“La mirada de la bruja es como la del otro, la del extraño, que a través de la mirada es capaz de robar el alma, de seducir, de usurpar o de arrojar al abismo”.
“Al castigar con el fuego ‘la insaciabilidad de la vulva’, al ‘animal imperfecto’, al ‘mal de la naturaleza pintando con buen color’, creyeron, quizás en nombre de la fe cristiana, arrasar con el instrumento del diablo, con el enemigo de la Iglesia, pero ante todo, creyeron purificar al mundo purificándose ellos mismos de sus propios deseos, de sus propios raptos, es decir, del diablo en el cuerpo”.
La magia ha acompañado al hombre desde el principio de los tiempos, antes de que existieran las religiones teológicas y las sofisticadas explicaciones de la filosofía y la ciencia, la magia daba cuenta del mundo y de los seres, con su conocimiento sobre los influjos y afectos tenía el poder de hacer propicia a la naturaleza o de restaurar la salud de las personas. La magia está en cada ritual que clama al cielo por lluvia y en cada fiesta que sigue a la buena cosecha, en el arcano conocimiento de la astrología y en las cosmovisiones que dotaron de voluntad a las fuerzas de la naturaleza.
Las figuras de las hechiceras y los magos como depositarios del saber mágico tuvieron papeles protagónicos desde las sociedades tribales hasta la Antigüedad tardía, incluso durante la Edad Media eran a quienes acudía el pueblo en busca de un remedio para el cuerpo o para el ama. No fue hasta los siglos XIV y XV que se comenzó a dar pelea a la magia y a la hechicería, que se le cambió el nombre por brujería y se la condenó como cosa diabólica, al grado de que a sus practicantes se les hizo expiar su pecado en la hoguera.
Esos siglos XIV y XV eran siglos de cambios, de movimientos vertiginosos, mientras la Iglesia erigía su brazo más fatal, la Inquisición, desde dentro de los monasterios y las universidades se recuperaba el pensamiento grecolatino y se postulaba una nueva ciencia. El poderío de la Iglesia comenzaba a verse mermado y cuestionado desde diversos frentes y su nuevo instrumento estaba dispuesto a acallar con castigo tortuoso toda cosa que contrariara los preceptos religiosos. A la Inquisición fueron a parar los judíos, los gitanos, los científicos y las brujas, todos por abjuradores y paganos. Todos ellos fueron los chivos expiatorios de aquella sociedad en trance, entre el llamado oscurantismo medieval y el trompeteo de las nuevas luces que se pregonaba con el Renacimiento; de entre las cenizas, las de aquellas condenadas por practicar la brujería, por adoradoras y amantes del diablo, cuentan como ningunas otras la historia de esa histeria colectiva inducida por el miedo y el odio que propagó la Iglesia hacia el final de la Edad Media.
Cocineras, perfumistas, curanderas, consejeras, parteras y nodrizas, todas mujeres y todas sabias, portadoras de un conocimiento práctico sobre sustancias, plantas y animales, sobre los astros y las épocas del año, sobre el cuerpo humano y las cosas que restablecen la salud y las que causan daño; estos conocimientos suyos se materializaban en diversos preparados y pócimas que iban acompañados de la palabra mágica para hacer surtir su efecto. Este conocimiento práctico y mágico está también en la alquimia y mucho de lo que hoy denominamos ciencia tuvo en él uno de sus antecedentes. Estas mujeres y sus oficios tenían un peso y valor positivos dentro de las sociedades, pero por una inversión maniquea, la también mágica manipulación de las masas las convirtió en las portadoras del mal, en el enemigo público.
Los dominios de saber de estas mujeres eran ni más ni menos que la salud, la vida y la sexualidad, y eran a quienes se acudía en primer lugar y no al sacerdote. La lucha por el poder que es ante todo una lucha por el saber, por el dominio del conocimiento, tiene en la cacería de brujas el mejor de los ejemplos. Esas mujeres y sus conocimientos atentaban contra el poder de la Iglesia sobre el pueblo, y entonces la institución se inventó todo el cuento de la brujería: esas mujeres debían su magia a un pacto con el diablo, como secuaces suyas atentaban contra dios y su representante en la tierra, la Iglesia; debido a esto, eran capaces de volar, montadas en una escoba o sin ella, se reunían los sábados (sabbat) por la noche para celebrar sus aquelarres; llevaban una sexualidad libertina y perversa, pues mantenían relaciones íntimas con toda clase de demonios; también robaban y sacrificaban niños, destruían cosechas y mataban ganados con solo desearlo.
He ahí la operación maniquea que las hizo responsables de todo el mal posible, las herejes por excelencia, como atestigua el Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas) publicado en 1486, un manual para jueces y victimarios, que daba santo y seña de las brujas y sus diabólicas costumbres. Sin embargo, este tratado demonológico no era puntual respecto de sus rasgos, de las características propias de las brujas, de modo que todas las mujeres se convirtieron virtualmente en servidoras del mal; tan fue así que el menor gesto bastó para lanzar la acusación sobre miles de mujeres y en muchos casos, la sola acusación bastaba para llevarlas a la hoguera ‒según algunas cifras se cuentan un total de 110,000 mujeres acusadas de brujería y 60,000 ejecutadas por esta causa‒.
La hechicería, curación y adivinación, esos saberes práctico-mágicos que formaban parte de las tradiciones populares y que eran propios de las mujeres, fueron el blanco de ataque de una institución que buscaba legitimarse sobre los mismos dominios de la vida y la sexualidad. La Iglesia construyó la figura de la bruja y en los cuerpos de las condenadas prendió fuego contra el diablo, que fue a la vez el paganismo enemigo y el cuerpo mismo y su erotismo. Hay quien no duda señalar que esta cacería pone de manifiesto una intolerancia extrema hacia las mujeres y sus saberes, tanto como hacia su cuerpo y sexualidad, por cuanto salían de la norma y cuestionaban el dominio de una institución patriarcal.
La bruja, hija por igual de la pagana Diana, diosa indomable de la naturaleza, que de la abjura Lilith, mujer primigenia que abandonó a Adán porque éste no quiso invertir los papeles en la cópula y se avino mejor con los demonios. La bruja, antigua sabia hechicera, fue a parar a la hoguera, más como chivo expiatorio que se ofrece al sacrificio que como agente demoníaco; en ella, en ellas, toda una sociedad, desde sus instituciones hasta el lumpen del vulgo, consumieron en el espectáculo de las llamas sus propios miedos, su odio, su intolerancia, su otro, su envés; pero ese diablo, el enemigo por excelencia, no ejerce su dominio desde el infierno, lo llevamos dentro, no es un ángel caído sino la humana capacidad de hacer el mal.