Es claro que la figura de las mujeres dentro del cine está presente desde el inicio de éste a finales del siglo XIX, en la actuación (protagónica o no), el guionismo, la asistencia, el vestuario, la música y la fotografía. Sin embargo, el estar siempre al frente de un proyecto fílmico (o muchos otros, dentro y fuera del arte), representa un reto para el género femenino, no por carencias o inhabilidad, sino por la dificultad que representa para muchos el aceptar que quien está al mando es aquella que debiera estar en casa cuidando del hogar o siendo instruida para ello.
La dirección de cine realizada por mujeres es hasta el día de hoy opacada por las propuestas masculinas. No se trata de una participación a la fuerza, se trata de poner sobre la mesa que el mundo del cine está hecho a los ojos de la masculinidad, aún cuando las historias traten sobre mujeres, y cómo estas ideas permean en el imaginario colectivo como aceptables y únicas.
Bien valdría la pena abrirnos a ver la otra cara de la moneda, otras historias y otras perspectivas, a través de la diversidad que pueden ofrecer las voces femeninas que, al estar tanto tiempo recluidas en el silencio, hoy tienen mucho que decir.
Y no es que no existan mujeres cineastas, las hay y muchas. Pero ocurre una disparidad abismal comparada con el número de hombres que dirigen a la vez que tienen menos oportunidades de notoriedad. Sea por dinero, posición social, el lugar en donde viven o el tipo de historias que quieren contar, ser mujer directora de cine y ser tomada en cuenta es un reto dentro de una industria donde los hombres aún dictan el cómo y el cuándo.
No podemos comenzar este conteo sin una de las mujeres que abrió el camino para las demás. “Tengo unos ojos curiosos” solía decir la cineasta francesa cuando le preguntaban por qué hacía cine: Angès Varda hizo de la ficción y documental el lienzo donde posar las realidades de la forma más genuina y humana. Antes de que Truffaut y Godard comenzaran a filmar los grandes clásicos de la Nouvelle Vague, ella ya se había adelantado con su primer filme La Pointe Courte en 1954, en el que con poco presupuesto se entretejían relatos comunes con una crisis de pareja. Sus historias iban de la adaptación de clásicos literarios a exponer relatos feministas y de índole social, como ejemplo Cleo de 5 a 7 (1962) y Una canta, la otra no (1977). Antes de partir en 2019 debido al cáncer de mama, dejó un último vestigio de su legado Varda par Agnès, un documental realizado por ella misma en el que intercambia más que un diálogo con el espectador, comparte una autocrítica y revisión sobre su obra.
Para ella ser directora de cine es “la oportunidad de construir algo y compartirlo públicamente”. Presidenta del jurado de la competición oficial por el León de Oro 76ª edición de La Mostra internacional de cine de Venecia en 2019, la argentina Lucrecia Martel es considerada en la actualidad como la directora de cine de Latinoamérica —y quizá del mundo— más importante. Feminista declarada, por supuesto, Martel es fiel a sus principios y en esa misma edición de Venecia, se proclamó en contra de la violencia hacia las mujeres al confirmar su inasistencia a la presentación de la nueva cinta de Roman Polanski (acusado de violación). Con sólo cuatro largometrajes en su haber, Lucrecia ha demostrado que sus historias (tres de ellas guiones originales) están plagadas de rigor, sin puntos medios ni condescendencia. Con La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza abordó el despertar sexual femenino, la decadencia de las clases sociales, el tormento que ocasiona la culpabilidad y los preceptos de la moralidad y el pecado. Su última cinta Zama (2017) es la única historia que ha adaptado.
Quizá el lugar más difícil para ser reconocida y respetada en la industria es el siempre monstruoso Hollywood, donde además de lidiar con la minimización de las capacidades de las mujeres desde cualquier escenario, está también el constate abuso de poder. En ese escenario, hay mujeres que actúan, que escriben y que producen y todas son reconocidas, sin embargo, el peldaño de la dirección sigue siendo un reto continuo. En ese sentido, Greta Gerwig es uno de los nombres más sonados. Puede que sus dos trabajos como realizadora no sean los más revolucionarios —Lady bird (2017) y Mujercitas (2019)—, pero la forma en la que ha abordado por un lado el campo de batalla que es la relación de madre e hija (adolescente) y la vuelta de tuerca del clásico de la literatura (y el cine mismo) es una bocanada de aire fresco para el cine comercial. Quizá el siguiente año, otras mujeres sean quienes encabecen las listas de super ventas en taquilla, de las nominadas en las grandes categorías o por qué no, quienes se llevan las alabanzas, las estatuillas, pero sobre todo el reconocimiento a casa.
El cine nacional ha pasado por varias etapas creativas, unas más esplendorosas que otras, más bien decadentes. En el cine actual, destacan estas tres cineastas: Claudia Sainte-Luce, en cuya ópera prima Los insólitos peces gato (2013) hace un bello retrato de la confianza, la solidaridad y la empatía frente a desconocidos que se vuelven familia; en La caja vacía (2016) las vicisitudes familiares siguen presentes entre un ausente padre errante que a sus 60 años tendrá que convivir con una hija para la que resulta un completo extraño. No quiero dormir sola (2012) fue el primer largometraje de Natalia Beristain en el que la vida vacía de Amanda, quien suele tener encuentros sexuales casuales, cambia radicalmente cuando tiene que cuidar de su abuela enferma; con la cinta Los adioses (2018) regaló al mundo un retrato emotivo de la vida de la escritora chiapaneca Rosario Castellanos, cuya vida se debatió entre el feminismo que profesaba y el machismo que la sometía a puerta cerrada. Por último, con Las niñas bien (2018) Alejandra Márquez Abella se aventuró —con resultados favorecedores— a retratar a una clase alta mexicana de los años 80, que se aferró a mantener su estatus tras el estallido de la crisis económica de la época, desde la perspectiva de aquellas mujeres para las que su existencia depende de conservar su lugar en la élite social.