Por: Arody Rangel

Cortázar, Rayuela y el amor

Un mandala, alegoría del cosmos, la unidad en la pluralidad, perfección. O bien, la imagen-guía que ayuda a encontrar el centro en la meditación. También un signo universal, expresión del inconsciente colectivo. Mandala iba a ser el título de Rayuela, pero su autor, el Cronopio de cronopios, cambió de parecer casi en el último momento por considerar que era innecesario exigir de los lectores un conocimiento sobre el esoterismo búdico o tibetano. Julio Cortázar murió el 12 de febrero de 1984, en esta ocasión queremos recordarlo con ese gran monumento literario al amor que es Rayuela.

Contranovela, Rayuela se puede leer secuencialmente desde el capítulo 1 al 56 y prescindir del resto; o bien, siguiendo el tablero de dirección que propuso Cortázar, esta otra novela inicia en el capítulo 73 y sigue derroteros no lineales. Por esta razón, Rayuela es dos novelas y, ante todo, es tantas novelas como lectores tenga, pues exige del lector que se involucre en el juego, que cree los caminos a su antojo. Este carácter experimental -narrativa lúdica ficticia- le ganó un lugar entre los del boom latinoamericano y entre los clásicos literarios del siglo XX.


La Maga y Oliveira

En París, “la ciudad en donde el amor se llama con todos los nombres de todas las calles, de todas las casas, de todos los pisos, de todas las habitaciones, de todas las camas, de todos los sueños, de todos los olvidos o los recuerdos”, justo ahí Horacio Oliveira se encuentra con Lucía. Él argentino, ella uruguaya, él tan intelectual de poca monta y ella tan cabeza hueca de grandes conceptos, la pareja perfecta a decir de los amigos del Club de la serpiente, inminente desastre en palabras del mismo Horacio.

Ninguna de las otras mujeres que se enrolan con Oliveira mereció un apodo tal, La Maga, una Beatriz alighieriana o una Julieta shakesperiana, el imposible cortazariano. Qué duda cabe, ese Horacio está enamorado, hechizado por la forma Maga de estar en el mundo, por esa existencia sencilla, infantil e ingenua, el perfecto contrapeso para uno como él que se hace demasiados nudos la cabeza. Pero mejor aún que el “Total parcial: te quiero. Total general: te amo”, son las sentencias crudas de ese Horacio que al igual que se deja llevar de la mano por La Maga, comprende muy bien su condición de insatisfecho radical, tiene hambre de “un amor pasaporte, amor pasamontañas, amor llave, amor revólver” pero es incapaz de cruzar el puente para tomar lo que Lucía le extiende desde el otro lado.

No hay final feliz y es que el amor acontece, no se elige, “es un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio”.


Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes

El gíglico, lenguaje musical, el lenguaje de los enamorados, un lenguaje inventado por Julio, gran amante de las palabras -perras negras-, y que tiene en el capítulo 68 su máxima expresión, potencia erótica y delirante. También está el cementerio (ir al capítulo 41), otro juego poético que da cuenta del talento de Cortázar para habérselas con las palabras y confeccionarles nuevos sentidos. Pero el juego de juegos es su Rayuela, “libro infinito”, “gigantesca humorada”, “bomba atómica”, “grito de alerta”, “el agujero negro de un enorme embudo”, la apuesta de este creador enamorado de la narrativa de darle un nuevo rostro: “Escribir es dibujar mi mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación purificándose; tarea de pobre shamán blanco con calzoncillos nylon”.


Música, melancólico alimento para los que vivimos de amor

Otro de los grandes amores de Cortázar: la música, pero su total general era el jazz. Quienes ya se han internado en ese laberinto que es Rayuela, lleno de referencias igual artísticas que filosóficas y científicas, recordará esos capítulos (del 10 al 18) llenos de jazz y de blues; mientras los del Club de la serpiente se han reunido a vaciar vasos de vodka y a pasar disco tras disco la historia del contrapunto y el síncope, el lector se lamenta un poco no poder escuchar cada una de las piezas invocadas para la reunión. Jazzuela, una compilación hecha por Pilar Peyrats, viene calmar esa nostalgia y es el complemento perfecto para una nueva o primera lectura de este mandala literario.