Por: Arody Rangel

Distopía, aquí y ahora

"basta de profecías apocalípticas
ya sabemos QUEL MUNDO SE ACABÓ"

Nicanor Parra

El siglo XIX, siglo del desarrollo de la naciente industria y de la progresión del sistema capital a diestra y siniestra de nuestro globo, tuvo en la ficción narraciones extraordinarias como las de Jules Verne, en las que prevalece la fe en la ciencia y la tecnología; con su guía dimos la vuelta al planeta en 80 días arriba de un globo, bajamos veinte mil leguas en submarino hacia las profundidades del mar y hasta alcanzamos el centro de la Tierra. A partes iguales, la fascinación tenía por objetos las maravillas de la naturaleza y la genialidad humana volcada en aparatos sofisticadísimos. Pero en la realidad, los viajes de exploración hacia los confines del orbe han dado lugar a la explotación voraz de los recursos naturales.

La vorágine de acontecimientos políticos de talla global que caracterizaron al siglo pasado, particularmente el auge de los totalitarismos, así como las conquistas científicas y tecnológicas tanto en el campo de la biología como en el de la astronomía, fueron el campo fértil de las elucubraciones distópicas. En Zamiátin, Huxley y Orwell la ciencia y la tecnología ya no causan fascinación, sino estupor, son las herramientas del control estatal. El género distópico revela el desasosiego y la pérdida de la fe en el progreso, sigue la pista al futuro latente de la época y coloca delante los escenarios probables, todos igualmente desesperanzadores —basta señalar que los protagonistas de Nosotros (1924), Un mundo feliz (1932) y 1984 (1949), tras rebelarse contra el sistema, terminan absorbidos y aniquilados por él—.

Hoy, nuestra realidad ha alcanzado la ficción: la clonación genética, la fecundación in vitro, la nanotecnología, las misiones espaciales, el Internet o las máquinas inteligentes con las que convivimos a diario dan cuenta de esto. En el ámbito político, las decisiones favorecen los intereses de los grandes capitales sin contemplar el coste social ni ambiental y las formas de manipulación y control ya están lejos de lo que vaticinaran los distópicos del siglo pasado: en la distopía en la que vivimos no hay un estado único y fascista, subyugador de las subjetividades, ocupado sólo de mantener el statu quo, en su lugar pululan los estados fallidos, occisos de la impunidad de los crímenes de lesa humanidad que tienen lugar a diario en cualquier parte del mundo en nombre de la globalización neoliberal.

Se nos da fantasear con “el fin del mundo” y quizá no hayamos estado tan cerca del Apocalipsis como ahora, a nuestro alrededor no hay —al parecer— algún escenario que se salve de ser descrito con al menos un adjetivo negativo. Entre los desenlaces más taquilleros del cine y la literatura, de la pandemia zombie al Armagedón, a mitad de camino de la próxima guerra mundial y la improbable llegada de alienígenas belicosos, la distopía que vivimos aquí y ahora tiene el color de la polución, del inminente cataclismo medioambiental. ¿Qué reflejos arroja la literatura de los “malos lugares” a este respecto?


Comprar una oveja eléctrica

En el clásico ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Phillip K. Dick, la Tierra quedó desolada y cubierta de polvo radiactivo tras la Guerra Mundial Terminus; la humanidad logró colonizar los otros planetas del sistema solar, pero sólo los humanos no contaminados pudieron abandonar la Tierra en compañía de androides asistentes. Y en la Tierra, donde se refugian los androides prófugos de las colonias que son perseguidos y eliminados por cazarrecompensas, los animales sufrieron bajas al grado de la extinción; el colmo: tener un animal dota de estatus social y moral, pero como los pocos especímenes reales son extraordinariamente caros, la gente opta por adquirir animales eléctricos para mantener su buena reputación.


Clima ficción

El mundo sumergido (1962) y La sequía (1964) de J. G. Ballard forman parte de la llamada clima ficción, un género distópico cuya piedra de toque es el cambio climático; Ballard es pionero del género y sorprende la cercanía de sus líneas argumentales, escritas en la década de los 60. En El mundo sumergido, por ejemplo, la humanidad se enfrenta al deshielo de los polos, sólo los rascacielos más altos son testimonio de lo que alguna vez fue la civilización y los sobrevivientes batallan con la naturaleza que de nuevo domina la superficie del planeta. En La sequía, la causa de la escasez de agua potable se debe a la contaminación de polímeros que cubre los océanos e imposibilita la evaporación del líquido vital.

En la misma línea, Las torres del olvido (1987) de George Turner presenta el fatal destino de la sociedad actual: cambio climático, escasez de recursos, polaridad social y guerra civil; el relato se sitúa a décadas de distancia del colapso, en un futuro en el que tanto la naturaleza como la humanidad se han repuesto de nuestra época oscura, lo cual arroja un halo de esperanza sobre el futuro de la civilización.


La isla por-venir

Es difícil conceptualizar la obra de Michel Houellebecq, si bien su popularidad está atada a calificativos como “vaticinador” e “irreverente”, su prosa amalgama diestramente las distintas esferas de nuestra realidad: subjetividades, sociedad, clima político y moral, sistema económico, consumo, industria cultural, terrorismo… Y también crisis ambiental. En La posibilidad de una isla (2005), la civilización colapsa tras el desastre medioambiental y en fortalezas aisladas de la contaminación exterior, una compleja maquinaria produce neohumanos, réplicas de mujeres y hombres que conservan sólo lo mejor del organismo humano, no poseen emociones complejas y viven sin más, albergando la memoria de sus humanos originales. Un buen día, uno de esos neohumanos sale de su fortaleza en búsqueda de una isla, algo como la tierra prometida; pero al arribar al lugar que señala el mapa, se topa con el hecho simple y terrible del sinsentido de la existencia del hombre.