En el mundo, según datos de la UNESCO, hoy en día, 773 millones de adultos no poseen las competencias básicas en lectoescritura. En México, según datos del INEGI, durante los últimos 50 años, el porcentaje de personas analfabetas de 15 años o más bajó de 25.8% en 1970 a 4.7% en 2020; en nuestro país hay 4,456,431 personas que no saben leer ni escribir. Los datos hacen patente una de tantas brechas de la desigualdad, entre quienes han tenido acceso a la educación y quienes no. El analfabetismo no es el único signo de precarización de las vidas sin acceso a la educación, están igualmente el desempleo, el hambre, la violencia.
Nuestra actualidad pandémica sin precedentes ha acentuado montones de inequidades, por ejemplo, han sido precisamente las personas más vulneradas quienes no han podido quedarse en casa o aún pudiendo, no cuentan con los recursos tecnológicos para tomar una clase en línea o realizar teletrabajo. A esta condición se le llama brecha tecnológica y entre quienes no tienen acceso a la esfera digital hay analfabetas tecnológicos, personas no instruidas en el uso de las nuevas tecnologías digitales. En un mundo que se presume interconectado y en el que efectivamente la esfera digital tiene una relevancia social, cultural, política y económica cada vez mayor, quien está al margen de estos intercambios suele estarlo también en el mundo de todos los días.
Se instauran días internacionales, como el 8 de septiembre Día Internacional de la Alfabetización, para visibilizar y concientizar a las personas sobre problemáticas sociales, y buscar dar solución a las mismas. Alfabetizar implica trabajar por resarcir una condición de inequidad y también favorecer el empoderamiento y dignidad de las personas al apropiarse de un lenguaje, comprenderlo y expresarse a través de él. La UNESCO señala igualmente que alfabetizar a las personas redunda en los objetivos de la agenda para el desarrollo sostenible. De modo que alfabetizarse no es sólo una apropiación cultural sino también un nivel de instrucción que permite incorporarse de mejor modo en las actividades que promueven el desarrollo, esto es, las actividades económicas.
En el imaginario, el acceso a la educación equivale a tener mejores oportunidades laborales y es precisamente este uno de los principales objetivos que se persiguen en los sistemas educativos a lo largo y ancho del globo: dotar a las personas de herramientas y competencias para habérselas mejor en el mercado laboral. El lugar común señala que hay que estudiar para ser alguien en la vida y serlo significa, grosso modo, tener un buen empleo y un sueldo que permitan acceder no sólo al mercado de bienes básicos como el vestido y el alimento, sino también a los del entretenimiento y esparcimiento. En esta lógica, la cuestión de alfabetizarse y educarse para empoderarse y dignificar la propia persona parece haberse perdido en el camino, aunque en el discurso siempre se eche mano de ella… ¿Para qué la educación? ¿Para qué alfabetizar a las personas?
En Brasil, entre las décadas de los 40 y 60, un hombre proveniente de la clase media, formado en derecho, filosofía y psicología, se hizo de cargos públicos en el departamento de educación e impulsó proyectos de alfabetización entre los grupos pobres y marginados de la sociedad; por entonces, leer y escribir eran requisitos para participar en las elecciones, de modo que las jornadas de alfabetización impulsadas por este hombre fueron un acto profundamente político. Tras el golpe de estado del 64, el pedagogo fue encarcelado por traidor y vivió una buena temporada en el exilio en diversos puntos de América Latina, en donde también impulsó causas educativas para los sectores más vulnerados.
Su nombre es Paulo Freire y fue ante todo un pensador de la educación, a sus concepciones sobre la misma se las denomina pedagogía crítica. En el caso de Freire, la etiqueta de pensador implica también la de practicante: este hombre estuvo comprometido con una educación crítica y liberadora, que coadyuvara a la autonomía de las personas. Una educación que, entre otras cosas, haga evidente el manido artilugio que empareja la dignidad con la inserción óptima en el mercado, como si fuera posible ser autónomo y, al mismo tiempo, servil a un sistema injusto e inequitativo. Impulsar la alfabetización de las personas no debería reducirse a conseguir que las personas se instruyan en las competencias de la lectoescritura, éstas deberían permitir que las personas puedan leer sus entornos, comprenderlos, enunciarlos y transformarlos. Práctica emancipatoria, no enajenante.
La práctica educativa de todos los días está, las más de las veces, basada en el supuesto de que el alumno es un ignorante y que el trabajo del profesor es llenar los vacíos de su cabeza, también en que la enseñanza se reduce a la tosca memorización de datos que nunca parecen tener relación con la vida e, infortunadamente, que aprender es difícil y doloroso. De forma crítica, Freire señala que antes de leer y escribir, todos aprendemos a hablar en casa y con esto, nombramos y leemos ese primer mundo que habitamos; no hay, como se pretende, una ignorancia absoluta que preceda a la alfabetización, lo que sucede en realidad es que la educación divorcia a las personas del mundo y las palabras propias en favor de un mundo y un discurso hegemónicos. Esa discontinuidad entre el mundo de todos los días y el mundo del que se aprenden cosas en la escuela es lo que hay que combatir.
Alfabetizarse, educarse, debería hacer posible para las personas dignificar sus propias vidas y las culturas y sociedades en que han crecido. La apropiación del lenguaje escrito tendría que ser ante todo una práctica libertadora, que permita reconocer el propio mundo y también mirarlo críticamente. No se trata de emparejar todas las cabezas bajo las consignas del éxito, el progreso o el desarrollo, sino de emancipar las existencias y promover la autonomía de los individuos para que transformen sus condiciones de vida hacia la justicia y la equidad. Se trata ante todo de leer el mundo para poder comprender, enunciar y denunciar las cosas que en él pasan.
Freire apostó por una educación al margen de las instituciones, una pedagogía del oprimido, de las personas vulneradas, de quienes han quedado en los márgenes y las periferias del éxito, el progreso o el desarrollo. Ellos, a quienes un discurso hegemónico visibiliza sólo para insistir en que es posible la justicia social en un sistema basado en la inequidad material, son los mismos a quienes les es negado el uso real de la palabra como el acceso a las oportunidades de desarrollo. Su alfabetización debería ser ante todo un acto político que buscara hacer visibles estas condiciones, leer el mundo en estos términos y entonces promover dinámicas otras, contrahegemónicas, que redunden realmente en el desarrollo de las personas y no encubran la opresión de muchos en beneficio de pocos. Así, leer y escribir se convierten en prácticas políticas rebeldes que no buscan reproducir el mundo y dejarlo como está, sino hacer posible que otras formas de decirlo y leerlo aparezcan.