Quizá no haya una palabra tan incomprendida y, paradójicamente, tan al uso como filosofía. No hay uno solo que no se jacte de tener esta o aquella filosofía de vida y hay literatura de autoayuda que se precia de tratar cuestiones filosóficas y metafísicas, de hecho, a una larga lista de esta llamada pseudo-literatura o subliteratura le debemos el que para mucha gente eso de la filosofía tenga que ver con el espiritismo, los poderes psíquicos o los hechos sobrenaturales; y otro tanto ha hecho el último grito de la moda de esas tendencias, el coaching de vida.
Este mercado, que hace negocio con el perenne anhelo humano de alcanzar la felicidad, echa mano de la ignorancia de las personas, tergiversa el sentido de palabras como filosofía, metafísica o física cuántica ‒pues la ciencia tampoco escapa a ser malinterpretada y malempleada en todo tipo de supercherías‒ para venderles una idea e ideal de vida, realización y tranquilidad; y les funciona porque lo que uno necesita son respuestas y esperanzas, la vida es difícil para todos.
Mientras así se enriquecen aquellos, la señora filosofía, tan aludida y apaleada por esos impostores, no cuenta con muchos espacios para defenderse, aclarar los puntos y desenmascarar a los charlatanes. Afortunadamente hay días en que se puede aprovechar una conmemoración para poner estas cosas delante, por ejemplo, este 21 de noviembre que la UNESCO celebra, como cada año en el tercer jueves de noviembre, el Día Mundial de la Filosofía para destacar la importancia que tiene la madre de todas las ciencias para el mundo y las gentes. Para sumarnos al festejo, queremos pasar revista a algunas de las frases más populares de la filosofía, esas que todo el mundo se sabe pero que quizá no termina de comprender o hasta ignoraba que tuvieran una procedencia filosófica.
Sócrates, el filósofo al que se atribuye esta frase, es uno de los más famosos de todos los tiempos pese a que no escribió nada, todo lo que sabemos de él se lo debemos al montón de alumnos que tuvo; de modo que no podemos saber si pronunció tal cual este célebre enunciado, pero lo cierto es que condensa maravillosamente uno de los rasgos más importantes de su pensamiento. Se dice que un amigo suyo fue un día al oráculo de Delfos y aprovechando la ocasión le preguntó al dios: ¿quién es el hombre más sabio de Atenas? A lo que Apolo, a través de la pitonisa, respondió: el más sabio es Sócrates; cuando el amigo le dio a Sócrates la noticia, éste recorrió Atenas de arriba abajo buscando desmentir o comprender la sentencia del oráculo, visitó a todos los hombres que él mismo o el pueblo consideraba sabios y en cada caso descubrió que aquellos sabios, sin excepción, eran incapaces de reconocer que eran ignorantes de algunas cuestiones, mientras él, Sócrates, era consciente de su ignorancia, al menos sabía que no sabía y en eso consistía su sabiduría.
Parece que a todos nos sucede: un mal día ponemos los ojos y el corazón en alguien que jamás podrá correspondernos. La gente llama amor platónico a este amor imposible, pero lo que ese tal Platón señaló alguna vez sobre el amor está lejos de ser tan emocionante y trágico. Para Platón, el amor ‒Eros‒ es un impulso que la belleza despierta en nosotros, el amor es deseo de belleza, de poseerla para siempre; sin embargo, la belleza para Platón no es la del mundo, sino una entidad abstracta como la verdad y amar platónicamente es elevarse de la contemplación de las bellezas terrenales a la belleza del alma y finalmente a la belleza en sí misma. Como se ve, se trata de una proeza un tanto imposible, quizá de ahí venga la confusión de que el amor platónico es un amor imposible.
Suele tomarse esta frase como un equivalente de pensar antes de actuar o como la actitud de valorar más lo que atañe al pensamiento que a las cosas materiales. Sin embargo, cuando el filósofo francés René Descartes ‒padre ni más ni menos que de la filosofía moderna y de la geometría analítica‒ descubrió que Cogito, ergo sum, esto es, que si pienso entonces existo, estaba en medio de una búsqueda muy peculiar. Descartes quería hallar algo de lo que no se pudiera dudar en absoluto y luego de perder el mundo y a nada de perder la cabeza, se dio cuenta de que él que dudaba no podía dudar de sí mismo, pues al dudar confirmaba que existía, y como dudar es una de tantas formas que tiene el pensamiento, se dijo que, en general, el hecho de pensar es una prueba de que se existe. El luego de su famosa frase no significa después sino por lo tanto: pienso, por lo tanto existo.
Es usual que se ocupe la palabra trascendental como sinónimo de trascendente y viceversa. Pero, en estricto apego al diccionario, la palabra trascendente refiere a aquello que va más allá, que traspasa un límite; mientras que la palabra trascendental significa algo que es de mucha importancia o gravedad por sus probables consecuencias. Puede resultar una ligereza, pero como se ve, no son conceptos equivalentes y en filosofía, donde tienen una especial importancia en el pensamiento de Immanuel Kant, trascendente refiere a aquello que no se puede conocer porque está más allá de los límites de nuestro entendimiento ‒como dios o la inmortalidad del alma, por ejemplo‒, mientras que trascendentales son aquellas condiciones de nuestro psiquismo que hacen posible que conozcamos ‒la percepción y el entendimiento, por ejemplo‒.
La frase original es el aforismo ocho de las Máximas y dardos del libro El ocaso de los ídolos o cómo se filosofa a martillazos que escribió Friedrich Nietzsche y dice así: “De la escuela de guerra de la vida: lo que no mata me hace más fuerte”. Es común que esta sentencia reluzca como consigna o consuelo de quien atraviesa o atravesará sendas difíciles. Su autor, Nietzsche, es quizás de los filósofos más famosos e incomprendidos por aquello de la muerte de dios y el superhombre. Para quien lo desconoce, estos dos temas podrán resultar lo suficientemente controvertidos tanto como para ir a leerlo como para huir despavoridamente; sin ánimos de propiciar más una cosa que la otra, quien escribe tiene que señalar que Nietzsche fue ante todo un filósofo de la vida, la pasión y la voluntad, que despreciaba a quienes buscaban sofocar la vitalidad pero no era iluso ni creía que la vida era fácil o fantástica, sino un combate que nos acrecienta con cada ocasión que tenemos de medirnos con las circunstancias, de ahí la frase.
Así como suele confundirse la astrología con la astronomía, o se cree que Confucio inventó la confusión, surge el equívoco entre positivo y positivista. Cuando las cosas van mal, la gente dice sé positivo o piensa positivo exhortando a dejar la perspectiva pesimista y creer que todo estará bien; puede que las cosas no mejoren, pero empeoran si en lugar de invitarte a ser positivo las personas te dicen sé positivista. La filosofía positivista surgió en el siglo XIX en Francia, su padre, Auguste Comte señalaba que las humanidades ‒la historia y la filosofía, por ejemplo‒ debían seguir el camino de la ciencia, que ha tenido un desarrollo exitoso y gracias a su tecnología hemos conseguido el progreso; señalaba además que el éxito de la ciencia estriba en la implementación de un método que se fía únicamente de lo que se puede comprobar mediante la experimentación y a esto lo llamó hechos positivos, de ahí que su filosofía se llame Positivismo. Ser positivista, pues, es atenerse exclusivamente a la ciencia, buscar su desarrollo y el progreso tecnológico, nada que ver con ser optimista o pensar positivo.