“Por todo lo que supo era obediente y triste y cuando se marchó por esa calle -que tan bien conocía- de los adioses, fueron a despedirla criaturas de hermosura. Esas que rescató del caos, de la sombra, de la contradicción, y las hizo vivir en la atmósfera mágica creada por su aliento.”
Un ser mitad ave mitad humano se encuentra sentado frente a una mesa creando otras aves. Las fabrica desde un lienzo en el que va pintándolas con una mano, a colores destilados con el cosmos que se percibe afuera, mientras con la otra mano sostiene una lupa triangular que levanta para concentrar en ella una luz, ¿la luna?, entrando desde el cielo oscuro por la ventana. Del pecho de ese ser humano-lechuza cuelga un instrumento musical de cuerdas, de cuyo centro sale la pluma que unida a la luz, toca el lienzo y hace cobrar vida a las aves dibujadas. Éstas alzan el vuelo con rumbo al mismo cielo del que provienen su silueta y sus colores.
Describir las pinturas de Remedios Varo es nombrar sueños, percibir miedos, pensar magia, razonar mística. Encontrarse frente a sus trazos es encontrarse tanto con la pintora como con uno mismo, es observar seres fantásticos y hallarlos tan familiares como la mejor amiga, como el padre, la primera ensoñación de un amor, como el reflejo que encontramos todos los días frente al espejo. También se trata de explorar, durante el mismo instante, el arte, la ciencia, la alquimia y la naturaleza. Remedios Varo explica con claridad lo inexplicable, lo resuelve y, aun así, sigue siendo un misterio.
Describir un cuadro de Remedios Varo no es más fácil que atrapar la luz del sol en una caja, para apreciar sus obras no hay más que presenciarlas de frente. Aquí ya no vamos a pretender hacer tal cosa y en cambio dedicaremos este Con-Ciencia a hablar del espíritu viajero de Varo, de su relación entrañable con México y de la técnica impecable que la siguen distinguiendo como una artista moderna y atemporal, personal y diferente, síntesis de todo un cúmulo de antecedentes pictóricos y proyección poética, siempre, hacia lo desconocido.
La creación de las aves, 1957
María de los Remedios Alicia Rodriga Varo y Uranga fue una trotamundos y su vida un conjunto de viajes inesperados. Nació en 1908, en Anglés, un pueblo pequeñísimo en la provincia española de Girona, lleno de bosque, rodeado de montañas y flanqueado por el río Ter y la Riera de Osor. La profesión de su padre, ingeniero hidráulico, hizo desplazarse a la familia a través de toda España e incluso a Marruecos. Ya de adulta, varios de los viajes de Remedios fueron impulsados por el miedo y la intolerancia que acarreaban las guerras en Europa, primero la Guerra Civil en España, luego la ocupación nazi en Francia. Y en buena medida, sus mudanzas por el mundo también las definió su relación con los hombres con quienes compartió su vida. Así es como vivió primero en Madrid, luego en París y finalmente en la Ciudad de México, donde habitó hasta su muerte en 1963.
Otros de sus viajes fueron alentados por una curiosidad que nunca menguó en ella, por ejemplo, en 1947 viajó a Caracas, Venezuela, como parte de una expedición científica del Instituto Francés de América Latina (IFAL), que partía con la misión de combatir el paludismo. Varo estudiaría a microscopio y registraría al mosquito como ilustradora entomológica. Desde luego, cada uno de estos desplazamientos dejaron profunda huella en Remedios y tuvieron un eco en sus pinturas.
Exploración de las fuentes del Río Orinoco, 1959
La obra de Remedios Varo no pertenecía a su época, ni a esta actualidad. Tampoco pertenecía precisamente al surrealismo, aunque no cabe duda de que este fue la base de su formación. Su trabajo alcanzó su carácter en México, donde pintó casi reaccionaria a ese movimiento, quizá el más importante de la primera mitad del siglo XX, y no tiene más que una vaga relación familiar con él. Porque finalmente Varo no pintó los sueños, tampoco el subconsciente, ella deseaba plasmar la verdad del mundo y su realidad, la intangible, la extradimensional.
En México, donde llegó en 1941, encontró una atmósfera acogedora tanto en la ciudad como en sus habitantes. El clima templado, el sol y la libertad que se respiraba debieron aliviar sus años de incertidumbre y escapatoria, dándole al fin la oportunidad de decantar su arte. Quizá en ningún otro país hubiera podido crear una obra como la que hizo aquí. Pero cabe señalar que, aunque se mantuvo siempre respetuosa y admiradora del arte prehispánico, encantada por leyendas y mitos mexicanos, nunca se atrevió a convertirlos en fuente de inspiración para su obra.
En una carta de 1958 dirigida desde París a Walter Gruen (su esposo desde 1952 hasta la muerte de la pintora), Varo escribe: “(…) Hoy hace ocho días que salí (de México), ¡Dios mío!, qué deseos tengo de regresar, aunque ya no me siento tan mal, sin embargo veo que definitivamente he dejado de pertenecer a estas gentes (los surrealistas) y a estas cosas, que no me interesan gran cosa y que mi vida, no sólo material o sentimental sino también intelectual, está ahí, en esa tierra que sinceramente amo con todas sus fallas, defectos y calamidades (…)”. En México eclosionó su estilo, su técnica y gracias al apoyo de Gruen pudo dedicarse “en serio” a la pintura y dejar de trabajar dibujando en publicidad, como se sostuvo varios años. Primero en exposiciones colectivas, luego en individuales, pronto Varo se hizo de éxito mientras su pintura adquiría más y más un contenido místico.
Tríptico: Hacia la Torre, 1960 / Bordando el Manto, 1960 / La Huida, 1960
Remedios Varo fue gran maestra de su oficio y su técnica, además diseñó medios técnicos propios y únicos, como su esponjeado del cielo y de los troncos vegetales sobre la tersa superficie del masonite. Conocía profundamente la maestría centenaria de emplear laminillas de oro y plata como fondo de resalte brillante, para el cual levantaba la capa superficial de pintura con la punta acerada del punzón. Empleaba también finas láminas de nácar -como hicieron los árabes y mudéjares en el taraceado en madera, nunca como Remedios Varo, en la pintura- tan sólo para darle vida a un rostro. Es notable también su precisión en el trazado perfectamente geométrico de las perspectivas de sus espacios, torres, habitaciones, escaleras, un laberinto.
Fue obsesiva en el retrato hasta el mínimo detalle, entendía el cuadro como una suma de pormenores, cada uno con su porqué, con su razón. Su lucidez siempre controlando su inconciencia, a la que daba sólo libertad condicional, mientras su delicado humor limaba las posibles asperezas. Un aliento poético separa sus cuadros de cualquier surrealista, porque el suyo era un movimiento propio.
El flautista, 1955