Por: Rebeca Avila

Algunos restos de los ensayos nucleares y lo que no hemos aprendido

“Corea del Sur cree que Pyongyang ha logrado miniaturizar la bomba nuclear”; “Estados Unidos amenaza a Corea del Norte con ‘una respuesta militar masiva´”; “Corea del Norte lanza un misil intercontinental que alcanza aguas japonesas”; “¿Prueba Rusia misiles nucleares?” Son sólo una parte de los encabezados semanales en los periódicos. Desde aquél fatídico 16 de junio 1945 cuando sucedió la primera prueba nuclear en Nuevo México, estando presente el premio Nobel de Física Enrico Fermi (el primero en realizar una reacción nuclear controlada) no ha parado el afán por la experimentación y las pruebas con armas atómicas.

La interminable e insaciable carrera armamentista por el dominio del mundo y de saberse el (o los) más poderosos, siempre supondrá poner en jaque la existencia de la humanidad.

El Atolón de Bikini es uno de los vestigios que quedan de aquellos años de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos sentía las pisadas de talón de Rusia - si ya no fuera así, no estaríamos hablando de esto- y detonó alrededor de 60 bombas nucleares en el Pacífico, primero, con la falsa idea de que el agua del océano amortiguaría la potencia de las explosiones. Error; el desastre alcanzó a la flota que se encontraba en la cercanía -aparentemente lejanía- y salió disparada hacia los aires por la potencia de una columna gigante de agua, cual chorro que avienta una ballena. Hoy en día, la historia bélica que rodea al Atolón de Bikini ha podido más que su instantánea paradisíaca; no es una reserva ecológica protegida - sí, sí hay vida submarina aparentemente normal-, pero sí fue declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad desde 2010.

Los efectos innumerables de la Guerra Fría y la "cautela" de las potencias bélicas sirvieron para algunas pantomimas de paz, y a raíz de esto se firmó el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio entre Estados Unidos, Rusia, Alemania, República Checa, Eslovaquia y Bulgaria, vigente desde 1987 para salvaguardar la paz y la seguridad mundial. Hace unos días, el actual presidente de la nación norteamericana, Donald Trump, ha dado la orden de salida de Estados Unidos de dicho convenio.

Se sabe de las consecuencias que dejan las explosiones nucleares y sus afectaciones para la salud y el medio ambiente —Chernóbil o el Atolón de Bikini aún son lugares inhabitables para la vida humana—. Desde 1994 los ensayos nucleares se realizan sólo bajo tierra para evitar la propagación de la radiación producida que se da, por ejemplo, con la lluvia ácida en los océanos. Este hecho fue comprobado por la geoquímica japonesa Katsuko Saruhashi, quien desde la década de los 50 y hasta los 70 se dedicó a estudiar la contaminación por lluvia radioactiva en el Pacífico Norte. De este modo comprobó que los residuos de las pruebas realizadas en Atolón de Bikini se mezclaron con el resto de esa región oceánica que comprendía también a las aguas japonesas.

Mientras la ONU instaura fechas como el Día Internacional Contra los Ensayos Nucleares, Corea del Norte realiza pruebas nucleares subterráneas que provocan cientos de sismos y fallas; y Rusia hace pruebas de un nuevo misil nuclear, que, en palabras del propio Putin tiene un alcance ilimitado y es indetectable para los sistemas de rastreo de ensayos nucleares secretos; ¿el resultado de dicha prueba? 2 miembros de la milicia rusa y 5 científicos muertos, y la radiación 16 veces más alta por encima de la norma. Entretanto, otro sector de la población comienza a avivar teorías conspiratorias que se atreven a poner en duda las explosiones en Hiroshima y Nagasaki, porque ¿cómo es posible que la gente viva en esos lugares y no en Chernóbil? El chiste se cuenta solo.