Dicen, acá mis tíos, que mi abuelo se ponía alegre y valentón cuando se echaba algún trago, y cuentan, que el día que enamoró a mi abuela fue porque se pasó de borracho. Él había aprendido de su padre el arte de ser panadero, y éste a su vez lo aprendió de su padre, o sea mi tatarabuelo. En esos días era así, los hijos recibían de sus padres el oficio de la familia. Hoy, dice mi madre, que lo único que voy a recibir de herencia familiar es la diabetes, bueno, las cosas cambian.
Cada año, llegadas las semanas de octubre, los hornos de su casa, grandes hornos hechos de barro y piedra, se dedicaban sólo a preparar dos tipos de pan: el de muerto y el de muerto. Los primeros eran unas piezas grandes y alargadas que se parecían a la gente que ya había fallecido en el pueblo, con brazos, piernas y cabeza, uno podía saborear delicias humanas que en raras ocasiones se espolvoreaban con azúcar rosa. Los otros, eran piezas que variaban según quién de la familia los preparaba, algunos, como montañas -los preferidos de mi abuelo- se cubrían con lágrimas hechas de trocitos de masa, que como gotas bañaban su superficie de sabroso llanto. El resto, más bajos pero más grandes, tenían huesos anchos y crocantes, se barnizaban con huevo para lucir relucientes sobre la ofrenda que se presentaba ante nuestros santos y difuntos.
En uno de esos años, en donde mi abuelo era aún muy joven, de unos dieciocho años más o menos, llegada la madrugada del primero de noviembre, él evitó estar la noche en vela dentro del panteón, pasó las primeras horas del día a brazo y sudor, preparando el pan con el que robaría la mano de la mujer que lo había enamorado. Mi abuela, por supuesto, ni por enterada, de muy seria y puritana familia, para ella no existían en su boca los términos amor o matrimonio, mucho menos, en días en que la hija más chica tenía por destino, encargarse del cuidado de sus padres hasta que estos fallecieran. Pero mi abuelo, muy terco y decidido, utilizó éstas famosas fechas llenas de silencio y penumbra para armarse de valor.
Fue en la segunda madrugada, la del dos de noviembre, que agarró camino a la casa de mi abuela, ella por ser la más joven tenía contadas las ocasiones en que podía salir de casa. Mi abuelo tocó la puerta, una, otra vez, y de nuevo. De tanto insistir y en completa soledad mi abuela abrió, él, sin dudar, le entregó envuelto en una manta el pan de lágrimas más grande y brillante que hasta la fecha se había horneado en el pueblo. Y ella, obviamente, sin dudar, rechazó a mi abuelo con la severidad de la noche, y no sólo esa vez, sino día tras día durante todo el año. Fue hasta el siguiente noviembre, y ya más acostumbrados los dos al constante ritual de la negación, que sin el permiso de sus familias mi abuelo se robó a mi abuela, ella ya sin tanta molestia, se dejó..., y después de dos días de viaje llegaron acá, a la capital.
Dice mi abuela que lo último que le nació fue el amor, pero que no se arrepiente. Al año de la fuga y ya con su primero de once hijos, la pareja regresó al pueblo, a rogar perdón y bendiciones, rogaron casi de la misma forma que entre los vivos de la familia pedimos por los que se han ido, con luces, flores y alimentos. A mis otros abuelos, mis bisabuelos, no les quedó de otra, aceptaron a la pareja con enojos y resentimientos, con el tiempo se les pasó.
Ya hoy, los más jóvenes no recordamos las caras de los bisabuelos o el sabor del pan que preparaban, pero cada noviembre siempre hay alguien nuevo y entusiasmado por escuchar la historia, por poner la mesa y ayudar a montar la ofrenda para los que en casa se han despedido y que con gusto esperamos nos visiten durante la madrugada. Tal vez, en una de esas, mi abuelo nos quiera venir a enseñar la receta, como aquel día de muertos, en que preparo tremendo pan para mi abuela.