Por: Arody Rangel

De los Klanes, tolerancia y discriminación

Un hombre a caballo portando una antorcha, él al igual que el animal están cubiertos completamente con túnicas blancas que llevan impreso el símbolo de la cruz blanca y el círculo rojo. Esta indumentaria que hoy día mueve a risa y cuyos orígenes parecen estar en la intención de sus portadores de parecer fantasmas para asustar, fue erigida como heroísmo patriótico en una de las películas más trascendentes y polémicas de la historia, El nacimiento de una nación de D. W. Griffith, en la que se retrata la dramática Guerra Civil de Estados Unidos y la actuación del Ku Klux Klan en favor de la supremacía de la raza blanca; tras su estreno en 1915, en el país norteamericano reemergió aquel ímpetu racista que se conoce como el segundo KKK.

La organización que había surgido en 1865 en oposición a la abolición de la esclavitud en el sur de los EEUU y que se dedicó a causar terror en las comunidades afroamericanas, perseguir y asesinar tanto a los negros libertos como a los blancos simpatizantes de la causa republicana, alcanzó entre las décadas de 1920 y 1930 dimensiones colosales en el orden discursivo y en la práctica: a la consigna racista se sumó la xenofobia, el antisemitismo, la homofobia, el anticatolicismo y el anticomunismo; los adeptos sumaron cerca de 4 millones, dispersos a lo largo y ancho del territorio estadounidense, cuyas acciones criminales organizadas cobraron la vida de cientos de personas en linchamientos públicos en los que las víctimas eran ahorcadas o quemadas vivas ‒hechos de los que hay registros fotográficos, postales que los miembros del Klan portaban como trofeos‒.

El inicio de estas oleadas de violencia se data en julio de 1924 y la presunta disolución del Klan hacia finales de la década de 1930 como consecuencia de la Gran Depresión y el estallido de la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, a lo largo de la historia reciente de La tierra de la libertad se han sucedido múltiples rebrotes de odio racial ‒algunos no han tenido reparo en autodenominarse KKK y adoptar sus símbolos‒, como organizaciones terroristas durante la lucha por los derechos civiles afroamericanos en los años 50 y 60, como discursos demagógicos en las contiendas electorales, o de forma reciente, en el abuso policial que arrebató la vida a George Floyd y desencadenó la ira y protesta social.

Detrás del racismo, como de cualquier otra forma de discriminación, no hay buenos argumentos, sólo una supuesta superioridad ‒de una raza sobre otra, de un género sobre otro, de una ideología sobre otra‒, la creencia hecha convicción en esa supuesta superioridad, así como el odio y rechazo a quien se tiene por diferente, inferior y hasta infrahumano. A lo largo de la historia, la desigualdad se ha convertido en norma por el uso de la fuerza y ha permanecido así en favor del interés de los que se autodenominan superiores por conservar el poder: la nobleza, los burgueses, el fascismo, la Iglesia católica, el capitalismo o el patriarcado; en el discurso la desigualdad es presentada como única realidad o verdad, y en la práctica, se echa mano de la coerción y el uso de la fuerza para asegurar y perpetuar esa verdad.

Pero la historia no es estática y, como señala Marx, la lucha de clases es el motor del acontecer humano. Gracias a la lucha de las minorías oprimidas por ser reconocidas como seres humanos, libres, iguales, autónomos y sujetos de derechos pasamos del absolutismo a los gobiernos representativos, y de las democracias de “iguales entre iguales” a sociedades cada vez más incluyentes; al menos en la letra el derecho nacional e internacional parten del reconocimiento de la dignidad, libertad e igualdad de todas las personas y reprueban la discriminación en todas sus formas. Lo cual, no obstante, no es garantía de que en la práctica no pervivan discursos y prácticas de odio y violencia.

La desigualdad y la discriminación son dos de los grandes problemas de nuestra época y para combatirlos se hace un llamado a la tolerancia en spots del gobierno, en campañas internacionales, en programas de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales; la tolerancia figura como uno de los valores más deseables de practicar en el cuerpo social y se busca inculcarlo en los niños desde la más tierna infancia en las escuelas. Pero todos los días somos testigos de lo difícil que es generar un contrapeso, crear conciencia y cambiar las malas prácticas: en redes sociales, en el transporte público, en los medios de comunicación, en la mercadotecnia, en nuestras propias relaciones públicas y personales, incluso en tiempos aciagos como la pandemia, se cuelan la intolerancia y la discriminación.

La razón de esto ha sido debatida por los estudiosos de la naturaleza humana a lo largo de los siglos: o el hombre es el lobo del hombre, o el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad quien lo corrompe, o bien, las personas están determinadas por su contexto o quizás por su genética… Muchas cosas más se pueden aducir a este respecto, pero en lo que toca a la tolerancia, ¿podría ser ella parte del problema y no de la solución?

Durante la Segunda Guerra Mundial, el filósofo Karl Popper escribió La sociedad abierta y sus enemigos, un texto en el que ‒entre otras cuestiones‒ trata el problema de la tolerancia, su carácter paradojal; la cuestión es la siguiente: una tolerancia ilimitada puede conducir a la desaparición de la tolerancia. Popper reconocía dos tipos de sociedades en aquel tiempo, las cerradas y totalitarias como el régimen nazi, y las abiertas en que prima la libertad y se promueve el uso de la razón; para evitar que la tolerancia y los tolerantes sean destruidos por tolerar a los intolerantes, Popper advirtió que la tolerancia debe asegurarse no tanto de prohibir la intolerancia, como de contrarrestarla mediante argumentos racionales y mantenerla en jaque ante la opinión pública, así como de reclamar el derecho de no tolerar a los intolerantes, esto es, que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se considere criminal toda incitación a la intolerancia.

Este retruécano, la tolerancia que termina por ser intolerante, pasa de la paradoja a la aporía (del griego άπορία, dificultad; el término refiere a contradicciones irresolubles) en el pensamiento del filósofo franco-argelino Jacques Derrida: ¿se puede tolerar lo intolerable? Y ¿si la tolerancia tiene límites no termina por ser intolerante, no deja por esta razón de ser tolerancia? Dejando de lado el carácter insoluble de la tolerancia, Derrida señala que el acto de tolerar es un ejercicio vertical de poder; pensemos por ejemplo en el racismo: tolerar al otro ‒negro, asiático, centroamericano, quien sea‒ implica soportar su existencia pero sin anular la desigualdad ni la jerarquía, quien tolera en todo caso es el superior y porque puede, admite la existencia del otro en su sociedad y bajo sus normas. La tolerancia, pues, no suprime sino que enmascara la desigualdad, es otra forma de negar al otro. Ante esto, Derrida propone la hospitalidad: estar abierto al otro en tanto otro, acogerlo en su diferencia, sin pretender anular lo que es suyo propio y lo hace distinto de mí.