“Representa a los campesinos sin tierra, a los trabajadores sin trabajo, a los intelectuales sin ideas, a los políticos sin vergüenza… En fin, representa la tragedia de una patria en busca de la nación perdida”.
Xólotl era para los mexicas la deidad gemela de Quetzalcóatl, castigado por el desacato ante el sacrificio que se autoimpusieron los dioses para lograr que el Sol se moviera y por fin comenzará todo, fue condenado a vivir en el fango del lago de Xochimilco en la forma de un horrible monstruo; según las versiones, Xólotl acompañó a su hermano al Mictlán o fue él solo hasta ahí a robar los huesos para formar a los hombres. Ese curioso animal que es estirpe suya ha sido motivo de acalorados debates entre biólogos y evolucionistas, el anfibio mexicano además de contar entre sus proezas el haberse metamorfoseado con el cronopio Cortázar en algún acuario parisino, es resultado del extraño proceso biológico de neotenia: el destino del axolote, forma larvaria, debería ser convertirse en una salamandra, pero no llega jamás a serlo y en este estadio pueril o juvenil logra reproducirse, y así, perpetuar su infamia y su infancia. El antropólogo Roger Bartra en su ensayo La jaula de la melancolía elige a este bicho para diseccionar los estereotipos del mexicano, pues al parecer, al igual que el habitante xochimilca, el mexicano se resiste a metamorfosearse, a madurar, a salir de su estado larvario.
Respecto de nuestro carácter nacional, los mexicanos hemos asumido todas las máscaras que nos han señalado como propias. Somos seres en zozobra, anhelantes de aquel pasado perdido de la vida en el campo o de una vida más ligada a la tierra, como la de las culturas mesoamericanas. Esta melancolía que nos es propia tiene por compañeras nada halagüeñas a la desidia o la indiferencia: la añoranza de su paraíso perdido no le permite al mexicano atender el presente, permanece inmutable al paso del tiempo, no participa de la historia o como suele decirse “en México no pasa nada”.
Del mexicano también se ha resaltado su sentimiento de inferioridad, una sospecha que pesa gravemente sobre sí mismo y que está dispuesto siempre a eludir, trocando sus faltas en virtudes. La inferioridad le viene de antaño, de saberse heredero de una patria vejada y conquistada, de no haber conseguido a pesar de quitarse el yugo español formar una nación a la altura de las europeas o de haber entrado al siglo XX a caballo ‒pero enarbolando la primera revolución popular del siglo‒. El fracaso de cada gran empresa que se ha dado este pueblo sólo ha podido reafirmar en él su supuesta inferioridad y en su evasión se ha cristalizado en las máscaras del macho o del pelado, dos tristes especímenes que se regodean de su miseria.
El mexicano, por su puesto, no le teme a la muerte: nos reímos con ella, la sacamos a bailar y le robamos uno que otro beso. Pero algunas lecturas de esta temeridad, más que ligarla a la herencia del culto al Mictlán de los antepasados mexicas, reconocen que la indiferencia ante la muerte es en el mexicano la otra cara de su indiferencia a la vida, ¿qué pierde el mexicano al morir si no tiene por qué vivir? La muerte mexicana es otra expresión de la zozobra y la melancolía.
El mexicano tiene una figura ancestral heroica: el agachado. Es el indígena conquistado y el pueblo pisoteado, el hombre del edén rural perdido tantas veces, la más reciente con la Revolución, mixtificada y estereotipada como el mexicano mismo y su propia historia. Ese héroe agachado tiene su correlato en el México moderno, se trata del pelado: ser sentimental y violento, pasional y agresivo, resentido y rencoroso; un hombre que huye, que se fuga de la dolorosa realidad que lo rodea, su pereza y abulia le llevan a evitar el trabajo, es un hábil creador de complejos mecanismos de elusión y disimulo: el albur, la finta, pero sobre todo el relajo, la versión domesticada de los furores revolucionarios: sin conciencia de clase ni aspiraciones masivas, el relajiento es un ser sin futuro ni porvenir, vive un presente fragmentado sin dirección ni forma, autonegado y destruido.
Ahora bien, el estereotipo señala que en el mexicano se da una desorbitada exaltación de los valores patrióticos, un desaforado nacionalismo. Para confirmarlo basta presenciar los festejos del 15 de septiembre o algún partido de fútbol en el que juegue la selección nacional, los mexicanos se echan encima hasta el molcajete, se atavían con todas sus máscaras: sombrerudos agachados, pero muy machos y muy pelados. Para Bartra la cuestión es la siguiente: todos esos rasgos que se han achacado al carácter nacional, a la supuesta identidad del mexicano, más que haber sido descubiertos por intelectuales como Alfonso Reyes, Samuel Ramos u Octavio Paz, o retratados por artistas como Diego Rivera, fueron creados por ellos, de modo que no hay un ser del mexicano, sino su mixtificación y estereotipación.
El problema es que el estereotipo está bastante asimilado entre la sociedad. La labor fabricadora de máscaras de los intelectuales y artistas mexicanos de principios del siglo XX la han hecho propia los medios de comunicación: todo el tropel de estereotipos del mexicano en la música, el cine y la televisión, que hoy por hoy continúan reivindicando de forma hilarante la miseria como un estado permanente de primitivismo estúpido: “El estereotipo del pelado que vive sumergido en un mundo corrupto debe, no obstante, conmovernos y tocarnos las tiernas fibras del corazón. Debemos entrever la presencia, en el pelado, de un espíritu atravesado por emociones, impulsos, quebrantos y excitaciones. Así, cuando este espíritu es interrogado sobre el sentido del ser del mexicano, la respuesta es evidente: el mexicano no tiene sentido… pero tiene sentimientos”.
Y aún hay más, pueril sería pensar que esta estereotipación es inocente o desinteresada. En el imaginario, la contraparte del pelado es el apretado, el burgués siempre burlado y ridiculizado; en la realidad, en esta comunidad escindida de propietarios y desposeídos, la cultura hegemónica y dominante es la que tiene interés en perpetuar a través de una supuesta cultura nacional popular su sistema de dominación, el ser del mexicano queda así maniatado y prisionero en ese manojo de rasgos psicoculturales. Y si hay que señalar el daño que hace esa mixtificación, habría que mirar cómo el gran mito de la mujer mexicana, virgen guadalupana y malinche traidora a la vez, está en la base de la aberrante violencia de género.
Hacia el final de su recorrido en el carnaval de máscaras de la identidad nacional, Roger Bartra señala que el mexicano no se reconoce ya en la cultura nacional, que no se identifica más con el axolote renuente a madurar, a metamorfosearse, que ha abandonado la identidad impuesta y se asume como un ser de discordancias y contradicciones… Hoy a casi 30 años de la publicación de su ensayo nos encontramos con el mismo axolote encerrado en la jaula de su melancolía.