Ya hace un año del aquel escandaloso, incómodo y desvirtuado 9 de marzo en el que hubo un paro nacional conocido como 9M o “Un día sin nosotras” como respuesta y reclamo de la población femenina mexicana frente a las cifras en aumento sobre feminicidios. Con esto, se buscaba que todas las mujeres (o la mayoría de ellas) no asistieran a sus actividades diarias (trabajo y/o escuela), ni participaran de manera activa en la economía, eso incluía evitar hacer cualquier tipo de compra, pero también ausentarse de la vida virtual (no internet, no televisión, no radio) para tratar de demostrar que sin nuestra presencia el mundo se detiene. Era una invitación al género masculino y a las instituciones a reflexionar sobre la urgencia de atender el freno sobre estos crímenes hacia las mujeres.
La población nacional se dividió: tanto hombres como mujeres, hubo quienes se indignaron, algunos se rieron y otros más no entendían el punto de lo que estaba pasando (ni pa’ dónde hacerse). Un año después de este suceso -que parece más lejano que el inicio del encierro por contingencia sanitaria-, pareciera sólo un vago recuerdo de algo que pasó, quizá sin pena ni gloria: “mira a las mujeres ahí haciendo sus pininos para no ir a trabajar, ¡qué flojas!”. En el peor de los casos hubo jefes, jefas o profesores, profesoras que se rehusaron a apoyar semejantes mamarrachadas; en el mejor de los casos hubo jefes, jefas o profesores, profesoras que hicieron el favor de dar chance, permiso, para que quienes lo decidieran, pudieran ausentarse sin repercusión alguna. Eso sí, tratar de dejar hecho el trabajo del día a faltar, para que sí se note su ausencia, pero no tanto, ¡qué progres!
El experimento de aquel 9 de marzo quizá no pase a la historia, pero sí que dejó varios aprendizajes respecto a la situación feminista del siglo XXI, quizá el importante es: la desigualdad dentro del mismo movimiento feminista y las marcadas diferencias que pueden entorpecerlo y volverlo un despropósito, no porque no tengan sentido, sino porque muchas demandas del movimiento obedecen sólo a intereses parciales. Si las mujeres pensamos que todas nos encontramos en el piso de miras a romper el techo de cristal, no hemos visto a aquellas que están en los estratos subterráneos. Volviendo a aquel lunes “fatídico” para el país, hubo reclamos, de parte de algunas de las mismas feministas respecto a las mujeres que no pretendían unirse a la causa; algunas no veían el sentido del acto masivo ni que la usencia marcara una diferencia, otras apoyadas en sus propios moldes tachaban de ridícula la idea y se oponían a él tajantemente, y otras tantas pensaron que si este acto simbólico significaba algo o nada, poco importaba, pues no podían darse el lujo de faltar a sus actividades, el sustento de muchas de ellas estaba en el comercio y no trabajar un día, significaba ingresos que no podrían recuperar.
Estos casos nada aislados, recuerdan a una mujer revolucionaria en el sentido estricto de la palabra, cuya lucha fue silenciada acribillándola en el cráneo para luego arrojarla al canal Landwehr de Berlín. ¿Su nombre? Rosa Luxemburgo y nació un 5 de marzo de 1871 en Polonia.
Luxemburgo nunca se declaró como feminista, no porque no creyera en la importancia de la emancipación femenina y su papel político, ni porque no padeciera en carne propia la (doble) discriminación (era mujer y judía); aunque fue una gran oradora y la máxima teórica marxista, fundadora del Partido Comunista de Alemania y líder principal de la Liga Espartaquista, constantemente evitaba apersonarse en sus discursos o en debates contra colegas hombres (como Karl Kautsky) que trataban de limitar la participación política de las mujeres a los temas acordes con la llamada cuestión femenina. A pesar de acallamientos, comentarios machistas e insultos, nunca pretendió que ser mujer fuera un motivo de condescendencia.
Sin embargo, su aportación y participación en la lucha por los derechos de las mujeres proletarias, junto con su amiga Clara Zetkin con quien colaboró infinitamente en el periódico La Igualdad, dejó bases importantes que revisar para entender por qué el feminismo ha avanzado a pasos cortos a lo largo de la historia. Hay quienes hablan de los pequeños grandes logros sobre materia de derechos de las mujeres, pasando por alto el hecho de que la mayoría de las ocasiones los logros son parciales o responden a intereses limitados. RL realizó tajantes críticas hacia lo que denominaba feminismo burgués, bajo el argumento de que, como en otros momentos de la historia, cuando es preciso acoger causas de minorías el sistema capitalista (y también el socialista) se da a la tarea de reclutar a los sectores de la población que considere útiles; en aquel entonces fueron las mujeres; en su momento dado ha sido la población negra o la comunidad LGBTTTIQ.
Para Rosa Luxemburgo, que escribió el discurso de 1912 El sufragio de las mujeres y la lucha de clases, la lucha por el voto de la mujer no funge de manera reivindicativa a nivel universal, la cuestión de apoyar el sufragio femenino sin importar la raza o la clase social sería un primer escalón para llevar a las mujeres obreras a la emancipación. Décadas antes de este pensamiento, Maria Stewart, la primera mujer estadounidense en hablar en público, dejaba clara esta situación: si para una mujer blanca es difícil ser tomada en serio, los derechos de las mujeres negras eran un chiste de mesa en las reuniones burguesas.
Aterrizando estas ideas de hace un siglo a hoy, ¿qué sucede con las trabajadoras domésticas o con aquellas mujeres de servicio de limpieza público?, ¿qué hay con los derechos de las mujeres indígenas, de las transexuales o las de la tercera edad? Lo que hace falta es empatía real para hacer que todas las intersecciones que forman o no parte de los diversos movimientos feministas logren encontrarse para un verdadero bien común.