Por: Arody Rangel

Alejandra Pizarnik, suicida anarquista coronada

“Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo. Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”.

Entrevista a Alejandra Pizarnik de Martha Isabel Moia, 1972

Sus padres llegaron a la ciudad de Avellaneda, en Argentina, huyendo del terror de la guerra en Europa. Eran rusos-judíos, extranjeros provenientes de Rovné que aún no se habían hecho del idioma del país al que llegaron cuando tuvieron a sus dos hijas: Myriam y Flora Alejandra. Su infancia transcurrió entre jugar a las estatuas o la rayuela y las noticias que llegaban desde Europa, fuera a través de los medios que daban parte de los acontecimientos de la guerra o a través de las cartas de familiares y amigos en las que daban cuenta de los terrores que vivían en manos del nazismo; también por entonces la madre les inculcó a ella y a su hermana la lectura como paliativo contra la aburrición.

Se dice que fue una niña temeraria y desafiante, que desde joven vestía su identitario abrigo Montgomery y que de adolescente se vio acomplejada por los cánones de belleza que la llevaron a tomar anfetaminas para adelgazar y a mostrarse insegura frente a los hombres. Muy joven también decidió que quería estudiar en lugar de casarse y hacer una vida doméstica, antes de ingresar a la Universidad entró en contacto con la literatura de vanguardia, principalmente con el surrealismo, y había leído algunos textos del existencialista Jean Paul Sartre; se prendó de la idea de hacer de la propia vida una obra de arte y se inspiró de las errantes vidas poéticas de los malditos Rimbaud, Lautréamont y Apollinaire.

Su madre esperaba que se matriculara en medicina o abogacía, pero Alejandra se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. El genial Jorge Luis Borges dictaba cátedra por esos entonces, pero ella no estaba tanto en las aulas como en las reuniones entre estudiantes, en las librerías y los cafés alimentándose del ambiente cultural de su época. Publicó su primer poemario La tierra más ajena en 1956 y pasados algunos semestres de la carrera decidió abandonar la universidad, pues no concebía dedicarse al estudio del pensamiento de los titanes de la filosofía o al análisis de las grandes cumbres literarias ‒”¿Cómo leer a Hegel si una sola frase suya me hace sentir ratón o tizne arrebatado por el viento de los siglos?”‒, lo que ella deseaba era crear.

Decidió entonces viajar a Francia, dominaba la lengua de sus amados poetas malditos y arribo a París en esa época en que en aquella ciudad efervescían las letras y las artes de la posguerra. Se hizo de un piso arriba de una pescadería y se coronó anarquista, trabajaba como correctora y dedicaba el tiempo a leer y hacerse de su propia mirada crítica y entendimiento del oficio de las letras, al margen de las escuelas y las universidades, abjuradora del elitismo académico trazó su propio camino como escritora, como poetisa. En Francia se entrevistó con la Beauvoir, con quien no logró entenderse, y también con Marguerite Duras, de quien se admiró por su cercanía. Allá también trabó amistad con el gran cronopio Julio Cortázar y publicó Árbol de Diana en 1962, libro prologado por Octavio Paz, con quien también se amistó.

Alejandra vivió para la poesía y por ella murió. Sus versos, tan entendidos de la tradición literaria que le precedía, fueron la voz de la orfandad metafísica que la atravesaba, las palabras con que dio cuenta de su saberse una grieta en la superficie del mundo, su no hallarse en la cotidianidad, de la herida esencial de la que padecía, un desasosiego que de a poco se fue haciendo del control de todo. Regresó a su país en tiempos convulsos y el saberse ajena se acentuó al sentirse lejos de la que fue en París. Ese no encontrar un sitio en el mundo se arreció con la muerte de su padre y lo que siguió luego fue un rápido descenso en picada hacia las fauces de su propio vacío y oscuridad.

“Manos crispadas me confinan al exilio. / Ayúdame a no pedir ayuda. / Me quieren anochecer, me van a morir. / Ayúdame a no pedir ayuda”. Una angustia se precipita vertiginosa entre las publicaciones de Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968) y El infierno musical (1971). Fragmentada, Alejandra viajó a Nueva York y regresó un rato a París, pero nada de la cargada atmósfera política y de manifestación social en ningún lado le podía ser cercana, la confrontación que la albergaba era tal que no le cabía el mundo y sus problemas; al margen también de cualquier causa, su poesía anárquica optaba por luchas más bien poéticas de crear a partir de ese cuerpo suyo y de su esencial desgarradura: “la rebelión consiste en mirar una rosa / hasta pulverizarse los ojos”.

Al filo de la cornisa, la articulación de la palabra suicida abrió paso a la celebración de la oscuridad y la muerte en su última obra, La condesa sangrienta (1971), en la que Alejandra revisita la biografía de Erzsébet Báthory, aristócrata húngara que disfrutaba de torturar doncellas en su palacio, metáfora perfecta del daño encarnizado que se infligía ella en sus adentros. Se exilió de o la exiliaron todos sus cercanos, en soledad libró la batalla entre su viejo miedo a la locura y la muerte y ese impulso que desde dentro clamaba su propia destrucción. Ella, mujer disidente de tantas cosas y formas, personaje singularísimo y ya mítico en vida, disentía por último de sí misma. Voces que no pueden articularse ya en una sola la llevaron a intentar darse muerte en más de una ocasión. Delirante entrar y salir del hospital, cuerdo entender que para lo suyo no había cura, que nadie la podría ayudar. “sólo vine a ver el jardín. / tengo frío en las manos. / frío en el pecho. / frío en el lugar donde en los demás se forma el pensamiento”.

El 25 de septiembre del 72 Alejandra logró su fatal tentativa. Locura, muerte, suicidio, quién sabe, el acto final de una poética vida, la última coronación de aquella anárquica poetisa marcada por el dolor profundo e irreconciliable de vivirse en un mundo ajeno, desenlace irremediable de los malditos a quien tanto amó.