“Los petardos que borran sonidos de ayer/ Y acaloran el ánimo para aceptar/ Que ya pasó uno más/ Y en el reloj de antaño, como de año en año/ Cinco minutos más para la cuenta atrás/ Hacemos el balance de lo bueno y malo/ Cinco minutos antes de la cuenta atrás”. Si lo anterior (Un año más de Mecano) lo has leído cantando, significa que tienes la suficiente edad como para corear una de las canciones, en español, más famosas alusivas a lo que se conoce como Año Nuevo.
Existirá el sentimental que se alega de que el 2020, en específico, ha llegado a su fin y ha comenzado el 2021: un nuevo comienzo, 365 oportunidades para lograr todo o nada, la posibilidad de volver a empezar, proponerse decenas de cosas que muchas veces no se han de materializar y, por supuesto, dejar atrás el año de la pandemia, como si a partir del 1° de enero del 2021 fuera a ser diferente.
Habrá, también, el quejoso que objete que no hay diferencia entre un año y otro, y que una vuelta más de la Tierra al Sol no significa absolutamente nada extraordinario. Lamentablemente, estos últimos tienen algo de razón. Pero no los secundamos por ser aguafiestas, en realidad la idea de que el tiempo sea una percepción siempre subjetiva, ajena a las unidades que hemos creado para poder medirlo de algún modo, parece incluso más apabullante y poética que la idea de las nuevas oportunidades.
El tiempo, esa “cosa” siempre presente e intangible, imposible de dominar, ha sido una de las muchas preguntas que se ha hecho el hombre desde la Filosofía y desde la ciencia. Los pensadores por excelencia, los antiguos griegos, ya trataban de encontrarle una respuesta a la interrogante de ¿qué es el tiempo? Para Aristóteles, por ejemplo, el tiempo no existe si se parte de tres piezas que lo componen: pasado, lo que ya no es; futuro, lo que aún no es; y la efimeridad del presente, esa diminuta frontera que une pasado y futuro.
Muchos siglos más tarde, un hombre que vio el ocaso del Imperio Romano y se convirtió rápidamente al cristianismo, San Agustín de Hipona, ahondó en la concepción del tiempo también desde la Filosofía: “Tres son los tiempos, presente de las cosas pasadas, presente de las presentes y presente de las futuras. Lo presente de las cosas pasadas, es la actual memoria o recuerdo de ellas; lo presente de las cosas presentes es la actual consideración de alguna cosa presente; y lo presente de las cosas futuras es la actual expectación de ellas”. Con este último concepto, si bien no logró definir qué es el tiempo, sí nos dio el entendimiento del “ahora”.
Ahora, yendo a los hechos y cómo es que concebimos el tiempo los seres humanos, todo parte de dos fenómenos bien conocidos: los días, que es lo que la Tierra tarda el dar una vuelta sobre su propio eje; y los años, lo que tarda la Tierra en dar una vuelta al Sol sobre su propia órbita. A partir de estas dos cuestiones es como hemos aprendido a dividir en unidades cada vez más pequeñas eso que llamamos tiempo. Ya los sumerios y los babilonios nos dieron hace miles de años los primeros calendarios y la división del día en horas. Ahora sabemos que a los días se les divide en horas, a las horas en minutos, a los minutos en segundos, a los segundos en milisegundos y así hasta llegar a los zeptosegundos, el tiempo que tarda una partícula de luz en atravesar una molécula de hidrógeno.
Por si no fuera suficiente, además de la incapacidad para definir qué es el tiempo, incluso la duración de un día, y por ende, de un año, en la Tierra carecen de precisión. Con la llegada, en la segunda mitad del siglo XX, de los relojes atómicos o de cesio, utilizados para calcular con suma precisión los segundos, se descubrió que la Tierra se ralentiza gradualmente con el paso de los años, y que se ha ido incrementando de manera leve la duración de cada día. Se calcula que cada dos años esta variación equivale a un segundo. Para que te des una idea, desde 1972, estos relojes atómicos han aumentado aproximadamente medio minuto para lograr sincronizarse con el planeta.
Sin embargo, a pesar de incansables esfuerzos por fraccionar tanto el tiempo en aras de querer lo imposible, controlarlo, los físicos, desde Galileo, pasando por Newton, hasta nuestros días, no han podido llegar a mayor conclusión de que el tiempo es una creación de la mente humana, llevada por la intuición. Aunque es una unidad de medida, no es (de forma constante y absoluta) universal. El tiempo es específico para cada una de las partículas del cosmos que fluyen de forma independiente del resto.
“El tiempo es relativo”, pretexto perfecto para los impuntuales, es algo que ya hemos oído muchas veces, pero ¿qué significa eso? Para Albert Einstein, creador de la teoría de la relatividad general, el tiempo y el espacio son dos entes inseparables, donde, dependiendo a la velocidad a la que te muevas, la estructura del espacio y el tiempo cambia, desordenando los eventos que ocurren, es decir cambia la percepción. Entonces, entendemos que la velocidad a la que se mueve un objeto depende del sujeto que la mire. Sin embargo, esto no aplica a la luz, por lo que ésta se mueve siempre a la misma velocidad, no importa la percepción ni el espacio; la velocidad de la luz es absoluta, una constante universal, es decir que donde quiera que suceda siempre es igual.
Con esto, ideas como que el tiempo fluye en una sola dirección y, por ende, el pasado y el futuro no existen y el presente es un mínimo punto que une a ambos, pueden parecer ya absurdas.
Incluso, existe una teoría mucho más desconcertante que la idea de que el tiempo no sucede de forma lineal y en un solo sentido. Si tiempo y espacio son inseparables e interactúan, puede decirse que todos y cada uno de los acontecimientos de nuestras vidas ocurren en un espacio-tiempo diferente. Es decir: si pensabas que tu “yo” del 2021 no será el mismo que el del 2020, estás en todo lo correcto y, en sentido más estricto, tu “yo” de hace un segundo no es el mismo que el de dentro de un minuto, sin embargo, todos tus “yo”, el de antes, el de ahora y el del futuro, existirán al mismo tiempo desde realidades distintas, imperceptibles para la perspectiva humana.
Si ya estamos de acuerdo en que la luz es una constante en el universo y que ésta viaja más rápido que el sonido y los objetos, seguro habrás oído hablar de los años luz. Antes que nada, hay que dejar claro que un año luz, no es precisamente una unidad de tiempo sino de distancia; es la distancia que tarda la luz en viajar en un año. Un año luz equivale aproximadamente a 9 billones de kilómetros y cuando cuerpos celestes o regiones interestelares como nebulosas, planetas, estrellas o galaxias se observan desde super telescopios, éstas se encuentran a años luz de distancia y al observarlas estamos contemplando el pasado del universo mismo.
Sí, ya hemos captado que un año es una medida finita a partir de nuestra experiencia como habitantes del planeta Tierra. Y, por si te lo habías preguntado, aquí la duración, en días terrestres, del tiempo que tardan en dar la vuelta al Sol cada uno de los planetas del sistema solar:
Mercurio: un año dura 88 días de la tierra
Venus: 225 días
Marte: 687 días
Júpiter: 4332 días (11.86 años de la tierra)
Saturno: 10760 días (30 años de la tierra)
Urano: 30681 días (84 años de la tierra)
Neptuno: 60190 (164.90 años de la tierra)
Ahora que nos ha quedado claro que el tiempo es una experiencia particularmente subjetiva, producto de la limitada conciencia humana, y una particularidad que le ayuda a entender su existencia, quizá dejes de sentir el vértigo por los años que vienen y se van.