“Nosotros ya no leemos ni escribimos a la antigua usanza. No hay muerte del libro, sino otra forma de leer. En un libro no hay nada que comprender, pero sí mucho que aprovechar. Nada a interpretar ni a significar, pero mucho que experimentar”.
“El libro, expansión total de la letra, ha de extraer de ella, directamente, una movilidad y, espacioso, por correspondencias, instituir un juego, insabido, que confirme la ficción”.
El quinto postulado / Dobleces de Luigi Amara es un libro que es dos libros o, para decirlo mejor, un libro con dos caras. Como todos los libros, la experiencia de su lectura es siempre singularísima, única para cada lector, un libro es tantos libros como lectores tenga. Siguiendo la pista, por un lado a Eco en tanto que el libro está siempre abierto a que el lector lo complete y, por otro, a Mallarmé para quien el libro también es creación del lector, Amara apuesta a hacer de este libro y de su lectura una experiencia que desafía tanto el modo como se distribuyen las palabras sobre el papel, como el modo en que se da lectura a esas palabras: por uno de sus lados, este libro no se lee de la forma habitual renglón tras renglón de izquierda a derecha, por el otro, no hay un pasar las páginas, sino un desplegar la página.
Postúlese lo siguiente: “Desde un punto exterior a una recta se puede trazar una, y sólo una, paralela a la misma”, tal lo enunció Euclides en sus Elementos, libro fundacional de las matemáticas y de la geometría que aprendimos en la escuela. Las otras sentencias de esta geometría tirana que recaen sobre las líneas paralelas, ya obligadas por el llamado quinto postulado a ser necesariamente dos, son tales que la relación entre ambas las obliga a seguir la misma dirección, pero a equidistancia, sin poder cruzarse jamás.
Este destino fatal, el drama de las líneas paralelas entra en escena en uno de los lados del libro de Luigi Amara, el lado que se llama precisamente El quinto postulado, el cual se lee siguiendo el camino que trazan dos paralelas cualquiera, el camino que trazan en la misma dirección pero siempre a la misma distancia, sin poder encontrarse jamás; seguimos la ruta condenada a través del diálogo de este par de líneas, que al igual que los amantes, tienen cosas que decirse.
Y como parece ser la regla en el amor, una hace de mártir y la otra de verdugo. El encanto de esta peculiar pareja es que cada una sabe el papel que interpreta y la condena a la que están sometidas. Al tiempo que una se devanea en ideales románticos, la otra asume con cinismo su condición. Una arde en el deseo de vencer toda norma y por fin llegar a tocarse, la otra sabe que es la equidistancia quien dispara ese deseo, que éste sólo existe en tanto existe su prohibición. El melodrama de las líneas paralelas recuerda la resolución del dilema de los erizos de Schopenhauer, que llegado el invierno no pueden estar muy cerca para darse calor pues se lastiman mutuamente con sus espinas, pero tampoco pueden alejarse pues morirían de frío, de modo que para sobrevivir deben estar cerca pero no tan cerca… Su tragedia es la del amor, la de los amantes.
Del otro lado, Dobleces se lee desplegando una hoja y llegados a un punto, para continuar leyendo hay también que desplegar el cuerpo, esta experiencia no cesa de revelar con cada cara oculta del papel que desdoblamos el misterio oculto en la superficie, la hondura que produce el pliegue. Un libro cualquiera está hecho de pliegos de papel, pero ofrece al lector entradas y salidas bien definidas; este lado del libro de Amara expone doblemente, en palabras y en acto, la naturaleza del pliegue: abjurar de la línea recta, de las superficies lisas y producir desde ellas un lado oculto, su reverso, entramarlas y dar pie a la historia, a la memoria, a las cicatrices y las arrugas, al pliegue.