiritual y virginal.
Incluso, en piezas como Madrid y Granada, las ciudades son descritas como una personificación de la mujer:
No obstante, sus composiciones son, además de un canto a la mujer, a la poesía misma: emplea un léxico vasto, exuberante y musical; consolida imágenes a través de figuras retóricas como la sinestesia (combinación de sensaciones o sentidos), el símil (relación de semejanza entre dos elementos) y la metáfora (analogía que se establece entre dos ideas o imágenes), entre otras.
En las horas de éxtasis, como él mismo las llamaba, Agustín –con la luz tenue de la sala, arrinconado en el piano negro con el que dialogaba en sus mejores horas– metió a toda una época en un saco de apretadas notas y un largo y complejo desfile verbal. Sus dos manos, de oro macizo, atraparon al vuelo lo intenso que, por naturaleza, es efímero. En su mano izquierda, que lleva el ritmo de la melodía, se escucha el danzón, el tango y el vals –ritmos populares–; en la derecha, que lleva la melodía, se expresa la música clásica, la alta cultura. En su voz, multiplicada por nuestros labios, existe algo más largo y duradero que escapa a las palabras mismas.