Hubo un tiempo en que los trabajadores (el proletariado), hartos de dar toda su fuerza laboral a cambio de infrahumanos tratos y bicocas de sueldo, se organizaban en contra de sus patrones y tras dar primeros avisos acerca de sus justas peticiones y recibir negativas por parte de los industriales que se llenaban la bolsa, sacaban todo provecho de las mejoras tecnológicas y que no compartían con ellos sino una ínfima parte de las ganancias, decidían parar toda actividad de su centro de trabajo y volver a casa. Así, al menos, dejarían de generar, por un día, dinero para sus empleadores.
Después de la Revolución Industrial, en la primera mitad del siglo XIX, un grupo de obreros en Londres, Inglaterra, comenzó a alzar la voz y organizarse en contra de la clase burguesa que los empleaba. Pese a que antes de esto no existía el derecho de libre asociación y trabajaban y vivían en condiciones paupérrimas, con ínfimos salarios, sin derecho a atención médica y con jornadas laborales de casi medio día, al comenzar estas campañas en pro de conseguir mejores condiciones laborales, abrieron una puerta para miles de movimientos en el futuro, entre ellos el que sucedió al otro lado del Atlántico, en 1886 en Chicago. En conmemoración de la represión que sufrió un grupo de manifestantes obreros en aquella época, se conmemora el Día Internacional del Trabajador.
Hoy en día, es importante voltear atrás y asimilar (incluso verse en el espejo) que muchos de los derechos por los que se luchó durante décadas desde hace más de un siglo ‒y que forman parte de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de nuestra propia Constitución‒ siguen siendo violados en varias partes del mundo: desde algunos de los países más pobres hasta países superpoblados y del primer mundo.
Por ello, en esta ocasión presentamos dos escenarios en los que es posible ver esos retrocesos y estancamientos en medio de nuestra realidad actual.
En una fábrica de telares de Manchester, a finales del siglo XIX, se registró la usura de los industriales al adelantar los relojes ‒para contabilizar retardos falsos en sus trabajadores y así descontarles un cuarto de salario de jornada por llegar 20 minutos tarde‒ y atrasarlos ‒para que sin darse cuenta trabajaran más tiempo si recibir paga por ello. También existían multas que se aplicaban a diestra y siniestra sin que los trabajadores estuvieran al tanto de ello, por lo que para cuando les hacían notar que habían incurrido en una falta era porque ya había sido deducido de su sueldo.
Aunque es historia de hace más de cien años, las condiciones no cambian en el mundo para todos. Karoshi es el término que se utiliza en Japón para la muerte por exceso de trabajo, ya sea por fallas del cuerpo debido al cansancio o por suicidio. En 2015, el número de víctimas rebasaba los 2300, según los registros del Ministerio de Trabajo nipón, sin embargo, el Consejo Nacional en Defensa de las Víctimas de karoshi, considera que hay alrededor de 10 mil víctimas al año. Cuando hablamos de exceso de trabajo, no estamos ante un par de horas extras, sino de más de 100 horas extras al mes (de las 80 recomendadas por la OIT), es decir, jornadas de más de 12 horas al día y de hasta 20 horas: algo humanamente imposible.
En China, existen casos similares: la página 996.icu sirve como denunciante de aquellas empresas y empleos que exigen un mínimo de 12 horas laborales para sus empleados, de 9 de la mañana a 9 de la noche. Compañías que celebran la explotación, más que esconderla, generan miles de empleos para personas no solo de las grandes ciudades sino de las periferias, quienes hacen más de 1 hora y media a sus empleos y de regreso a casa.
El caso de nuestro país no es una excepción; siendo en 2017 el país número uno donde más horas se trabajan al año (2225) y es la Ciudad de México una de las más adictas al trabajo en el mundo (con 43.4 horas a la semana trabajadas, sin contar el tiempo extra). Del derecho a vacaciones (de las más mezquinas del mundo) y empleos que ni siquiera ofrecen prestaciones básicas como lo es el seguro médico, mejor ni hablamos. Claro, siempre puede ser peor, mientras en las situaciones antes mencionadas de China, Japón y México está claro y es consciente la ilegalidad en la que incurren los empleadores, en lugares como en la India, donde el máximo de horas diarias para trabajar no existe, la explotación laboral es completamente legal.
Lo penoso de todo esto, es que más que productividad al máximo, estas conductas esclavizadoras sólo revelan una cultura del trabajo difícil de cambiar, y cabe hacerse la pregunta ¿existen buenas razones para trabajar de más o muchas veces sólo es mala organización del tiempo?
La cuestión es que ni todo el tiempo ni todo el esfuerzo resultan siempre en mayor eficacia y productividad. Monstruos encarnados en nuestra conciencia como el ser el más exitoso y tener la mejor vida nos acaparan la vida misma, ¿qué es tener una mejor vida?, ¿la lucha, para muchos incansable, de la estabilidad financiera a costa de la estabilidad emocional e incluso física? Trabaja duro en tu juventud y quizá puedas tener una vida madura próspera, sino te esfuerzas siendo joven, entonces cuándo. Francamente, la vida debe ser más que trabajar todo el día y volver a dormir a casa.
“Cuando uno se pasea por la mañana temprano, en el momento en que todo el mundo va hacia su trabajo, se queda estupefacto por el número de personas que parecen casi o totalmente tísicas. […] esos espectros lívidos, larguiruchos y flacos de pecho estrecho, y ojos cavernosos, con quienes uno se cruza a cada momento, esos rostros insulsos, desmedrados, incapaces de la menor energía.” Esta descripción parece la de un día cualquiera en una metrópoli aleatoria en pleno 2020, pero la describe Friedich Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra en 1845. Cómo se espera que la gente pueda tener una calidad de vida decorosa si vive para trabajar.
Con la crisis sanitaria actual, también devino una crisis económica y por supuesto laboral; millones de personas en el mundo han perdido sus empleos debido a la pandemia del COVID-19 y simplemente en nuestro país se estima que se perderán este año 1 millón de empleos. Ante estas circunstancias, hay dos polaridades: las de aquellos para quienes no es posible dejar de trabajar en estos momentos, ya sea por supervivencia (comerciantes, microempresarios y personas autónomas) y aquellos cuya labor es indispensable (médicos, enfermeras, servicios básicos como la luz, el agua y las comunicaciones, entre otros).
En estos tiempos de unión y muestras de la humanidad que presumimos nos caracteriza, existen aquellos que se aprovechan y se aprovecharán en los próximos meses para ejercer maniobras que permitan la explotación a cambio de conservar (o conseguir) un empleo que permita subsistir y llevar alimento a casa. Habrá quienes, desesperados, acepten deplorables condiciones laborales y habrá muchos que, como en el pasado, permanezcan callados ante injusticias por miedo, porque “uno no está como para perder su trabajo”.