Alejandro tenía 17 años cuando se embarcó en el puerto de Veracruz a bordo de El Toluca, un carguero transatlántico de la compañía Transportación Marítima Mexicana. Se había empleado como ayudante (limpiando pisos, engrasando máquinas) pero no estaba buscando tanto el trabajo, ni siquiera el viaje, lo que necesitaba era poner un océano entre él y su pasado. No hacía muchos meses que había escapado de su casa para vivir con una mujer un par de años mayor que él. Pronto lo expulsaron del colegio, se ganó una crisis familiar, personal y la perdió a ella, que se había sumido en una profunda depresión.
En el curso de El Toluca estuvieron lugares tan distintos como el Mississippi, Barcelona, la Toscana y Sicilia. Sin saberlo, Alejandro estaba saciando por primera vez la sed que tenía del mundo. También estaba mostrando un impulso, casi un reflejo, que definiría cada una de las grandes transformaciones y consiguientes logros de su ahora celebrada carrera: el hartazgo. Esa necesidad implacable de no quedarse estático, de abandonar su propia comodidad y entonces cambiar para aprender constantemente.
A su regreso de aquel viaje, Alejandro González Iñárritu, sin proponérselo realmente, ha desatado revoluciones en todos los lugares donde ha trabajado. Primero en la radio mexicana, como locutor de la WFM, donde cambió radicalmente los formatos de narrativa y de interacción con los radioescuchas, y de paso dio rienda suelta al amor inconmensurable que profesa por la música. Luego, en la publicidad, donde trabajó como creativo en un equipo que anteponía las ideas al marketing. Y, por supuesto, en el cine mexicano, al que le propinó una bocanada de aire fresco después de décadas de hastío.
Nunca estudió dirección cinematográfica, pero ha llegado a ser uno de los cineastas más importantes de nuestro país y el mundo a raíz de esa necesidad que siempre le ha movido a contar historias de maneras distintas a las convencionales. Aprendió del oficio de cineasta a través de años de pruebas, errores y talacha, le decimos. Y claro, ha contado con la guía de mentores que él considera fundamentales en su vida, como el legendario director de teatro Ludwik Margules, de quien aprehendió ese espíritu renacentista con el que se aproxima a cada una de sus obras para la gran pantalla.
Cuando era locutor de la WFM su programa llegó a ser uno de los más populares entre el público jóven, pero en el pico de su éxito decidió abandonar la radio. Cuando formaba parte de uno los despachos publicitarios más solicitados y mejor pagados de la Ciudad de México, decidió abandonar el medio para hacer una película. Y cuando su ópera prima Amores perros (2000) transformó para siempre el cine mexicano, cosechando múltiples premios y un éxito asegurado a su joven compañía de producción, de repente dejó este país para auto imponerse nuevos retos en otras latitudes. No ha importado el reconocimiento ni el éxito económico que encuentre, Alejandro siempre se está embarcando con rumbo a nuevos destinos.
En celebración por su cumpleaños 57 el 15 de agosto, dedicamos este Top #CineSinCortes a Alejandro González Iñárritu, buscador de narrativas y transformaciones, que siempre ha estado comprometido con el presente, pues después de tantas gratas sorpresas nos encontramos a la emocionante expectativa de presenciar a qué logros e innovaciones le llevan una vez más su sed del mundo y las historias que en él encuentra.
Algo que pocas veces se subraya es que detrás de su primer largometraje, hubo más de una década de aprendizaje para González Iñárritu en torno a la técnica y que tuvo que foguearse antes como productor, editor y hasta fotógrafo. Ya había hecho infinidad de pequeños ejercicios entre videos publicitarios, musicales y hasta un cortometraje para la televisión (financiado por Televisa y protagonizado por Miguel Bosé). Pero no fue la experiencia acumulada lo que le hizo voltear al cine como su siguiente frontera, sino que en ese corto, Detrás del dinero (1995), encontró algo de verdad. Sólo así se sintió decidido a emprender su primera gran aventura cinematográfica, comulgando del neorrealismo italiano que tanto admira: Amores perros (2000), un sismo para el cine nacional que entre sus distintas innovaciones se encuentra el narrar la historia de personajes muy diferentes que nada tienen en común más que un terrible accidente. Amores perros catapultó su carrera y la de actores como Gael García y definió la familia de trabajo con la que se aventuró en sus dos siguientes filmes, 21 gramos (2003) y Babel (2006), que se hermanan junto a la primera como una trilogía que explora cómo las vidas de personas que no comparten nacionalidad, idioma, status social o creencias religiosas, pueden verse entrelazadas repentinamente por sucesos trágicos, recordando que todos estamos hechos de lo mismo. Por eso son igual de desgarradoras que Amores perros, pero en estas últimas ya había abandonado la comodidad de su país para explorar las texturas, tonalidades y el carácter de sitios tan distintos y ajenos como Memphis, Marruecos o Japón.
Cuenta González Iñárritu que a sus películas no las concibe desde el cine, sino desde la música, y que antes de comenzar cualquier proceso de producción primero define el tono que tendrá la película como si fuera un género musical. Por ejemplo, a la mortuoria Biutiful (2010) la pensó como si estuviera componiendo un réquiem, pero para su siguiente proyecto vino el jazz: de nuevo se había hartado, esta vez de la oscuridad que habían alcanzado sus historias, del tipo de narrativa que adoptó en sus guiones y hasta del equipo con el que había trabajado cómoda y exitosamente hasta entonces, porque cambió todo esto para realizar Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia (2014), que es jazz en muchos sentidos (como el gran soundtrack del baterista Antonio Sánchez) y un giro definitivo para la carrera de este director. Para empezar, abandona el drama por la comedia —aunque sea tan negra— y por primera vez se enmarca en autorreferencias a sujetos como Hollywood, su industria, la prensa del espectáculo y hasta la crítica de cine y teatro. También se desboca en la experimentación técnica, pues filma Birdman como un gran plano secuencia (aunque tenga algunos cortes “truqueados”) que consigue gracias al prodigio que es su amigo y paisano Emmanuel “Chivo” Lubezki. De lo mejor que se puede encontrar aquí es la actuación de Michael Keaton, porque no pudo haber alguien más adecuado para interpretar al protagonista: un actor sesentón que en los 90 había sido la superestrella de Hollywood por haber interpretado a un superhéroe de franquicia.
González Iñárritu da rienda suelta a muchas de sus propias meditaciones. Birdman habla del ego, de la necesidad de reconocimiento, de confundir la admiración con el amor, de entender ya demasiado tarde que era amor lo que tuvimos y no reconocimos a tiempo, y que eso era lo único que necesitábamos tener. Todos tenemos algo de Birdman.
El siguiente riesgo de este realizador defeño fue dejar de lado la ficción pura y partir ahora de un hecho histórico. Para su último trabajo en cine —que por cierto le ganó su segundo premio Oscar como Mejor director— se aventuró a rodar en condiciones extremas, en medio de un bosque canadiense siempre con temperaturas bajo cero, una especie de western: El Renacido (2015) cuenta del tortuoso viaje de regreso de un mercader de pieles en la naciente costa Oeste de Estado Unidos, que después de una emboscada india y el brutal ataque de un oso es abandonado por sus compañeros en medio de la nada. Sobra decir cuan premiada fue esta película y que se trató de un nuevo despliegue del genio visual de Lubezki, lo importante es señalar cómo González Iñárritu la construyó casi como una fábula sobre la lucha interior de un hombre por encontrar el deseo de seguir viviendo cuando lo ha perdido todo, una exploración crucial para el realizador luego de la sensible muerte de su padre.
Finalmente, vale mucho la pena mencionar otros proyectos que ilustran cómo la sed de narrativas de González Iñárritu no se limita al cine: en 2002 realizó un pequeño cortometraje para un trabajo coral en torno a los ataques de septiembre de 2001 a las Torres gemelas en Nueva York, una labor muy especial con el sonido y el poder de los mensajes, y de la realidad sobre la ficción. También la instalación audiovisual que le ganó otro premio Oscar en 2018: Carne y arena, en la que trató de llevar a los espectadores al mismo terror, agotamiento e incertidumbre que experimentan los migrantes que se lanzan a atravesar el desierto buscando alcanzar Estado Unidos.