“A veces he maldecido al Creador y a mi existencia; luego me he resignado. Pero, si es posible, quiero afrontar mi Destino, y sin embargo, habrá momentos de mi vida en que seré la más Desgraciada criatura de Dios”.
El 9 de noviembre de 1989 se logró la unión de la Alemania Oriental y Occidental tras el derribo del Muro de Berlín. Este hecho, uno de los más significativos de la Historia Contemporánea y del continente europeo, que permitió la reunificación de una misma nación dividida desde el término de la Segunda Guerra Mundial, fue enaltecido semanas después de ese mismo año, con un concierto que ilustraba a la perfección el final de una era (la caída del Muro) y el inicio de otra (la apertura de la Puerta de Brandeburgo). El espectáculo, consumado en la sala de la Orquesta Filarmónica de Berlín y proyectado en dos pantallas gigantes en la plaza berlinesa de Breitscheidplatz, logró congregar en ésta a más de 6 mil alemanes que, bajo la lluvia, festejaban a la hermandad, de sangre y universal, que el muro separó durante 40 años.
El repertorio del concierto tenía una sola pieza que, si no hubiera sido creada en los 20 del siglo XIX, parecería que habría sido mandada a componer especialmente para glorificar este momento histórico: la Novena sinfonía en re menor, opus 125 del mismísimo alemán Ludwig van Beethoven.
La Novena de Beethoven (ambos unos de los máximos símbolos del país europeo por obvias razones) es también popularmente conocida como Himno a la alegría (además de la Coral), debido al título del poema Oda a la alegría del (alemán también) Friedrich Schiller, publicado en 1786, del que se extraen algunas estrofas que Beethoven agregó para introducir un grupo coral en el cuarto movimiento de esta sinfonía.
Este 16 de diciembre (algunas indagaciones difieren con el día exacto), se celebra el 250 aniversario del bien llamado genio de Bonn. Para honrarlo, en este Pantalla sonora hablamos de la que fue, si no su máxima empresa, sí una que cobró gran importancia dentro de su obra, por varias razones: fue la última sinfonía que compuso antes de morir; lo hizo completamente sordo; rompió las reglas de aquel entonces en cuanto a creación de sinfonías cambiando el orden de los movimientos (allegro, adagio, scherzo y allegro tradicionales vs. allegro, scherzo, adagio y recitativo), incursionando una parte coral para el final y extendiendo su duración, de los 40 minutos, que normalmente duraba una sinfonía de principio a fin, hasta rebasar la hora: la Novena y algunas de sus curiosidades.
Pese a que la obra completa tiene una duración de 74 minutos y 33 segundos (el mismo tiempo de almacenamiento de un disco compacto), la parte más memorable y popular es el cuarto movimiento, donde se introduce la parte coral que, si bien Beethoven no fue el primero en tratar de incursionar una parte vocal a una composición tradicionalmente instrumental, sí fue el primero en hacerlo con una maestría singular.
A diferencia del resto de los músicos hasta ese entonces, quienes gracias a un mecenas (la aristocracia o el clero) se hacían de fama y dinero por medio de encargos, Beethoven pocas veces sucumbió a ajustarse a las imposiciones de quien pagaba. Su misma independencia creativa le permitió ganar y vivir decorosamente. Su proceso era componer y luego vender, al precio que él estipulara, sus obras. Sin embargo, en 1821 aceptó el reto de componer una sinfonía aun en su estado. Esa libertad de la que gozaba le permitió hacer su pieza más experimental y retomar el poema de Schiller para musicalizarlo: “Gozosos como vuelan sus soles/ a través del formidable espacio celeste/ corred así, hermanos, por vuestro camino alegres/ como el héroe hacia la victoria”.
En cuanto a la alineación instrumental, estaba compuesta por flautín, flautas, oboes, clarinetes, fagots, contrafagot, trompetas, trombones, violines, violas, cellos, contrabajos y la incursión de, por primera vez, percusiones en una sinfonía, como timbales, bombo, platillos y triángulo, además del coro de solistas, soprano, alto, tenor y bajo.
“Desgraciadamente, un demonio celoso, mi mala salud, se ha cruzado en mi camino. Desde hace tres años mi oído es cada vez más más débil”, escribía Ludwig en una carta a su amigo y médico Wegeler a principios de 1800. Se presume que su sordera estaba ligada a sus males intestinales, e incluso se especula que ambos padecimientos tenían su origen en la sífilis que azotaba a la época, sin embargo, no hay pruebas que aseguren esa hipótesis.
La anécdota del estreno de la Novena sinfonía, el 7 de mayo de 1824, en el Kärntnertortheater de Viena, es bien conocida: si Beethoven no renunció a la composición mucho menos lo haría a dirigir su última obra después de más de 10 años de ausencia de los escenarios debido a sus múltiples padecimientos. Así que aquella noche, con ayuda de un asistente (Michael Umiauf), Beethoven dirigió de principio a fin aquella partitura que cambiaría la forma de hacer música clásica para siempre por su innovación, contrastes y la libertad creativa de la que gozó. Al final de la presentación, el genio, aún de espaldas, extasiado y sin percibir que el último acto había terminado (pues no escuchaba absolutamente nada), recibió una seña para volverse hacía el público, que lo ovacionaba de pie y sin cesar.
Durante su vida y posterior muerte, existieron varios mitos sobre su persona, como el hecho de que se le asociara con las logias masónicas y que algunas teorías osen dotar de secretos ocultos masónicos a las estrofas elegidas para el acto coral del cuarto movimiento de la Novena.
“Puedo decir que llevo una vida miserable. Hace casi dos años que evito toda clase de sociedad, pues no puedo decir a la gente: soy sordo. Si tuviera cualquier otro oficio, esto sería quizá posible, pero en el mío es una situación terrible. Y con esto mis amigos, que no son pocos, ¿qué dirían? Para darte una idea de esta extraña sordera, te diré que es el teatro debo colocarme cerca de la orquesta para poder oír a los actores. No oigo los tonos elevados de los instrumentos y de las voces cuando me pongo un poco lejos”.
Egoísta, huraño, antisocial, narcisista y víctima del mal de amores, son parte de la fama del genio de Bonn. Verdaderos o falsos estos mitos en torno a su figura, lo cierto es que quién podría mantenerse impasible y regocijante si su mayor talento (y verdadera pasión) fuera coartada por la pérdida de una herramienta (anatómica) indispensable para la creatividad. El estado trágico de su vida es en sí misma una historia propia del Romanticismo, periodo del que fue musicalmente su pionero precisamente con la Novena sinfonía, dejando atrás el período clásico.
En el aspecto más amplio, el proceso de creación de esta pieza sin rastro alguno de su sentido del oído fue toda una proeza: Beethoven compuso hasta el final utilizando un piano. Sin poder escuchar, él se valió de herramientas fabricadas especialmente para que pudiera percibir las vibraciones que emitía el instrumento. Su falta de sentido auditivo no le impediría a un hombre que comenzó a componer desde niño, vislumbrar la música dentro de su mente (a lo Beth Harmon de Gambito de dama orquestando sus movimientos de ajedrez). Así pues, poética y literalmente, Beethoven sentía la música, ¿no son los principios de apegarse a la sensibilidad y los sentimientos las bases del movimiento Romántico? La sordera podrá haber obstaculizado su destreza como intérprete o como director de orquesta, pero nunca como compositor. A pesar de la falsa creencia de que su pérdida de oído (uno de los más finos de la historia de la música, antes de perderlo) mermó su creación, es de hecho esta última etapa de su vida, una de las más fructíferas.
Tras su muerte, en 1827, varios años y coincidencias después, existió la creencia en la “maldición de la novena”, aquella superstición que versa que, después de la muerte de Beethoven, los compositores están destinados a morir una vez lograda su novena sinfonía. Para un pequeño puñado, efectivamente no hubo décima: Franz Schubert (1828), Anton Brukner (1896), Antonín Dvorak (1904), Gustav Mahler (1911), Alexander Glazunov (1936) y Ralph Vaughan Williams (1958).