Por: Rebeca Avila

El James Webb, ¿una vista al pasado de las estrellas?
Galaxia fantasma, NGC 628
Foto: NASA, ESA, CSA, STScI

Las estrellas. Sabemos que no son luciérnagas. Sí, que son bolas de gas quemándose, pero no a millones de kilómetros de aquí (la Tierra), sino a años luz, es decir la distancia que tarda la luz en viajar en lo que, a nuestro entender, es el tiempo (unos 9 billones de kilómetros por año). Quizá es muy complejo de entender – y de explicar- pero la curiosidad misma es la que nos hizo salir una vez de la caverna para explorar el exterior, y si mirar afuera supuso un enorme desglose de preguntas, el mirar arriba sigue siendo una práctica lo mismo abrumadora que fascinante.

La astronomía fue una de las primeras ciencias que sirvieron al humano para desarrollar y despejar sus inquietudes al observar el cielo, en busca de respuestas para su supervivencia y con ello indagar en el misterio que encerraba la estrella más cercana a nosotros: el Sol. Pero ahí, en la bóveda celeste había muchos más cuerpos y destellos que siempre han significado un enigma, lo que nos llevó a construir edificios desde donde realizar estos registros celestiales, los primeros observatorios, con los cuales encontramos algunas respuestas. Con los hallazgos de las antiguas civilizaciones vinieron también la formación de historias alternativas para darle sentido a todo lo descubierto pero que continuaba siendo un cúmulo de incógnitas que hoy aún no terminamos de comprender.


Nebula Carina, NGC 3324
Nebula Carina, NGC 3324
Foto: NASA, ESA, CSA, STScI

Pero fue hasta la era moderna que estos mitos comenzaron a caer frente al conocimiento científico. En agosto del 1609, en Venecia, un hombre cuya visión e ingenio revolucionarían la historia a pesar de la censura conservadora y religiosa, Galileo Galilei, presentó ante el senado de esta ciudad un invento sin precedentes: el primer telescopio registrado. Este descubrimiento, cuyo inicio tenía objetivos militares, cambió para siempre nuestra forma de concebir nuestro propio lugar no sólo en el mundo, sino en el universo que aún no sabíamos que existía.

El 12 de julio, la NASA hizo públicas las fotografías que el telescopio James Webb, el más poderoso construido hasta la fecha, captó en los confines del universo observable, y del invento de Galileo al colosal artefacto lanzado al espacio en diciembre de 2021, existen no sólo más de 400 años de diferencia sino una evolución de técnicas, leyes físicas y tecnologías que nos han permitido entender que no sólo somos un insignificante punto minúsculo en el cosmos, sino que ese lugar lo ocupamos en el tiempo y el espacio a la vez. Muy probablemente, mientras se resuelve un puñado de preguntas, surgen montañas de dudas más, pero esa sed de descubrir es la que nos ha traído hasta aquí.

Quinteto de Stephan. Grupo Compacto de Hickson
Quinteto de Stephan. Grupo Compacto de Hickson
Foto: NASA, ESA, CSA, STScI

A partir del telescopio de Galileo, dotado de una lente con aumento que le permitió descubrir que la luna no tenía una superficie plana perfecta, que el Sol no orbita alrededor de la Tierra, que ésta mucho menos es el centro del universo y que existen otros planetas, comenzó lo que bien podríamos llamar la primera carrera espacial; decenas de científicos en su ímpetu de ver cada vez más lejos desarrollaron telescopios cada vez -absurdamente- más largos, sin embargo, estos hombres pronto se toparon con que el tamaño no importaba, pues pese a la longitud de sus artefactos, los objetos captados en la lejanía no eran nada nítidos. En los años siguientes, otra de las mentes más brillantes de la ciencia haría su aportación a la ingeniería de los telescopios y a la física óptica: Isaac Newton y su descubrimiento de la refracción y reflexión. Con ella, entendimos que la luz blanca en realidad está compuesta de múltiples colores y que esta se distorsiona con la refracción.

Con esto, ofreció a la astronomía su aportación: un telescopio reflector con espejos que, pese a que apenas medía 15 centímetros de largo, tenía un aumento de 40 veces su diámetro. Y desde entonces esa ha sido la base de la potencia de los telescopios: espejos cada vez más grandes diseñados con una precisión y prolijidad únicas. El Webb, por ejemplo, con sus 18 espejos hexagonales recubiertos de oro ha logrado captar, con mucha mayor nitidez, “objetos” a la misma distancia -años luz- que su predecesor el Hubble. Pero la teoría de Newton no sólo aportó el uso de los espejos en los telescopios. En el siglo XIX, James Clerk Maxwell y su teoría electromagnética predecía la existencia de ondas electromagnéticas, siendo la luz tan sólo un tipo de ellas. Este espectro de electromagnetismo ha sido aplicado en el telescopio James Webb, el cual utiliza lecturas infrarrojas para poder avistar objetos a través de cuerpos, nubes de polvo y otras partículas que no permiten captar imágenes en el espectro de luz visible. Así, diversos hallazgos a través de décadas han contribuido a la posibilidad de tener impresiones como las que nos ha regalado el JW y en las cuales podemos ver las profundidades del cosmos y en cuya foto más impactante se observa una aglomeración de miles de galaxias, ubicadas a 4 mil 600 millones de años luz, en una región conocida como SMACS 0723.


El Webb, ¿una vista al pasado?

El universo primitivo, un viaje al pasado como nunca antes fue posible, las galaxias como fueron hace mil millones de años. Es lo que se dice que el Webb capturó. La imagen infrarroja del profundo universo ha creado tal fascinación por la lejanía espacio-tiempo que supone. Algunas declaraciones de los medios de comunicación calificaron a este descubrimiento como una ventana al pasado, a conocer cómo era el universo “poco” después -millones de años- del Big Bang. ¿Pero cómo es esto posible?, ¿es entonces el telescopio Webb una máquina del tiempo?, ¿cómo es que, gracias a hallazgos como este, podríamos confirmar que hay vida en otros mundos?

Decir que con esto podemos ver hacia el pasado del universo, es más complejo que hablar de pasado y presente. Para nosotros, los humanos, todo se delimita entre la oscilación del día que sigue a la noche y viceversa, del ritmo circadiano de la vida misma. Pero el tiempo es sólo nuestra forma que encontramos de medir el cambio, en palabras de Aristóteles. Pero Newton no dejó de sorprendernos, y tiene algo que decir sobre este tema: además de este “tiempo” que nos ayuda a entender y medir el transcurrir de los días terrestres, debe existir un tiempo ajeno a esto, imperturbable que discurriría pese a cualquier otro elemento. En parte tendría razón, pero no sería hasta que Einstein entrara al juego décadas después con su teoría de la relatividad donde las leyes de la gravitación entran al quite. En su libro El orden del tiempo, Carlo Rovelli lo expresa así: “Más que un dibujo sobre una tela, el mundo es una superposición de telas, de estratos, de los que el campo gravitatorio es solo uno más. Y, como los demás, no es ni absoluto, ni uniforme, ni fijo, sino que se dobla, se estira, se expande y se contrae con los demás”. Ese mundo se traduce al universo también y este se expande a cada segundo. Hablar de estar mirando el pasado a través de las imágenes del Jame Webb es demasiado sencillo si contemplamos que estamos ante una proyección de la luz que viaja a través del espacio y llega hasta nosotros. En el espacio-tiempo no existe tal cosa como el pasado y presente, sino la posibilidad de que todo se encuentre en estado fluctuante, indeterminado, y ¿por qué no?, que un acontecimiento puede darse a la vez antes y después que otro.

Las imágenes que llegaron al campo de percepción del James Webb, como en las que se muestra un cúmulo de galaxias o de increíbles nebulosas ensoñadas, lo hicieron después de miles de millones de años de haber emitido su luz. Y, sin embargo, en la brevedad que implica el presente, hemos podido verlas y conservarlas. Ahora, ese pasado perdura, al menos en imágenes y sí, al menos en un sentido poético, por ahora el Webb es nuestra ventana al pasado, a los principios del universo.


Primer Campo Profundo de Webb
Foto: NASA, ESA, CSA, STScI