“—¡Qué ilusión, pensar que la Fiera era algo que se podía cazar, matar! —dijo la cabeza. Durante unos momentos, el bosque y todos los demás lugares apenas discernibles resonaron con la parodia de una risa—. Tú lo sabías, ¿verdad? ¿Que soy parte de ti? ¡Caliente, caliente, caliente! ¿Que soy la causa de que todo salga mal? ¿De que las cosas sean como son? La risa trepidó de nuevo. —Vamos —dijo el Señor de las Moscas—, vuelve con los demás y olvidaremos lo ocurrido.”
En el principio era el caos… El terror surcaba los cielos, no se sabe si era el fin de la Segunda Guerra con su desenlace atómico o las primeras hostilidades de la hirviente Guerra Fría. En el avión sólo iban ellos, niños y jóvenes ingleses del colegio, todos varones, y el piloto de la nave, el único adulto con ellos los hizo descender de emergencia en una isla desierta; más tarde conocerían el desenlace fatal del aquel hombre y el avión, entretanto, aquellos adanes expulsados al paraíso tuvieron que habérselas con su nuevo entorno, hallar refugio y comida. Uno de los más grandes, Ralph, instituyó el uso de una caracola como símbolo de la palabra y una serie de reglas para asegurar el diálogo en aquella primitiva comunidad, así se convirtió en líder. Con las gafas de Piggy lograron encender fuego, se propusieron alimentarlo y mantenerlo para que su humo anunciara que vivían y pudieran ser rescatados. Entre ellos comenzó a correr el rumor de la existencia de la Fiera, una bestia que habitaba la isla y que seguro querría saciar con ellos su hambre. Entonces, otro de los más grandes, Jack, inconforme con la organización del grupo y el liderazgo de Ralph, se apartó y con otros que lo siguieron formaron la tribu de los cazadores, quienes ofrecieron la cabeza de su primera presa como ofrenda a la Fiera.
Simon, quien había atestiguado la pequeña ceremonia, escondido entre las plantas, se quedó a solas con la inmensa cabeza de jabalí, clavada con una estaca en el suelo y cubierta inmediatamente de moscas. En esa oscura noche, el señor de las tinieblas le reveló que habitaba ni más ni menos que en sus almas, que él, Belcebú, no era una fiera que pudieran cazar, él hervía dentro suyo, estaba en ellos y su emporio ya empezaba a hacerse notar. A Simon lo apalearon los cazadores hasta dejarlo sin vida, después dijeron que la Fiera se había disfrazado de él y que por eso había sucedido aquello. Los cazadores comenzaron a pintarse la cara y a andar con taparrabos, robaron el fuego de la hoguera, también arrebataron sus gafas a Piggy y lo tiraron al vacío; luego incendiaron la isla dando caza a Ralph y casi lo alcanzaron en la playa, pero ahí estaba ya un oficial de la marina, que alertado por la humareda llegó a aquel paraíso que ardía en infernales llamas.
Publicada en 1954, la novela El Señor de las Moscas de William Golding es considerada un clásico de la Literatura. Su autor siguió el modelo de las novelas de aventuras, específicamente de la también clásica La Isla del Coral de Robert Michael Ballantyne de 1857, pero en lugar del simple entretenimiento infantil o adolescente, Golding colocó en sus páginas la ineludible cuestión sobre la naturaleza humana, la maldad, la pérdida de la inocencia y el insuperable conflicto social. El escritor formó parte de la marina inglesa en los años de la Segunda Guerra Mundial y presenció en primera fila muchos de los horrores de aquel conflicto. El despliegue de violencia que lejos de cesar crecía en escalada le hizo perder la fe en la humanidad y su novela ofrece el pesimista relato de cómo en una pequeña sociedad formada por jóvenes y niños ‒todos varones‒, pese a las buenas intenciones, la maldad y la violencia inherentes a la naturaleza humana se abren paso y arrasan con todo.
La cuestión sobre cómo fue que las personas se organizaron en comunidades, así como el origen del mal, se atribuyeron por mucho tiempo a las divinidades o la divinidad. Pero en la novela de Golding, la alusión al demonio a través de su epíteto “Señor de las Moscas” no busca señalar una presencia sobrenatural, sino, como la cabeza de jabalí le revela a Simon, una oscuridad que es el reverso ‒¿o el anverso?‒ de la condición humana.
Lo había señalado ya Thomas Hobbes en su Leviatán: el hombre es el lobo del hombre; para el filósofo inglés, si buscamos el origen de la sociedad y el Estado, de la moral y las leyes, hay que suponer que antes de éstos los hombres vivían en algo así como un estado de naturaleza en el cual imperaba la ley del más fuerte y la guerra era el pan de todos los días. Si algo hizo salir a los hombres de aquel estado de agresión mutua fue el deseo de paz y tranquilidad, entonces, haciendo uso de su razón los hombres debieron reconocerse libres e iguales unos a otros y consensuar el cese de las hostilidades en beneficio común. La sociedad y sus normas son pues artificios del hombre para someter su natural inclinación a pelear con el otro.
Por su parte, el filósofo de la Ilustración, Jean-Jacques Rousseau se opuso a esta concepción de que el hombre es malo por naturaleza; el ginebrino creía que en un hipotético estado previo a la conformación de la sociedad nos encontraríamos con una piadosa creatura humana, que el hombre es bueno por naturaleza y es más bien la sociedad quien lo corrompe pues, antes de la sociedad no existen, en primer lugar, las nociones de bueno y malo, pero tampoco se han establecido diferencias entre unos y otros, ni se han instituido los artificios por los que hasta los hombres más íntegros se doblegan: la propiedad privada y las riquezas. En ese hipotético estado “el hombre de bien es aquel que no necesita engañar a nadie y el salvaje es este hombre”. Para Rousseau, el origen de la sociedad no debería hallarse en el sometimiento de unos a otros, sino descansar en el reconocimiento mutuo de la libertad e igualdad, en voluntades autónomas que deciden instituir un orden para beneficiarse unos y otros de los bienes que cada cual produce, una sociedad para el intercambio en que persistan la libertad e igualdad como valores y derechos máximos.
También el filósofo de la crítica, Immanuel Kant, tomó su parte sobre esta discusión y señaló que una sabia Naturaleza había dispuesto en los hombres una tendencia ambivalente, la insociable sociabilidad, que empuja a los grupos humanos a organizarse en sociedades, crear normas, gobiernos y Estados, pero también los hace competir unos con otros y que gracias a esa competencia mutua la historia avanza, hay progreso. ¿Hacia dónde? Pues bien, Kant apostaba a que el fin último de las sociedades humanas era constituirse en una única gran sociedad, una confederación de naciones regida por la libertad y la razón que estableciera de una vez por todas la paz, perpetua paz.
Por su parte, para Hegel el conflicto y la guerra que imperan en el devenir histórico de la humanidad son parte de un movimiento dialéctico cuya finalidad apunta a la creación de un Estado absoluto, garante de la justicia y la paz que, para existir, no obstante, precisa de esos episodios de violencia. Tras esta pista, Marx señaló que el motor de la historia es la lucha de clases y apostó sus cartas a una revolución obrera de escala mundial que liberara por fin al hombre de las cadenas de la propiedad privada y la economía del capital, por supuesto, con su necesaria cuota de violencia.
Humana, demasiado humana, pero no se encara la violencia, antes se la justifica como un estadio necesario y previo a la paz. Pero la imagen de aquella cabeza de jabalí chorreante de negra sangre con su aura de moscas mirando de frente a Simon quizás pueda apuntar hacia otra cosa. El filósofo francés René Girard identificó que “El hombre surgió del sacrificio, es por consiguiente hijo de lo religioso”: en la Antigüedad, los mitos ‒al igual que hacen ahora las instituciones‒ se encargaron de ocultar la violencia ejercida por el grupo hacia las víctimas o chivos expiatorios, inocentes a los que se halló culpables del caos y a quienes había que asesinar en favor del orden. Leamos bajo esta clave los rumores sobre la Fiera o los asesinatos de Simon y Piggy en la novela de Golding.
Para Girard, como reza la popular sabiduría, la violencia sólo trae más violencia y crece en escalada a los extremos, como bien puede constatarse tras los conflictos bélicos del siglo que dejamos atrás y las trompetas del Apocalipsis que en el presente anuncian que nos precipitamos a nuestro propio exterminio. La razón por la que la violencia no puede sino escalar a los extremos es mimética: el deseo que lleva a los hombres a enfrentarse unos a otros no es el de ser reconocidos como amos y señores, el sometimiento de unos a otros, no, es el deseo de tener lo que el otro posee, un deseo de apropiación que pronto se convierte en deseo de ser quien es el otro en tanto que posee; por ejemplo, Jack no desea someter a Ralph, desea el poder que él ostenta, verse en ese espejo y en última instancia, ser él. Ahí está la mímesis y si el otro responde a la agresión, pronto los rivales se vuelven modelo uno del otro y de forma recíproca el otro es a quien hay que emular, pero también vencer.
De no haber llegado aquel marino a esa isla ardiente en llamas fratricidas, los cazadores habrían exterminado a quienes no quisieran someterse a su orden, después habrían creado un relato en el que esa violencia se justificara: ellos habían acabado con la Fiera y entonces por fin reinó la paz… hasta que un nuevo deseo mimético hiciera estallar el conflicto, se lograra otra momentánea paz, antesala siempre de un nuevo conflicto, siempre más intenso, y así hasta que esa pequeña isla representara en pequeña escala el sino de Caín del hombre… En caso de que algo lograran hacer por perpetuarse ese grupo de varoncitos, pero esa es otra historia.
Para Girard es necesaria una nueva racionalidad para pensar la violencia y su escalada a los extremos; señala que muchas explicaciones no han hecho más que diferir el momento de reconciliación entre los hombres al establecer que antes de la paz siempre hará falta más violencia. El asunto es que a estas explicaciones les pasa desapercibido que en la dialéctica de la violencia no hay sino treguas momentáneas desde las que se propulsa, no una reconciliación entre los hombres, sino la escalada del duelo a sus extremos: el exterminio. Esa nueva racionalidad para pensar la violencia tendría que encararnos con ella, con el deseo mimético en que descansa; ser un espejo en el cual vernos, reconocernos en la cabeza del jabalí, en Belcebú, y quién sabe, quizás así, confrontándonos con nosotros mismos podamos renunciar al duelo, pues quizás el único camino hacia la paz sea renunciar a la violencia.