Por: Rebeca Avila

El violista del diablo, Niccolò Paganini, o el arte de construir su propia leyenda

En 1808, Johann Wolfgang von Goethe daba forma literaria al mito germánico de Fausto en su poema dramático homónimo. En esta tragedia escrita por Goethe, referente del más puro romanticismo alemán, Fausto es seducido por Mefistófeles, el mismo demonio, para venderle su alma a cambio de encontrar el conocimiento absoluto y la inmortalidad.

Bajo la misma primicia del intercambio de un alma por algo de valor intangible, se creó durante los años siguientes el mito alrededor del talento inaudito de un joven violinista genovés: Niccolò Paganini, nacido un 27 de octubre de 1782. La diferencia es que el don por el que había entregado su alma al demonio era tan anodino como igualmente trascendente: su talento como el más extraordinario de los interpretes del violín le daría tanta fama como para asegurar que su nombre quedara escrito en la Historia.

Se dice que, ante una potente, y pocas veces vista, fuente de talento, las personas suelen atribuir ese genio a poderes divinos (o diabólicos). La historia fantasiosa en torno a las habilidades interpretativas extraordinarias de Paganini se dice que fueron creadas a partir de un suceso anecdótico: cuando era niño, su madre había tenido un sueño en el que su hijo era bendecido por un ángel y lograba convertirse en el mejor músico del mundo. Con el tiempo, ese ser alado no sería un ángel sino el mismo diablo y, alimentado por su carácter, su aspecto y su vanidad artística, el mismo Paganini se encargaría de esparcir el rumor acerca de su procedencia de virtuosismo.

Otra historia más creíble es que, aunado a un innegable talento, la infancia de Niccolò se vio marcada por una crueldad verdaderamente inaudita por parte de su padre, un músico vulgar que viendo las posibilidades que tendría su hijo para destacar lo obligaba a practicar cerca de 10 horas al día, sumando las múltiples ocasiones en las que fue privado de alimento durante días como castigo por no lograr la perfección.

El apodo del “violinista del diablo” lo persiguió y le aseguró parte de su fama y riqueza. El hecho de decirse que hizo un pacto con Satán sólo servía para crear expectación, susurros, varias envidias, una explicable sed de ver, aunque sea una vez, a un hombre tocar el violín como nadie más, como nunca antes. Para Paganini, no había mala publicidad, sólo publicidad, y ya fuera gracias a sus admiradores o sus detractores, usó todo lo que se decía acerca de él como un escalón. Aquí sólo había una verdad, y era que verle ejecutar el violín era una experiencia que trastocaba la existencia. Había un antes y un después en la vida luego de oírle y de verle, porque ir a un concierto de Paganini era un deleite doblemente sensorial, sonoro, pero también un espectáculo visual entre lo frenético y lo conmovedor. Se dice que uno de esos a los que les cambio la vida, fue a un joven Franz Liszt, que después de escucharlo tomó su destino con determinación.

Paganini destacó por su interpretación, pero también fue un prolífico compositor que creó piezas complejísimas en las que evidentemente buscaba la dificultad e innovación propias de su genio, como los famosos 24 caprichos para violín. La conjunción de su obra compositora y su interpretación dio como origen una publicación del propio director de la Orquesta de Frankfurt, Carl Guhr, quien ofreció un breve análisis donde explicaba las seis innovaciones básicas de Paganini, que lo diferenciaban de otros violinistas. Estás eran: su método de afinación de instrumento, su técnica de arco, su práctica de combinar notas de arco con pizzicato de la mano izquierda, su uso de los armónicos, sus composiciones para la cuerda de sol y la rara digitación.

Sumado a los rumores de su diabólico don existían también hechos palpables, por ejemplo, que sus manos eran tan inusualmente delgadas y largas que le permitían maniobrar los dedos y el arco a la hora de tocar. También decían que a propósito rompía las cuerdas de su violín para lograr sonidos más agudos y estridentes.

Lo impredecible de su carácter, sus múltiples enfermedades, entre ella la intoxicación por mercurio para tratar la sífilis, fueron mermando la gracia con la que logró encantar al público durante años de giras fuera de Italia, en París, Viena y Londres, lugares donde logró amasar su fortuna cuando las entradas para verlo duplicaban el costo de una entrada ordinaria. Verle era una suerte de concierto de violinista rockstar moderno, pero sin las luces apabullantes, ni el sonido de alta fidelidad, ni los “duelos” entre músicos, los arreglos eléctricos, ni una imagen bien pulida, ni una cabellera rubia y sedosa. Sólo el lánguido hombre de carne, con su alma en agonía y una capacidad desbordante.

Tanto la obra de Goethe acerca del intercambio de un alma con el diablo, como el mismo Paganini no sólo pertenecieron al Romanticismo, sino que cada cual se volvió referente de este periodo en su propio arte. Si Paganini conoció el mito de Fausto y se sirvió de él, no se sabe. Que Goethe escuchó tocar a Paganini, fue un hecho, y que no fue precisamente su adulador, también. Aunque el mito debe radicar en su grandeza y no en el especulativo y absurdo origen de su talento, el hombre vanidoso a quien su fama le negó la cristiana sepultura, sólo se arrodillo, después de ser tocado profundamente por su música, ante Hector Berlioz.