Por: Arody Rangel

¿Por qué somos así ‒los mexicanos‒?

“La vida mexicana da la impresión, en conjunto, de una actividad irreflexiva, sin plan alguno. Cada hombre, en México, sólo se interesa por los fines inmediatos.
Trabaja para hoy y mañana, pero nunca para después. El porvenir es una preocupación que ha abolido de su conciencia. Nadie es capaz de aventurarse en empresas que sólo ofrecen resultados lejanos. Por lo tanto, ha suprimido de la vida una de sus dimensiones más importantes: el futuro”.

Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México


Hijos de la Malinche, pueblo conquistado y desposeído, a mula en el trajinar de la historia moderna, con sombrero, gabán o rebozo, y los huaraches bien puestos; que nos reímos de todo, incluso de la muerte, y bebemos tequila, mezcal o aguardiente; valentones y valetodo, mágicos y bárbaros, desmemoriados y melancólicos; que por aquí el progreso no pasó y si pasó, nos dejó en la miseria; pueblo caluroso y fraterno que padece las vejaciones de víboras, ratas, sanguijuelas y otra fauna de la clase política; unidos ante cualquier desastre, pero celosos del éxito del prójimo… Estos y otros tantos tópicos o estereotipos relucen cuando nos disponemos a hablar de nuestra identidad, de lo mexicano.

A más de uno le sorprenderá saber que la cuestión sobre nuestro carácter nacional es motivo de reflexión filosófica y que entre las tentativas por dilucidar nuestro carácter nacional haya un estudio psicológico del mexicano en clave psicoanalítica. Se trata del ensayo El perfil del hombre y la cultura en México (1934) del filósofo mexicano Samuel Ramos, en el cual señala que algunas expresiones distintivas del carácter mexicano son maneras de compensar un sentimiento inconsciente de inferioridad. Ramos advierte que, si bien es cierto que cualquiera, sin importar su nacionalidad, puede experimentar el sentimiento de inferioridad, en el caso de México este sentimiento adquiere las proporciones de una deficiencia colectiva y que, en aras de sosegarlo o negarlo, nos hemos puesto disfraces que no nos van, nos hemos mixtificado, somos seres ficcionales, inauténticos.

Cabe aclarar ‒antes de que alguien se ofenda‒, que Ramos no dice que seamos inferiores, sino que nos sentimos inferiores, y aún más, que este sentimiento carece de fundamento. Pero entonces, ¿de dónde viene o cómo surge? Pues bien, el sentirse inferior es resultado de una desproporción entre el querer y el poder: cuando una persona se propone tareas desmesuradas que a la hora de la verdad no puede realizar, sucede que en lugar de reconocer su despropósito, se juzga minusválido o impotente; y para acallar el malestar interno y la depresión que genera este sentimiento de inferioridad, el individuo manifiesta una exagerada preocupación por afirmar su personalidad ‒¡Yo soy tal! ¡Yo soy! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!‒.

En el caso del mexicano, hay un suelo fértil para este patológico mecanismo psicológico: por un lado, a decir de Ramos, está el individualismo de los conquistadores españoles, que se traduce en rebeldía hacia las instituciones y desarticulación social; por otro lado, está lo que él llama egipticismo indígena, una supuesta rigidez y pasividad propias de los pueblos originarios, cuya voluntad de lo inmutable los hace reacios al cambio y muy apegados a las costumbres. Estos dos elementos entraron en la configuración del carácter nacional durante la Colonia y con la Iglesia como agente civilizador se solidificó nuestra apasionada religiosidad, el aspecto más tradicionalista, conservador y moralino del carácter mexicano; a lo cual hay que sumar que las mayorías desposeídas se resignaron a una vida monótona y rutinaria por la imposibilidad de la movilidad social y así, en el grueso de la población, se perpetuó la inercia y se destruyó en el espíritu mexicano todo ímpetu de renovación ‒en México nunca pasa nada‒.

Así las cosas, los traspiés comenzaron tras la consumación del movimiento independentista: la recién nacida nación buscó imitar irreflexivamente los modelos de cultura occidentales para crear su identidad, pero el desacierto de pretender borrar su pasado y partir de cero, así como el ignorar las necesidades reales de un pueblo pobre y analfabeto, resultaron en sucesivos fracasos que han llevado al mexicano a juzgarse y sentirse inferior, a despreciar y renegar de lo propio, y después, a buscar sofocar este malestar exacerbando su carácter patriótico, a exaltar la idea que tiene de su personalidad. La cual es ficticia, es un mecanismo de defensa hacia una inferioridad que no es real, sino relativa a una ambición irreflexiva. Para Samuel Ramos este carácter mixtificado del mexicano se hace patente en tres movimientos colectivos:


El pelado

Es el desecho humano de la ciudad, un sujeto con quien la vida ha sido hostil y por eso vive resentido; no llega a proletario y carece de educación, es el marginado y ante esta realidad suya, sin nada más de qué echar mano que de sí mismo, exalta su virilidad para compensarse, pretende así afirmar su superioridad. Es la expresión más elemental y bien dibujada del carácter nacional: el macho mexicano, que podrá carecer de todo menos de tanates, él es el jefe, el patriarca, el más fuerte y valiente ‒a decir suyo‒; la obsesión fálica que denota su jerga alburera, de la que hace gala a la menor provocación, revela su empobrecida idea de hombre que se reduce al órgano sexual y en defensa de la cual está siempre presto a los golpes, a demostrar su hombría. El pelado lleva el alma al descubierto, la ostentación cínica de sus impulsos permite ver, en cada estallido violento, la debilidad que busca enmascarar, está siempre a la defensiva porque teme ser descubierto.


El citadino

En el mexicano de la metrópoli se acentúa una nota particular del carácter nacional: la desconfianza absoluta y previa a todo contacto con los hombres y con el mundo, una desconfianza irracional desde la que todo se ve y todo se juzga, haya o no motivos. Con esta desconfianza busca el citadino compensar su inseguridad, reniega de todo pero en realidad a todo es susceptible, tanto que se apresta siempre a ser el primero en atacar. Alerta y desconfiado de todo, para él sólo existe el presente, “anda a la buena de Dios”, a la deriva de su instinto, siempre de mal humor, iracundo y violento, incapaz de proyectar futuro por el tedio que le genera preocuparse de más y ponerse a pensar.


El burgués

Se podría pensar que entre las clases privilegiadas, despreocupadas por el dinero y con una mejor educación, el sentimiento de inferioridad no se da; sin embargo, Ramos señala que en esta clase social, este sentimiento asoma sin más por el solo hecho de saberse mexicanos. A diferencia del pelado que lleva el sentimiento a flor de piel, el burgués disimula bastante bien, él cree que ya es lo que quisiera ser, que su deseada superioridad es un hecho; los otros y las cosas son espejos que sólo toma en cuenta si reflejan la imagen que a él le gusta que reflejen, así construye su ficción. Con el autoengaño viene la autosatisfacción que lo mantiene estático, inmutable, así como la intolerancia a la crítica ‒el burgués está convencido de la inferioridad del resto de los mortales‒. Cerrado en sí mismo, su profunda egolatría lo hace particularmente indiferente a los intereses de la colectividad.


Salir de la inautenticidad

Samuel Ramos estaba convencido de que una vez que el mexicano disipara sus fantasmas, podría cultivar lo que sí le es propio y proyectar su auténtico carácter nacional. Su apuesta era que este psicoanálisis del mexicano era el primer paso para hacer consciente el inconsciente sentimiento de inferioridad, por el que igual se sobreexalta el patriotismo ‒hacia el que cualquier mexicano es especialmente susceptible, como atestiguan los festejos patrios y las copas mundiales de fútbol‒, como se introvierte a los individuos y se enajenan de los intereses de la sociedad; planteaba que la educación tendría que disipar estos fantasmas, ocuparse de formar a las personas ‒no sólo adiestrarlas para el mecanicismo del mundo‒ y así sacar de la deriva la vida social y política del país.