A mediados del siglo XIX cambió para siempre nuestro mundo o, mejor dicho, nuestro entendimiento de éste. El factor de tal transformación fue un libro que se publicó por primera vez el 24 de noviembre de 1859 y que el mismo día ya se había convertido en el texto más importante en la historia de la humanidad y el que mayor repercusión probaría tener sobre el pensamiento moderno de igual o mayor manera que los aportes de Isaac Newton. Este libro estableció la teoría que explica cómo ha evolucionado la vida en la Tierra, pero además puso en tela de juicio los dogmas religiosos, derrumbó un sinfín de paradigmas y se alzó como el cimiento de nuestra concepción sobre la naturaleza y los habitantes de la Tierra. Por si queda alguna duda, el libro al que nos referimos es El origen de las especies y fue escrito por el gran naturalista inglés Charles Darwin, a quien dedicamos este Con-Ciencia en el marco del 140 aniversario de su fallecimiento, un 19 de abril de 1882.
Autor de este pensamiento radical, profundo observador, cuando publicó dicho libro Darwin fue automáticamente descrito como "el hombre más peligroso de Inglaterra" gracias a que este relato de la selección natural desafió la "verdad" de la Biblia, la autoridad automática de Dios en la naturaleza y la privilegiada posición del animal humano en el centro de la creación. El origen de las especies fue controvertido y popular —su primera edición de 1250 ejemplares se agotó en un día— desde su título, que captó la imaginación del público de la época victoriana, y transformó las actitudes hacia el cristianismo y la raza humana, también se convertiría en un libro de consulta para generaciones de capitalistas, comunistas y, en última instancia, incluso nazis.
Pero para Charles Darwin el sentimiento de ver publicado El origen... fue más bien un profundo alivio. En realidad, lo escribió apresuradamente para adelantarse a sus rivales: después de 20 años de investigación donde recopiló una cantidad de material verdaderamente asombrosa, para luego analizar, describir e interpretar, en un momento en que las ideas evolutivas flotaban ya en el ambiente en el trabajo de otros científicos. La verdadera genialidad de Darwin no fue descubrir una verdad, sino haber sintetizado los pensamientos, ideas y hechos que fueron a explicar lo hasta entonces inexplicable.
Argumentado con asombroso y convincente detalle, El origen de las especies estaba dirigido a ese mítico “lector educado” y, sin embargo, resultó extraordinariamente accesible, a veces incluso conmovedor, en su lúcida sencillez. Eso es aún más notable para un trabajo de teoría científica. Pero a ese magno libro que echaba luz sobre la evolución de las especies le faltaba hablar de la evolución de una especie en particular, la humana.
“Se arrojará luz sobre el origen del hombre y su historia”. Esa frase es la única referencia a la evolución humana en la obra maestra de Darwin y viene en el último capítulo, casi como una escena al final de los créditos en una película de superhéroes, como si fuera en realidad un "Continuará...".
Esa secuela llegaría en febrero de 1871 en forma de El origen del hombre, en el que finalmente Darwin abre la puerta sobre cómo es que somos la creación más paradójica de la naturaleza. Somos animales, pero somos especiales. Somos parte de la evolución, pero también hemos llegado muy lejos por nuestra cuenta. Darwin cubre una gran cantidad de terreno en los dos volúmenes de este libro, incluido un examen detallado y extenso del papel del cortejo y el sexo en la evolución, mediante el cual hombres y mujeres establecen estrategias complejas para maximizar su éxito reproductivo y transmitir sus genes, principalmente a través de machos competitivos y hembras exigentes.
Esta obra explora la semejanza, en huesos y desarrollo embrionario, de humanos y otros animales, además de otros rastros de evidencia que nos llevan hacia lo que ahora es una verdad inequívoca: que somos animales, evolucionamos de animales anteriores y nos sentamos junto a toda la vida en la Tierra como criaturas engendradas, no creadas y, sobre todo, que solo el prejuicio y la arrogancia pueden llevarnos a concluir otra cosa. Pero lo más importante es que nos advierte que “la ignorancia engendra confianza con más frecuencia que el conocimiento”, una frase que bien podría ser nuestro mantra para el siglo XXI.
Otro tema fascinante en El origen del hombre es el de las razas, una cuestión central durante más de un siglo que precedió al trabajo de Darwin. Ese conflicto enfrentó a los monogenistas contra los poligenistas, los primeros argumentando que todos los humanos son la misma especie, los segundos afirmando que las diferentes razas tienen diferentes orígenes. El propio Voltaire, máximo pensador francés de la Ilustración, también era un racista ardiente y pensaba que los negros eran una especie diferente e inferior. En general los europeos blancos fueron considerados por muchos autores superiores a todos los demás.
Darwin los contradice elegantemente y, en cambio, concluye, con muchísima evidencia, que todas las razas son de hecho una especie y que los límites propuestos de características físicas o de comportamiento que separaban a las razas eran falsos. Argumenta contra ese esencialismo racial, la idea de que las características raciales están fijas en las poblaciones. Al igual que con su teoría de la evolución, estas ideas han sido desarrolladas y plenamente validadas por la genética moderna. Las diferencias físicas son reales entre poblaciones con diferentes ancestros, pero son fluidas y continuas, y los términos de la raza tal como los usamos hoy son por consenso social más que a través de la biología.
Charles Darwin no es perfecto y en este libro también se encuentran ideas limitadas e incorrectas, como el uso típicamente victoriano de "hombre" para referirse a todos los seres humanos. Aún más reprobable ahora es su creencia de que las mujeres eran intelectualmente inferiores: "Si los hombres son capaces de una preeminencia decidida sobre las mujeres en muchos temas, el promedio de poder mental en el hombre debe estar por encima del de la mujer". Al menos en esta parte de su incomparable legado sabemos que estaba totalmente equivocado.
Como vemos en estos temas, Darwin cubre mucho terreno en los dos volúmenes de El origen del hombre, sin embargo, una de las ideas que más trascienden hasta estos complejos tiempos quizá sea la fundada en su espíritu profundamente humanista. Darwin desecha la idea de que las “razas salvajes” son distintas de las civilizadas, aunque use un lenguaje que lleva el sello indeleble del dominio imperial. Sin embargo, al mismo tiempo, ve que la fuerza de la humanidad radica en la cooperación, el liberalismo y la bondad:
“A medida que el hombre avanza en la civilización y las pequeñas tribus se unen en comunidades más grandes, la razón más simple le diría a cada individuo que debe extender sus instintos sociales y simpatías a todos los miembros de la misma nación, aunque personalmente no lo conozca. Una vez alcanzado este punto, solo hay una barrera artificial para evitar que sus simpatías se extiendan a los hombres de todas las naciones y razas ".
Palabras para vivir en cualquier época.