“Yo siento en mí un fuego que no puedo dejar extinguir, que, al contrario, debo atizar, aunque no sepa hacia qué salida esto va a conducirme. No me asombraría de que esta salida fuese sombría. Pero en ciertas situaciones vale más ser vencido que vencedor, por ejemplo, más bien Prometeo que Júpiter.”
“… después del paso de Van Gogh por la tierra, ni la naturaleza exterior, con sus mareas, sus climas y tormentas equinocciales puede conservar la misma gravitación.”
Su obra está hoy en las galerías más importantes del mundo y es uno de los artistas más conocidos por el gran público, de hecho, sus cuadros pueden encontrarse en las más diversas mercancías desde calcetines, vestidos o corbatas, pasando por tazas o vajillas, hasta cortinas de baño, una oferta tan amplia que puede satisfacer el más diverso gusto de los fans de La noche estrellada, El dormitorio de Arlés o Terraza de café por la noche. Esto resulta paradójico si pensamos que, en vida, el pintor más influyente del siglo XX y del que corre, apenas logró vender algunos lienzos y esto a un precio bajísimo, o que incluso llegó a cambiar por algunos centavos paquetes de sus telas que luego se vendían como lienzos para repintar.
Pero en su fama póstuma no se acaba la historia amarga de Vincent van Gogh, es apenas el final agridulce que corona una existencia plagada de tormento, dolor y soledad. La persecución tardía de la vocación artística, la tensión entre la miseria y consigo mismo por seguir su vocación, vivir de la caridad de su hermano menor Théo, el fracaso y la falta de público y reconocimiento, las fuerzas creativas y el genio que a pesar de todo no se pueden acallar, a pesar de la frustración, la alienación y la locura. La locura, pretendido rasgo imprescindible de los hombres de genio, trágico destino o la cuota justa que hay que pagar por haber logrado percibir, sentir y expresarse de forma distinta ‒quién sabe si más elevada o superior‒ al común de la gente, por sobresalir.
Los episodios más famosos de la locura de Vincent son quizás la oreja cortada y el propio suicidio. Respecto de lo primero, se dice que la tensión entre Vincent y el también pintor Gauguin, quien de hecho había llegado al taller de Van Gogh para formar parte de su utópica comunidad de artistas, se elevó de tal forma que ambos pintores entraron en combate alguna noche de diciembre de 1888 en una taberna, Vincent se fue encima de Gauguin con una navaja pero la coerción a abandonar sus intenciones y la afectación por lo sucedido fueron tales que el pintor arremetió contra su propia oreja; también está la versión que señala que la automutilación fue un arrebato de locura amorosa o febril, ya que Vincent, según reportes oficiales, entregó su oreja a una de las chicas del burdel que frecuentaba.
Sea como fuere, este y otros episodios de extravío le merecieron el señalamiento de enfermo mental en vida, de hecho, estuvo internado en un psiquiátrico y durante sus últimos días era tratado personalmente por el médico Paul Gachet. Presa de constantes delirios, ataques de ansiedad y una profunda depresión, el desolado Vincent van Gogh se disparó en el pecho, era 29 de julio de 1890 en un campo de trigo de Auverssur-Oise, a la joven edad de 37 años y con una prolija obra de más de 850 cuadros ‒entre ellos, obras capitales del arte moderno‒, Vincent terminó con su vida por no hallar otro fin para su miseria.
El caso Van Gogh, una etiqueta que pretende englobar la particular psicología del pintor dentro de un cuadro clínico que lleva aparejadas palabras como psicosis y esquizofrenia, ha sido del interés tanto de psiquiatras, psicólogos e historiadores del arte. Hoy en día no hay un acuerdo sobre el o los padecimientos que aquejaban a aquel genio, pero los estudiosos se remiten a su obra y a la correspondencia que mantuvo con su hermano Théo, único amigo y benefactor, para hallar nuevas pistas o señales de su estado mental, así como para echar luz sobre la relación entre su arte y la locura.
El psiquiatra y filósofo alemán Karl Jaspers, por ejemplo, identificó dos momentos clave en la vida de Van Gogh, el primero datado en 1885 con el inicio de la psicosis y el segundo, de 1888, con la caída en picada a causa de esta psicopatía. Frente al hecho de que también se trata del periodo de ebullición artística más original del pintor, especialmente hacia 1888 cuando descubre el color y la luz tan característicos de obras como La noche estrellada, Jaspers niega que haya una relación de causalidad entre la locura y la expresión artística, señala que la esquizofrenia no es en sí misma creadora, que en todo caso sólo podría detonar y exacerbar algo que estaba ahí desde antes, como el talento, la sensibilidad y el propio ímpetu; con todo, se inclina más a afirmar que hay una correlación entre la evolución del estilo del artista y el desarrollo de su psicosis.
Por su parte, el médico francés Jean Vinchon señaló en su estudio El arte y la locura, que no podría establecerse una correlación tal entre la evolución artística de Vincent y el desarrollo de la locura, antes bien, el tiempo que dedicó a su obra es un tiempo que logró arrebatarle a la enfermedad, el tiempo en que pudo dedicarse felizmente a lo que amaba sobre todas las cosas, su arte. De este modo, la obra de Van Gogh representa una victoria sobre la locura, a la que se entregó finalmente, pero no sin dejar el testimonio de su espíritu agitado, revolucionario y creador.
Desde un lugar distinto, mucho más cercano al artista, el poeta Antonin Artaud escribió Van Gogh, el suicidado por la sociedad en donde, en primer término, critica y mina la idea misma del enfermo mental, del alienado; este etiquetado tiene más que ver con las personalidades que son intolerables para la sociedad por cuanto ponen en entredicho sus valores y verdades, y a quienes antes que dejar ser y enfrentar, es mejor catalogar como enfermos, encerrarlos y hacerlos curar. Artaud es enfático en este punto: nadie se suicida solo y en el caso de Van Gogh, en el momento de su desenlace fatal, lo acompañaba toda una sociedad que no soportaba su genio y su visión artística del mundo porque eran genuinamente revolucionarios, no sólo en el terreno del arte y de la pintura, sino en términos de la sensibilidad a que estaba acostumbrada esa sociedad y que, encarnada en el médico Gachet, lo convenció de su locura e inestabilidad, así como en su hermano, que preocupado por la salud de Vincent pagaba los servicios del psiquiatra. De modo que el tumulto que lo llevó a matarse fue implantado en sus adentros desde el exterior, con palabras y categorías que reflejarían más bien la ignorancia e incomprensión de su genio, su visión y su particular fuerza creadora, antes que una real anomalía de su psique.
Su última pintura, Trigal con cuervos, es el gesto de una despedida, pero también una mueca triunfal; en movimiento los trigales y el cielo azul hechos de pintura, los cuervos que alzan el vuelo hacia el horizonte en esta escena que tiene vida propia, como cuadro, como pinceladas, una vida que se activa con la mirada del espectador, el paradigma del arte moderno y el telón que cae sobre una vida que en su última misiva ‒que llevaba consigo el día de su suicidio y estaba fechada en ese día‒ destaca “la verdad es que sólo podemos hacer que sean nuestros cuadros los que hablen” y “en mi trabajo, arriesgo mi vida y mi razón destruida a medias”. He aquí otro testamento de esa pesarosa y afligida existencia:
“Lo que yo quiero y a lo que yo aspiro es desesperadamente difícil, y sin embargo no creo aspirar demasiado alto. Quiero hacer dibujos que golpeen a ciertas personas. […] Sea en la figura, sea en el paisaje, yo quisiera expresar no algo así como un sentimentalismo melancólico, sino un profundo dolor. Por encima de todo yo quiero llegar a un punto en que se diga de mi obra: este hombre siente profundamente y este hombre siente delicadamente. A pesar de mi reconocida torpeza, ¿me comprendes, no? o quizás a causa de ella. ¿Qué soy a los ojos de la mayoría de la gente? ‒una nulidad o un hombre excéntrico o desagradable‒ alguien que no tiene un sitio en la sociedad ni lo tendrá; en fin, poco menos que nada. Bien, supón que eso sea exactamente así; entonces quiero mostrar por medio de mi obra lo que hay en el corazón de un excéntrico, de una nulidad. Ésta es mi ambición, que está menos fundada sobre el rencor que en el amor ‘a pesar de todo’, más fundada sobre un sentimiento de serenidad que en la pasión. Aun cuando viva a menudo en la miseria, tengo en mí, sin embargo, una armonía y una música calma y pura. En la casita más pobre, en el rinconcito más sórdido, veo cuadros y dibujos. Y mi espíritu va en esta dirección por un impulso irresistible.”
Vincent van Gogh, Cartas a Théo