Desde aseverar que con la pandemia causada por el SARS-CoV-2 se asestará un golpe mortal al neoliberalismo, algo como la técnica marcial de los cinco puntos de presión que hacen explotar el corazón ‒tal como hiciera Beatrix para acabar con Bill en la famosa cinta de Tarantino‒; pasando por el reconocimiento de que la crisis sanitaria hace patente el abandono que el sector salud ha padecido por años en muchas partes del globo, que la salud es un derecho humano y que hoy como nunca es urgente trabajar en garantizarlo a todas y cada una de las personas en el mundo; hasta la proyección en el futuro próximo de un estado permanente de excepción a escala global, que instalado con el pretexto de controlar la pandemia, tendrá bajo control remoto a la población, desaparecerá las libertades y hará de la vigilancia cibernética la norma. Estas son algunas de las reflexiones o vaticinios que los filósofos de nuestros días han compartido a propósito del hecho histórico que vivimos a causa de la COVID-19.
Estos pronunciamientos de la filosofía plantean la pregunta ¿qué pasará con el mundo una vez que acabe la pandemia? Tanto la utópica desmantelación del capitalismo y el arribo del socialismo que señala el controversial filósofo esloveno Slavoj Žižek, como la distopía del estado de vigilancia mundial de mano de las nuevas tecnologías que prevé el filósofo surcoreano de moda Byung-Chul Han, incluso la reflexión más aterrizada de que es necesario abogar por que el Estado garantice el derecho a la salud e implemente servicios públicos universales en este rubro de la pensadora queer Judith Butler; los filósofos están pensando en el futuro próximo, en lo que se avecina y en lo que habrá que hacer con eso, pero aquí y ahora, en este tiempo suspendido del confinamiento, sobre las experiencias insólitas por las que están atravesando un buen número de personas en casi todo el planeta, ¿qué tiene que decir la señora filosofía? Son momentos en que corremos a reconfortarnos en la música, la literatura, el cine y otras artes, en que ocupamos mente y cuerpo en ejercitarnos, realizar quehaceres domésticos o inventar algo en la cocina; con la filosofía uno no puede evadirse, quizá por eso sea tan impopular, tan antiviral, por usar el argot de estos tiempos nuestros.
Aprovechar el tiempo, pasar el tiempo o solo dejar que el tiempo pase y esperar o desesperar; sentir que nos han robado el mes de abril y ahora también mayo, tener fija la esperanza en que cuando acabe todo esto podremos retomar nuestros planes y nuestras vidas. El virus irrumpió en nuestras rutinarias existencias cronometradas, desquició el orden semanal de los días y de las jornadas, vivimos un presente indefinido y hasta nuevo aviso no hay mañana; muchos hay que se han desquiciado al igual que el tiempo y no se hallan, entran en pánico y sufren constantes ataques de ansiedad, otros los hay que la llevan bien y al fin pueden respirar del ajetreo de la vida contemporánea. Pero que nadie se engañe, no se nos ha arrebatado el tiempo, sólo nos vemos privados de las cosas con que solíamos llenarlo; en realidad habitamos el tiempo o él nos habita, vivimos, somos tiempo y lo que hoy tenemos de frente es la cuestión radical sobre lo que, a final de cuentas, hemos hecho y hacemos con nuestras vidas, sobre lo que haremos si es que el mañana llega: quizás de otra forma muchos jamás habrían atravesado algo como una crisis existencial.
Para quienes es posible guardarse en casa sin más preocupación que la de abastecerse con los recursos necesarios para vivir, sea que pasen el confinamiento solos o acompañados, tal vez ya haya irrumpido el momento del aborrecible encuentro consigo mismos: quizás venga de la mano de la soledad, por el hastío de escuchar únicamente los propios pensamientos o por la desesperación de caer presa de tumultuosas emociones ‒miedo, pánico, ansiedad, síndrome de abstinencia, insatisfacción, depresión, etcétera‒; sea como fuere, quien ha estado ahí busca negarse por todos los medios, sofocar la atroz entrada en contacto consigo mismo porque es insoportable, porque causa vértigo, porque es más fácil y aparentemente más placentero vivir alienados y enajenados. Para las filosofías de la Antigüedad la verdadera sabiduría consiste en conocerse a sí mismo, de modo que en este retiro forzado bien podríamos mirar en ese abismo, preguntarnos por qué somos así o, más radicalmente, quiénes somos.
Es paradójico que hoy la mayor muestra de interés por el bienestar de los demás sea estar lo más lejos posible de ellos, estar aislados los unos de los otros por el bien de todos. El contacto se ha vuelto sinónimo de contagio, por amor nos alejamos de los nuestros y por temor, del resto; en este sentido, los otros se convierten en una amenaza a nuestra integridad y el miedo ya se ha encargado de mostrarnos la mezquindad de que somos capaces: los ataques al personal de salud, la reprobación y el señalamiento hacia quienes no pueden o no quieren mantenerse aislados; un despliegue de odio y violencia que siempre ha estado ahí: hacia los pobres, hacia los migrantes, hacia la diversidad sexual, hacia las mujeres, hacia los que profesan ideologías o religiones diferentes. El actual acontecimiento pandémico también da para pensar en el otro y la cuestión es en extremo urgente: ¿Abogaremos por que se garanticen los mínimos, como el derecho a la salud, para que todos llevemos una vida digna o dejaremos que esto pase y permanezcan las condiciones de desigualdad? ¿Olvidaremos las vejaciones perpetradas por algunos medios de comunicación, empresarios y personajes públicos en contra de la salud y el bienestar? Pasará la crisis sanitaria actual, pero la crisis ambiental sigue latente, ¿qué haremos con el mundo que encontremos al “regresar”?
Moriremos, esa es nuestra única certeza. Por supuesto que a nadie le gusta pensar en esto y en circunstancias “normales” nos las arreglamos muy bien para ignorar la cuestión, pero hoy esa posibilidad parece tener nombre y apellido: la enfermedad COVID-19, causada por el nuevo coronavirus SARS-CoV-2, puede manifestarse de forma llevadera como cualquier gripe o evolucionar a un cuadro severo y en algunos casos tener un desenlace fatal. La pandemia ha puesto de relieve nuestra fragilidad y finitud, ante eso no hay mucho que hacer, la muerte es democrática ‒como bien atinara en decir el creador de La Catrina, José Guadalupe Posadas‒. Los existencialistas nos animarían a dejar la evasión: sólo al asumir el hecho de que moriremos viviremos con autenticidad, al encarar nuestra finitud nos reconocemos como posibilidad o proyecto, nos reconocemos libres.
Nada como la situación actual para poner a prueba la cordura y el carácter, hoy compartimos con gran parte de la población mundial la sensación de impotencia e inutilidad, pero las cosas que escapan a nuestro control están siempre ahí, ¿qué hacer? Los filósofos del pórtico, los estoicos, creían que la virtud y la felicidad se alcanzaban al reconocer que hay situaciones que escapan a nuestro control y que ante éstas, en lugar de consumirnos por el enojo, la tristeza o la frustración, lo mejor es mantenerse en calma, resignarse y renunciar, conseguir la ataraxia, la imperturbabilidad. Este propósito se vuelve particularmente complicado en medio de las habladurías del mundo a las que estamos expuestos en los medios y en las redes: el despropósito de quienes incitan al pánico, al alarmismo y la desobediencia, sea por desacreditar los datos oficiales o por ostentar teorías de la conspiración, el resultado se traduce en duda y desconfianza; lo cual, ojalá alcanzara a quienes están detrás de estas marañas, dudar también del que duda y del que desacredita, mantenerse siempre crítico, no dar nada por verdadero; los escépticos de la Antigüedad señalaban que, en absoluto, no hay algo de lo que uno pueda tener certeza, nadie puede presumir de poseer la verdad, pues siempre hay modo de someter todo al escrutinio, ¿y entonces qué hacemos? Epojé, suspender el juicio: si hay algo de lo que no estés en absoluto seguro, abstente de cualquier opinión