“Fui revolucionario durante mis cuarenta y tres años de vida consciente y durante cuarenta y dos luché bajo las banderas del marxismo. Si tuviera que comenzar todo de nuevo trataría, por supuesto, de evitar tal o cual error, pero en lo fundamental mi vida sería la misma. Moriré siendo un revolucionario proletario, un marxista, un materialista dialéctico y, en consecuencia, un ateo irreconciliable. Mi fe en el futuro comunista de la humanidad no es hoy menos ardiente, aunque sí más firme, que en mi juventud”.
Un 20 de agosto de 1940, en su casa de la calle de Viena en Coyoacán, León Trotsky recibió en su estudio a Frank Jackson ‒Ramón Mercader, militante que también usaba el nombre de Jacques Monard‒, un joven que asistió hasta allí con el pretexto de consultar con el filósofo y revolucionario un artículo. Jackson había ganado no hacía mucho la confianza de una de las secretarias de Trotsky, fue así que logró entrar en la casa y llevar a cabo la tarea que tenía encomendada por el NKVD de la URSS: armado con un pico, asestó un fuerte golpe en la cabeza al otrora protagonista de la Revolución de Octubre, quien luego de ser trasladado de emergencia al hospital, murió al día siguiente. Por su parte, Mercader estuvo en prisión 20 años y a su salida, fue condecorado por la Unión Soviética como héroe por el asesinato del perseguido traidor del régimen.
Su nombre era en realidad Lev Davidovich Bronstein, hijo de agricultores nacido en Ucrania en 1879. En sus años de estudiante dio muestra de un talento nato para las matemáticas, disciplina en la que se formó a nivel universitario, pero cuya profesión no ejerció por adscribirse también muy joven a la lucha social y al pensamiento marxista. Militó al lado de los movimientos obreros y campesinos en las oleadas revolucionarias que ya antes de 1905 se agitaron en contra del Imperio zarista en Rusia, como resultado de esto, Lev fue encarcelado y sometido a trabajos forzados en la famosa prisión de Siberia en 1900; tras su huida, en 1902 adoptó el nombre de uno de sus carceleros, León Trotsky, para tramitar un pasaporte y salir del país. Es con ese nombre, paradójico salvavidas, con el que lo conoce la Historia.
Trotsky se formó en el marxismo y fue también uno de sus principales teóricos: desarrolló y fue fiel defensor de la idea de la revolución permanente, esto es, que el movimiento de subversión del capitalismo en manos del proletariado no podía sino ser internacional, que no bastaba con que una nación en el mundo adoptara el socialismo, pues siendo el capitalismo un sistema extendido a lo largo y ancho del globo, la lucha por la justicia social tendría también que permear en todas partes del mundo. Esa utopía, en conjunto con ideas consecuentes, pero más tarde tildadas de disidentes y radicales, como la no hegemonía de un partido comunista y su consecuente burocratización, le valió la persecución, el exilio y la muerte.
Trotsky fue, junto a Lenin, el gran personaje de la Revolución de Octubre iniciada en 1917 y que en 1922 logró la conformación del primer gobierno socialista del mundo: la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas. Trotsky destacó por su gran habilidad de orador, gracias a la que convenció a miles de obreros de su patria de unirse a las filas de la revolución proletaria; también fue un gran diplomático y una de sus acciones más destacadas al respecto fue concretar la firma del Tratado de Brest-Litovsk por el que Rusia abandonó la Primera Guerra Mundial en 1918 para ocuparse de su propia guerra civil. A sus proezas hay que sumar el haber dirigido el Ejército Rojo que tomó el Palacio de Invierno y logró la victoria de la causa soviética. Mirado desde aquí, resulta incomprensible cómo este caudillo terminó por ser un perseguido del régimen e incluso un hombre sin derecho a visa en casi todo el mundo.
Luego de la conformación de la URSS y a pesar de antiguas desavenencias ideológicas con Lenin respecto a la hegemonía de un partido comunista por encima de la participación directa de los obreros, Trotsky trabajó de cerca con el líder soviético y se perfiló como el favorito a sucederlo cuando su ya anunciada muerte tuviera lugar. Un personaje menos célebre, pero realmente hábil, Joseph Stalin, también miembro del Partido Comunista, se encargó de coartarle el camino y logró hacerse del poder. Las convicciones trotskistas por la revolución permanente eran irreconciliables con las estalinistas que buscaban un control recio en la URSS, ese socialismo del que tantos se mofan por haberse concretado en un totalitarismo terrible y no en la añorada dictadura del proletariado. Trotsky, qué duda cabe, representaba una real amenaza para los planes de Stalin, no sólo por su abierta oposición hacia el nuevo líder, sino por el peso tremendo de su figura en la recién escrita historia de aquel país.
La razón nunca es de quien la tiene, sino de quien se impone y así sucedió que al gran revolucionario soviético se le acusó de traidor del marxismo, de la Revolución de Octubre y de la doctrina leninista. Por estas falsas acusaciones fue perseguido y en su exilio encontró pocas moradas que garantizaran su seguridad. La acelerada huida halló tregua en 1937, cuando el presidente de México Lázaro Cárdenas ofreció asiló al revolucionario y su familia; detrás de esta decisión se encontraba la pareja Kahlo-Rivera que por entonces estaba adherida al trotskismo y que cobijó al pensador marxista en su Casa Azul de Coyoacán.
En México, León Trotsky y su familia encontraron algo de paz, llevaron una vida entre los círculos intelectuales y artísticos que frecuentaban sus pintores hospederos, además de trabar amistad con algunas organizaciones obreras del país que simpatizaban con sus ideas e ideales, y celebraban sus actos revolucionarios. Pero también en México encontraron apatías que devinieron en un atentado contra sus vidas: tras el asilo otorgado por el presidente del país, el entonces Partido Comunista Mexicano y la CTM liderada por Lombardo Toledano hicieron manifiesta su inconformidad con tal decisión y se sumaron a la campaña de descrédito y señalamiento que la URSS dirigía contra el viejo caudillo; el culmen de esto fue el acribillamiento a los Trotsky en su domicilio de la calle de Viena (a donde se habían mudado al dejar la Casa Azul, no por el motivo que todos creen: aquella aventura entre León y Frida, que supuestamente enemistó a Rivera con el filósofo, sino por desavenencias ideológicas entre ambos respecto al papel revolucionario del arte), en manos, entre otros miembros del PCM, del muralista David Alfaro Siqueiros.
A la contrariedad de ser un marxista perseguido por baluartes de un supuesto credo proletario, hay que sumar que León Trotsky, desde México, organizó la que se conoce como la Cuarta Internacional, organización política internacionalista de la revolución proletaria. La Primera Internacional la emprendieron los mismísimos Marx y Engels en 1864 y la Tercera fue abanderada por el Partido Comunista Soviético tras el triunfo de la Revolución en Rusia, sin embargo, degeneró en la burocratización de la Unión Soviética y obedecía en realidad a los intereses del estalinismo, por esta razón Trotsky impulsó una nueva Internacional que reivindicará la causa de la revolución permanente o la revolución proletaria internacional.
El viraje de los acontecimientos, sin embargo, fue otro totalmente: el piolet, arma asesina de León Trotsky, asestó un golpe mortal a la cabeza de aquel marxista irreconciliable y también, para obviar la literalidad, a la cabeza de aquel último intento de hacer llegar la revolución por la justicia a todos los países del mundo. El asesinato de Trotsky es uno de los tantos que suma a sus derrotas la Revolución que no fue, que no ha sido y que cada vez menos parece que vaya a tener lugar.