Por: Rebeca Avila

Tres rosas amarillas: o los últimos días de Chéjov hechos ficción

Para varias culturas, la presencia de una mariposa negra significa augurio de muerte o muestra ferviente de que ya se encuentra frente a nosotros. Para Olga Knipper, esposa de Antón Chéjov, fue lo segundo; al menos en el mundo que Raymond Carver creó en Tres rosas amarillas. En este cuento, publicado por primera vez en el New Yorker en 1987, y uno de los últimos aportes del escritor norteamericano, se relatan desde la imaginación de Carver – no sin ayuda de las anécdotas de aquellos cercanos a Chéjov- los últimos días de uno de los grandes escritores de Rusia, siempre a la sombra de su contemporáneo Tolstoi; aunque a diferencia de él, no escribió monumentales compendios novelísticos, sí fue un gran maestro del relato corto y de la dramaturgia.

Para quienes no conocen la obra de Carver, puesto que su obra es corta y el reconocimiento le llegó póstumo, sus relatos suelen hacer alusión a personajes que son el arquetipo de un estadounidense promedio: desolado, triste, al margen de la locura o que ven la vida pasar sentados en la cocina. Su estilo, siempre llamado minimalista, envuelve hasta dejarnos con finales en los que la conclusión va por nuestra cuenta. En Tres rosas amarillas, Raymond ofrece un relato precioso, detallado en lo indispensable para hacernos sentir que estamos presenciando la antesala a la muerte de Chéjov. Sin caer en sentimentalismos, porque ese nunca fue su estilo, Carver nos lleva de la mano entre lo que parece un relato biográfico pero que, en realidad, convierte a la persona (Chéjov) en un personaje envuelto en la tragedia de la muerte inminente.

Algunas de las curiosidades que acercan a estos dos autores, además del claro homenaje de Carver a uno de sus grandes ídolos, son: ambos fueron cuentistas y genios del relato corto, a la sombra de otros escritores; murieron a mediana edad (Raymond de cáncer de pulmón, Chéjov de tuberculosis); sus últimas obras, de las mejores que pudieron verter en el papel, fueron escritas un año antes de sus respectivas muertes; el mismo Carver, paradójicamente, es considerado a últimas fechas como “el Chéjov americano”.

El motivo para escribir estas líneas es recordar lo que acontece al final de Tres rosas amarillas: la muerte de Antón Chéjov, la madrugada del 15 de julio de 1904 en la habitación de un hotel en Alemania.


Adentrándose en Tres rosas amarillas

Sin afán de contar aquí el cuento completo, nos limitamos a mencionar aquellos pasajes que crean la ilusión, con santo y seña, de aquel Moscú y aquel balneario de Badenweiler donde Chéjov pasó sus últimos días inmerso en la agonía.

El lujo y la buena vida, a los que, por cierto, Chéjov siempre hacía una crítica en sus obras cuando se trataba de retratar a la burguesía rusa de finales del siglo XIX, abren este relato describiendo la elegancia de un bello restaurante al que Chéjov acude para reunirse con Alexéi Suvorin, con quien, a pesar de tener diferencias ideológicas, mantenía una amistad estrecha y genuina; quizá sus orígenes pobres y campesinos los unían (ambos eran nietos de siervos que lograron su libertad). Enseguida, la tragedia arriba a las páginas, en medio de esa cena con finos candelabros que reflejan la luz al máximo, el genio ruso tiene el primer episodio que lo conducirá a su desenlace y, en medio de un ataque de tos, escupe sangre.

Lo que viene a continuación es el traslado de Chéjov a una lujosa suite al lado de su esposa, la actriz (que protagonizó su obra La gaviota) Olga Knipper. “Todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo” asegura Carver para darle veracidad y autenticidad a las citas de las personas reales que usa como diálogos para los personajes. En esta historia breve, todos los esenciales visitan a Chéjov en el ocaso de su vida: su hermana María, su esposa Olga, el médico que lo atendió hasta el último suspiro y el mismísimo gran León Tolstoi.

En Tres rosas amarillas, las curiosidades de su vida profesional convergen con la intimidad y ponen de cara su personalidad. Se advierte, por ejemplo, que su última contribución al teatro, El jardín de los cerezos, considerada una joya de esta literatura, fue escrita a cuentagotas por un Chéjov decaído en ánimos y fortaleza física; a esto se suma la supuesta rivalidad con Tolstoi, que queda acallada cuando este último lo visita y deja en claro que es un gran admirador de su obra (al menos de la narración corta) y de su persona: “Estoy contento de amar… a Chéjov”.

Carver dibuja la postura de Chéjov ante su enfermedad terminal y su destino: estoico de una manera y otra, pues pasaba de estar consciente del inminente final a la posibilidad de la mejora, pero nunca temeroso ante la llegada de la muerte:

“El doctor Schwöhrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chéjov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente ¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver.”

Ante esta sentencia del mismo Chéjov ¿qué hacer?, ¿sentarse a esperar?, ¿ponerse a llorar?, ¿pedir perdón por lo que sea que haya que pedirlo?, ¿solicitar un cura? Esas opciones no serían ni muy rusas ni muy chejovianas; genio y figura hasta la sepultura. La mejor manera de despedirse de este mundo sería bebiendo una copa de la mejor champaña.

Al final, ese estoicismo sigue hasta las últimas líneas del relato: Chéjov muere y, lejos de que corran los ríos de lágrimas, su viuda, invadida de serenidad, encomienda a un camarero que vaya a buscar servicios funerarios; urgente pero discretamente, reza el encargo.