Por: Arody Rangel

Antonioni y el desierto de la (in)comunicación

Una de las citas citables de Julio Cortázar dice que “Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”. ¿Y qué desborda el alma? El amor, qué duda cabe, pero también el dolor, la alegría, la angustia, el anhelo, el deseo, la obsesión, la culpa, el tormento, la locura… Un poco o un mucho, lo que uno lee en aquella frase es que, si las palabras no dan de sí, bien se puede echar mano de otras cosas, como las demostraciones de afecto, los gestos, un guiño o el silencio… Quién podría decir si el silencio es más terrible que el hecho de estar frente al otro hablando con las palabras sabidas y compartidas, pero igualmente con la mirada, las manos y todo el cuerpo, y que aquello sea la constatación de que el lenguaje no sólo no alcanza, sino que la realidad es que jamás logramos en verdad comunicarnos con el otro.

Las personas estamos hablando todo el tiempo, pero quién sabe si realmente nos escuchamos y nos entendemos. La mayor parte de las veces estamos en un soliloquio de viva voz o a través del texto, creyendo o fingiendo que expresamos al otro nuestro pensar o sentir, quién sabe además qué tanto de todo eso entiende realmente el otro y, aún más, quién sabe qué tanto de lo que le entendemos a ese otro tiene que ver realmente con lo que cree o finge decir tanto como con lo que a nosotros nos acomoda escuchar o entender. En lo más íntimo, en esa alma de la cita citada, no nos apresamos, no nos alcanzamos. El lenguaje es nuestra más alta poesía, en el sentido más lato de la palabra, pura creación, invención pura, la cosa con la que tapamos el hecho de que entrar en contacto pleno con el otro nos es imposible, es también la cosa con la que fingimos que no hay imposibilidad tal; nos obstinamos tanto en comunicarnos como en amar, pero también en odiar… Y quién sabe cuál sea el propósito de todo esto, todo queda siempre en manos del absurdo.

A esta imposibilidad radical de comunicarnos dedicó Michelangelo Antonioni algunos de los títulos de su filmografía y a él, a ellos, está dedicado este Top #CineSinCortes. El cineasta italiano dejó la carrera de Economía y Comercio de la Universidad de Bolonia para enfilarse en el Centro Experimental de Cinematografía, sus primeros pasos en el séptimo arte los hizo al lado de Rossellini y en la tónica neorrealista sólo se cuentan sus primeros trabajos de género documental; recibió la Palma de Oro en Cannes por Blow-up en 1966, un filme realizado en Inglaterra y basado en el relato de Julio Cortázar Las balas del diablo, la cual es una de sus películas más afamadas y celebradas. Antes de ella, cuenta varias cintas realizadas en Italia, en su mayoría en blanco y negro, y entre éstas se encuentra la llamada trilogía de la incomunicación, conformada por L’Avventura (1960), La notte (1961) y L’Eclisse (1962). A ellas y a su primer filme a color, Il deserto rosso (1964), que se nos antoja la culminación de aquella poética de Antonioni que a través de las imágenes cinematográficas da indicios sobre lo inefable y nuestra imposibilidad de salir de nosotros mismos, está abocado este texto.


La aventura

‒ ¿Por qué tenemos que estar discutiendo aquí? Créeme, las palabras son cada vez menos necesarias ‒


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Hace un mes que Anna (Lea Massari) no ve a su prometido Sandro (Gabriele Ferzetti) y están por encontrarse para hacer un viaje en yate por la Lisca Bianca en compañía de amigos, entre ellos, la mejor amiga de Anna, Claudia (Monica Vitti). El reencuentro con Sandro tiene a Anna bastante contrariada, pues ya no comprende muy bien qué hacen juntos ni por qué habrán de casarse y cuando llega el momento de encarar la situación, Sandro demerita su desencanto. Se hallaban en una de las islas volcánicas de esa región mediterránea dando un paseo junto a los otros y después de tomar una siesta, ella desaparece. Luego de buscarla sin éxito, los convidados optan por dar parte a la policía y, en tanto que el veredicto oscila en declarar a aquella mujer una suicida o una escapista, entre Claudia y Sandro empieza a encenderse algo. Un beso robado, después el forcejeo entre la negación y ceder al deseo, para finalmente abandonarse al ímpetu de la aventura y, sin embargo, ambos siguen buscando a Anna, por pesar, por culpa o por inercia. Aquellas islas son la metáfora perfecta de todos ellos, cuerpos separados por el vasto mar, sin otro contacto que la lontananza: mientras Anna opta por abandonar toda tentativa por hacerse entender, bien pronto en ese idílico amor que se profesan Claudia y Sandro se eleva un muro de incomprensión y silencio.


La noche

‒ La vida sería insoportable si no existieran los placeres ‒
‒ ¿Es tuyo eso? ‒
‒ No, yo ya no tengo ideas. Sólo memoria ‒


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Lidia (Jeanne Moreau) y Giovanni (Marcello Mastroianni) llevan un tiempo casados o al menos el suficiente para que el amor deje su sitio a la rutina y el aburrimiento. Ese día han ido a visitar a su amigo Tommaso al hospital, quien yace desahuciado sobre su cama, el encuentro es dolorosísimo para Lidia, pero Giovanni parece estar incólume; más tarde asisten a la presentación de la última novela de Giovanni, pero incómoda por ese ambiente de pretensiones, Lidia decide dar un paseo errante por las calles de la ciudad. Ya de noche, la pareja acude a un bar para pasar un rato juntos, pero la pesadez del momento convence a Lidia de que es mejor ir a una fiesta en casa de los Gherardini, quienes han invitado a su esposo para hacerle una propuesta de trabajo. Las conversaciones superficiales y vacías son la constante en sus encuentros con toda esa gente hasta que, vagabundeando, Giovanni se encuentra con la hija de Gherardini, Valentina (Mónica Vitti), y su fascinación por la chica culmina en un beso furtivo que Lidia alcanza a espectar. Un momento después, Valentina se entera de que él es casado y a la renuncia de cualquier ilusión nacida de su encuentro sigue el desencuentro entre el matrimonio. La noche cede al alba, Lidia confiesa ya no sentir más amor y Giovanni se obstina en continuar juntos, a pesar de que ya no se reconoce en las palabras de una carta de amor que escribió a su mujer hace tiempo.


El eclipse

‒ Me parece estar en el extranjero ‒
‒ Qué extraño, esa es la sensación que tengo al estar contigo ‒


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Vittoria (Monica Vitti) ha pasado toda la noche en casa de Riccardo (Francisco Rabal) exponiéndole sus razones para no estar más juntos, él se obstina en continuar y seguir con los planes de la boda, pero ella ya ha tomado una decisión, aunque no entiende bien el porqué, pero sabe que no quiere estar con él y llegada la mañana se va. En una de sus incursiones en la bolsa de valores para encontrar a su madre, Vittoria conoce a Piero (Alain Delon), el corredor que le lleva las inversiones; tras otros encuentros ocasionales comienza el flirteo entre los dos y como siempre, aquello inicia con un intenso cruce de miradas, sigue con una cansada persecución de evasiones y vaciles constantes ‒aunque nadie entienda nunca porqué se pierde el tiempo de esa manera‒, hasta llegar por fin al escarceo amoroso. Están juntos y podría decirse que se aman, pero no se entienden, ese hecho lapidario está al acecho y ataca cuando llega el momento de separarse y cada cual regresa a sus actividades de ordinario en las que se funden y confunden con los cientos de personas que como ellos viven en una ciudad convulsa, evadidos de sí mismos, pero irremediablemente a solas consigo mismos.


El desierto rojo

‒ Le fallaba el suelo. Tenía la impresión de resbalar sobre un plano inclinado, de caerse, de estar siempre a punto de ahogarse. Y no tener nada ‒


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En la versión oficial, o al menos la que cuenta y sabe Ugo (Carlo Chionetti), su marido, lo que le sucedió a Giuliana (Monica Vitti) fue que tuvo un impactante accidente en automóvil y aunque físicamente salió ilesa del suceso, el shock la tuvo una temporada internada en el hospital, luego de eso ha seguido trastornada, inestable emocionalmente y poco clara de su mente. Ella pasa los días forcejeando entre llevar a cabo las actividades del día a día y sosegar el miedo profundo que le causa todo, las personas, las moles de hormigón, las calles, las cosas, los colores. Viven en una ciudad portuaria donde el mar contrasta con los gigantes desarrollos industriales que expelen venenosas nubes amarillas y los enormes conglomerados urbanos, allí un día llega de visita Corrado (Richard Harris), viejo camarada de Ugo que está de paso para contratar trabajadores que lo acompañen en sus negocios a la Patagonia. El viajero se flecha de ella, busca estar cerca y conocerla, cegado como está de su pasión, pero sin verla como ella es realmente. Giuliana tiene a Ugo y a su pequeño hijo Valentino, pero no puede simplemente olvidarse de lo que padece, por más que las personas insistan en que es posible dejar de pensar y que al dejar de hacerlo, el malestar mágicamente desaparece. Lo terrible del mar es morir de sed y ella, no obstante vivir en aquel puerto, no puede con el desierto que lleva dentro, locura en la que comprende bien que está sola, indecible y sofocante desierto que no es otra cosa que su vida.