Por: Arody Rangel

Fellini esencial

“A mí me da la impresión de habérmelo inventado todo: infancia, personalidad, nostalgias, recuerdos, por el placer de poder contarlos”.

Federico Fellini


Contados son los cineastas que han logrado hacer de su apellido un adjetivo y entre ellos, ninguno creó un universo tan peculiar y extraordinario como Federico Fellini. En la obra del cineasta oriundo de Rímini, Italia, confluyen los sueños, los recuerdos y las fantasías, mejor aún, las fantasías toman el lugar de la realidad y los sueños permanecen en la memoria como cosa vivida; tal como ocurría en la propia persona de Fellini, un falsario que reconocía tener una natural inclinación hacia la invención. De esta forma hay que entender que su obra sea calificada como autobiográfica: el hilo transformador de su fantasía se tendía entre su vida y sus creaciones, alimentando unas a otras, trocándolas.

Este genio con sombrero negro y bufanda roja decía no recordar nada de antes de sus 20, edad a la que llegó a Roma e inició su carrera, primero como caricaturista en una revista satírica (de hecho, dibujó siempre, era su forma de hacer apuntes y de apresar el mundo, sirva de testimonio El libro de mis sueños, una colección en clave psicoanalítica de líneas inspiradas en su propio mundo onírico) y luego como guionista, momento en el que trabajó, entre otros, al lado de Roberto Rossellini en su inmortal Roma, ciudad abierta (1945). Aunque el inicio de su trayectoria cinematográfica está inscrito en el neorrealismo de su patria, pronto Fellini se hizo de un lenguaje propio con sus inigualables imágenes en las que alude a su infancia, a su extraña relación con la religión, a su obsesión por las mujeres, a su fascinación por la llamada Ciudad eterna, a su desprecio por la sociedad de su época y, por supuesto, a ese sí mismo al que siempre estaba reinventando; imágenes cuya narrativa satírica, simbólica, surreal y circense son su sello inconfundible.

Este 2020, el séptimo arte celebra 100 años del nacimiento del cineasta-alquimista-fabulador Federico Fellini (20 de enero de 1920), por esta razón, dedicamos este Top #CineSinCortes a cinco de sus filmes esenciales, mismos que han consagrado el adjetivo de felliniano en la historia del cine.


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La Strada (1954)

El mundo circense es uno de los elementos clave en la creación de Federico Fellini, él mismo contaba que en su niñez, en Rímini, se escapó de casa para enrolarse en un circo que andaba de paso por la ciudad y que ese mundo de luces y atracciones quedó grabado en su memoria, en los recuerdos que él mismo se inventó, pues la anécdota parece ser en realidad producto de su fabulación. En esta, su segunda película, la historia gira en torno de Gelsomina ‒interpretada por Giulietta Masina, su esposa y uno de los rostros constantes en su filmografía‒, una joven dulce e ingenua que es vendida por su madre a Zampanó (Antony Quinn), artista, gitano y cirquero ambulante de carácter tosco, para que lo asista en sus presentaciones. El mundo circense es aquí el telón de fondo del viaje que emprenden juntos Gelsomina y Zampanó, a lo largo de una Italia ruinosa en motocarro; al final, las ilusiones de aquella joven van a dar a ningún lugar, pero sus expresiones de payaso triste y la melodía de su trompeta ‒música de Nino Rota, el genio detrás del sonido tan distintivo de las cintas de Fellini‒ han quedado grabadas entre las más entrañables del mundo del celuloide.



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Las noches de Cabiria (1957)

En esta ocasión, Giulietta Masina interpreta a María "Cabiria" Ceccarelli, una prostituta de los bajos fondos que sueña que podrá abandonar esa vida pedestre y encontrar un hombre bueno a quien amar, así, en cada sujeto que se acerca ella ve la posibilidad de hacer sus sueños realidad, pero uno tras otro, ellos se aprovechan de su inocencia, la desfalcan y la maltratan. Pese a esto, Cabiria tiene fe y tras cada golpe contra la realidad, emerge renovada de esperanzas. Este personaje en el que el mundo parece ensañar su crueldad, una mujer que está dejando sus mejores años, pero está dispuesta a darlo todo por amor, es quizá el más desventurado entre los otros caracteres femeninos que trazó el cineasta italiano y esta película quizás sea la última en la que se traslapen las influencias del neorrealismo. Luego del foco que recibió Fellini por La Strada, Las noches de Cabiria le ganó el reconocimiento de la crítica en Cannes de 1957 y a Giulietta como mejor actriz, además reafirmó su fama internacional al obtener su segundo Óscar a mejor película de habla no inglesa, también en 1957.


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La Dolce Vita (1960)

El filme que marca un antes y un después en el universo felliniano ‒y es también un parteaguas en la historia del cine‒ es protagonizado por el actor predilecto del cineasta, Marcello Mastroianni, quien interpreta a Marcello Rubini, un periodista inmerso en la vida del espectáculo y de la clase burguesa, que se deja envolver por aquella dulce vida llena de banalidad, excesos y despropósitos, al tiempo que sueña con convertirse en escritor. Rubini además vive en la contrariedad que supone su compromiso con Emma (Yvonne Furneaux), su amorío con la rica Maddalena (Anouk Aimée) y su infructífero flirteo con la despampanante actriz Sylvia (Anita Ekberg)(a propósito de esto, qué duda cabe de que la postal por excelencia de esta película es el baño en la Fontana de Trevi, una escena de erotismo sin igual en la que este par apenas se roza). Esta obra maestra del cine es una denuncia a la clase alta de la época, su sordidez retratada con sátira punzante enmarca el proceso menguante de Marcello, quien, en la escena final, descompuesto tras una noche de excesos, no hará más que encogerse de hombros como señal de que se ha abandonado a la vacua frivolidad.


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8 ½ (1963)

La octava película y media de Fellini (le dio este nombre por el lugar que ocupa en su filmografía, incluidas las pequeñas participaciones en producciones corales, episodios más que películas enteras) se disputa con La Dolce Vita el lugar como la mejor de sus películas ‒ambas compiten también entre las cintas que se baten por ser la mejor de todos los tiempos‒. En este filme hay cine dentro del cine, alusión a la infancia del director, idas y vueltas entre el plano de lo real y los mundos del sueño y la memoria, estos signos tan claramente fellinianos acompañan ni más ni menos que al alter ego del director, Guido Anselmi (Marcello Mastroianni), quien también es realizador y, de hecho, atraviesa una crisis creativa que da fuertes sacudidas a otros aspectos de su vida. Mientras Guido intenta en vano embarcarse en la producción de su nueva película, tiran de él casi a un mismo tiempo todos los involucrados en la realización, además de su mujer y de su amante, y por supuesto, él mismo, pues escapa todo el tiempo de las situaciones siguiendo el hilo a sus recuerdos de la infancia o elucubrando las más avisadas fantasías, sugeridas apenas por un aspecto de la realidad. El memorable final fue resuelto de improviso por el director, quien ya tenía uno grabado, pero no terminaba de gustarle, así que optó por usar el material promocional de la cinta, el resultado: una caravana en la que el director hace circular su circo de caótica melancolía bajo la dirección de Marcello en el altoparlante al compás de la extraordinaria música de Nino Rota.


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Amarcord (1973)

Situada en la ficticia Borgo (correspondiente a la Rímini del director) durante los años del fascismo en Italia, en Recuerdo o Yo recuerdo, como se traduce el original “A m’acòrd”, Fellini retrata y reinventa los años de su infancia y adolescencia. En estos recuerdos hilvanados con ficción, el gran director italiano destaca las dudas, temores y fantasías que despertaban en la juventud a la que perteneció tópicos como la religión, el sexo, la política, la familia y la muerte, y el fuerte contraste que generaban con el parecer generalizado de la época. En esta, como en toda su obra, destaca su potencia fabuladora que no desdice los hechos, al contrario, hasta logra amplificarlos con gran fidelidad.