“Llegué a las ciudades en tiempos del desorden,
cuando el hambre reinaba.
Me mezclé entre los hombres en tiempos de rebeldía
y me rebelé con ellos.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.”
Es en Londres victoriano, aunque los barrios marginales son siempre atemporales, allí ocurre que la hija del líder de los mendigos de la ciudad se casa a escondidas con un maleante; el padre de reputación no menos dudosa, indignado, hace buscar al hampón para que lo encarcelen y hagan colgar. En esta risible historia se plantean cuestiones como ¿cuál será un crimen mayor, robar un banco o fundar uno? Y alegatos del tipo: ¿para qué dar castigos demasiado severos, si la vida es de por sí lo suficientemente dura?
Es la guerra, realmente no importa cuál, pues es el pan de cada día en la humana historia, en este contexto, la vieja Anna Fierling tira de su carreta cargada de pan y va de un lado a otro haciendo negocio con los dos bandos contrincantes; en la travesía pierde a sus tres hijos, pero ella, Madre Coraje, apenas se lamenta, convencida como está de que lo importante es mantener su negocio.
Es Venecia del siglo XVII, pero la pugna por la verdad nada sabe de geografías ni de épocas, en este lugar, un hombre de ciencia, un tal Galileo Galilei, ha dado con una serie de datos que contravienen las verdades instituidas sobre el mundo y el universo. Las autoridades, baluartes de la verdad, lo obligan a abjurar de su ciencia y él se ve confrontado de forma ineludible por el dilema moral que subyace a todo nuevo conocimiento y, más aún, al hecho de qué tanto puede conmover éste al mundo si no ataca también las estructuras del poder.
Groso modo, estos tres párrafos buscan poner de manifiesto el argumento de las piezas teatrales Madre Coraje y sus hijos, La ópera de los tres centavos y La vida de Galileo, respectivamente, escritas por el dramaturgo y también poeta alemán Bertolt Brecht, quien en unos famosos versos repetía “verdaderamente, vivo tiempos sombríos”, tiempos en que se cambiaba de país como de zapatos debido a la guerra y a la persecución de sus perpetradores, tiempos también en que el auge de la industria cultural comenzaba a subsumir la creación al paradigma del entretenimiento complaciente y consumible. De cara a esos tiempos de violencia, injusticia, alienación y enajenación, Brecht escribió su teatro con la convicción de que este arte bien podría asumir un papel ya no sólo estético sino también ético y político, hasta pedagógico, y sumar a la emancipación de las personas con miras a transformar el mundo. En este sentido es que se dice que su teatro fue revolucionario.
Es a Aristóteles a quien debemos la consigna de que el teatro, el trágico, debe buscar generar catarsis en el espectador, esto es, que a través de la identificación con los personajes, principalmente con el héroe trágico, blanco siempre de un destino funesto, el espectador pueda experimentar agitadas emociones y pasiones de las que una vez terminada la obra se desembarace; se trata de una suerte de expiación, aunque algunos dicen purificación y otros quizá prefieran el término exorcismo. El libro en el que el filósofo griego dejó estas anotaciones sobre el teatro se llama Poética y se sabe que contenía también un análisis sobre la comedia, el otro e imprescindible género dramático, pero se ha perdido; ahora bien, no obstante el conocimiento de esta falta, en el teatro se asumió como canónica la catarsis y, si prestamos atención al hecho de que la palabra que da título a la obra de Aristóteles, poética, refiere a la creación artística en general y no sólo al arte de la escritura y la dramaturgia, ya se puede adivinar cuánto ideal catártico se ha consignado al resto de las artes.
A más de 20 siglos de distancia, Brecht proponía para el teatro algo distinto: situado y sitiado en aquellos tiempos sombríos, no había que buscar que el espectador se identificara con los personajes, tampoco una catarsis sosegadora, la apuesta era generar extrañeza, un distanciamiento que permitiera analizar la puesta en escena, propiciar la crítica y, sobre todo, hacer patente que la farsa no sólo está en el teatro sino también en las calles, en el día a día, y que no es una cosa dada, sino siempre transformable; a este propósito habían de servir los actores, pero también la escenografía misma y la música. El objetivo de este nuevo teatro era que luego de la función, los espectadores se llevaran consigo, a su casas y trabajos, esa crítica sobre las condiciones del mundo y la certeza de que ellos podían cimbrar y transformar su realidad.
Se le conoce como teatro dialéctico y también épico; dialéctico por cuanto propicia un movimiento que va de la confrontación a la asimilación para dar lugar a algo nuevo, eso nuevo es el ideal del socialismo: un orden social en el que imperen efectivamente la libertad e igualdad de todos a partir de la repartición equitativa de la riqueza y los medios de producción, para lo cual es necesaria la revolución proletaria y es esa revolución lo que este teatro busca incentivar. Épico en el sentido más clásico del término: la poesía épica es una de las artes que inspiran las musas, hijas de Mnemosine, la memoria, y si la épica trae al recuerdo las hazañas del pasado, cultivarla es cultivar la memoria: nada tan necesario para transformar el mundo pues, ¿cómo un pueblo desmemoriado podría alguna vez hacer la revolución?
De modo que lo que está en juego en las obras aducidas al comienzo es que las víctimas de la guerra no interesan nunca a quienes están detrás de ellas o se sirven de ellas; que en el mundo del capital hasta la miseria se vuelve mercancía y la ley no está del lado de la justicia sino de avalar ciertos crímenes y reprobar otros; que ningún conocimiento es realmente revolucionario si no cimbra o busca cimbrar las estructuras del poder. Cerrado el telón, el siguiente acto tendría que protagonizarlo el pueblo, el público al que buscaba este teatro, un pueblo que renunciaría a dejarse la piel en guerras ajenas, a perpetuar un orden económico y jurídico que sólo beneficia a unos cuantos, e incluso, reclamaría a sus intelectuales el vivir a expensas suyas para sólo edificar castillos en el aire.
El teatro brechtiano es una apuesta por poner la estética al servicio de la ética, es un teatro político y pedagógico que cree en la emancipación de las personas y en su capacidad de agencia, un teatro que se sabe necesario para los tiempos verdaderamente sombríos. Los que corren no lo son menos, pero la estética está subsumida al consumo y hasta se la compromete en favor de lo que vende, gusta y entretiene; parece no haber pugna por lo que debe propiciarse en los espectadores, pues la industria los ha hecho del tamaño de sus intereses y hasta lo que alguna vez representó una lucha contra el sistema o una resistencia, hoy está a la venta.
En sus versos, Brecht lamentaba la cuota de violencia y de miseria impuesta a esos tiempos sombríos de la primera mitad del siglo XX, confiaba en que los hombres del futuro podrían ser indulgentes con esa historia, su historia. Por supuesto, el dramaturgo pensaba en un futuro de fraternidad y no en este presente en el que no percibimos el fratricidio de tanto que se nos ha interiorizado. En algún margen, quizás aún haya memoria y con ella, la latencia de la revolución y el arte.